Luce Fabbri
Carácter ético del anarquismo
El tema de hoy no es muy cómodo. Es difícil hablar de ética, especialmente por parte de una persona de mi edad. Estamos acostumbrados a ridiculizar a los viejos que sermonean a los más jóvenes. Nadie se siente impulsado a escuchar.
Sin embargo, no podemos prescindir de la ética: la vida sería imposible si, en lo cotidiano, no juzgáramos continuamente nuestros actos y los ajenos con un criterio ético, por más que lo violemos a menudo. Cuando pensamos en nuevas normas de convivencia, instintivamente nos remitimos a lo que creemos que sea bueno para todos y no solo para nosotros o, por lo menos, cuando hacemos, en este terreno, una propuesta, la presentamos como conforme a lo que es «justo» o la conciencia entiende como «justo».
En todo este siglo XX que está terminando ha prevalecido la idea de que la ética no se puede aplicar a la política. Y, si entendemos por política el arte de llegar al poder, de gobernar, la afirmación es correcta. El poder que se conquista con la fuerza, con el voto, o simplemente, amontonando riquezas (pues hay distintas clases de poder), se conserva fundamentalmente por la fuerza (ejército y policía), aunque en los regímenes más democráticos, la fuerza está más disfrazada y la base social tiene mayores posibilidades de ejercer cierto control y una limitada capacidad de iniciativa. En este ámbito, los partidos, organizados para llegar al gobierno, no pueden obedecer normas morales de convivencia (no mentir, no dar ni aceptar coimas, mantener lo prometido, ajustar la actividad al programa, etc.) porque, si lo hicieran, fracasarían. Por ejemplo: conseguir una mayoría de votantes cuesta mucho dinero, aunque no se piense en comprar materialmente votos. Solo la propaganda electoral exige sumas que las contribuciones de los partidarios no llegan nunca a cubrir. Y hay plata fácil, a disposición de los partidos en los momentos decisivos, cuando se está dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar. Basta prometer, en caso de llegar al gobierno, privilegios especiales a los generosos financiadores. La tentación es fuerte. Además, el partido contrario se supone que lo hará y sería muy mal para el país que ganara.
El fin justifica los medios, se dice, y el fin es bueno: está en el programa del partido. Pero ese programa, si es realmente bueno para las grandes mayorías, luego de la victoria no se realiza, ni se hacen esfuerzos para que se realice, porque el interés y la seguridad del Estado lo impiden. Ejemplo: si se busca una mayor justicia social, se corre el riesgo seguro de espantar a las inversiones de capital extranjero que el «país» necesita; si se amplían las libertades y las garantías democráticas, se puede irritar al vecino poderoso cuya política se orienta, en sentido contrario, a las corrientes internas de derechas, que son minoritarias, pero tienen una fuerza material y dinero y frente a las cuales suele ocurrir que el gobierno sea demasiado débil. Y así sucede que recursos que podrían emplearse en enseñanza y cuidado de la salud van a engrosar el presupuesto militar. El poder en sí —además— está reñido con la ética y con la dignidad de cada ser humano, pues establece una injusta superioridad de uno sobre otro, superioridad que, cualquiera que haya sido su origen, se mantiene no en base a mayor conocimiento o mejor criterio, sino a través de un aparato coactivo.
Pero, si entendemos por política el arte de convivir, de asegurar la continuidad de la vida social, entonces podemos decir que la política es ética en la medida en que busca el libre consenso entre individuos y grupos, todos diferentes, pero todos con iguales derechos y deberes, es decir en la medida en que no se convierte en un sistema de poder. «Nuestra» política es ética y las demás son éticas en la medida en que se nos acercan, pues la propuesta libertaria es sencilla y no es más que lo que el ser humano tiene desde siempre como modelo ideal: todos distintos, pero con iguales deberes y derechos y todos hermanos; la ayuda mutua como metodología de convivencia.
El anarquismo no es un partido en el sentido tradicional del término, no es sólo un movimiento organizado que, en este segundo sentido de la palabra «política» puede ser definido como político, sino que es también una visión general de la vida, la búsqueda de un modo de vida. Y, como tal, siempre ha tenido un fundamento ético, que lo distinguió de las demás tendencias dentro del campo socialista (me refiero al anarquismo socialista, heredero del internacionalismo obrero antiautoritario del siglo pasado, y no del anarquismo individualista, de los secuaces de Stirner que, a mi modo de ver, son algo muy distinto). Dentro del socialismo, los integrantes de la veta llamada «científica», que adoptaron las teorías de Marx, se han mofado durante mucho tiempo del «moralismo» de los anarquistas. La paradoja es que ellos mismos, en la medida en que militaban por el socialismo no llevados por deseos de dominio o intereses personales, sino por una exigencia de justicia, obedecían a un impulso ético. Pero no lo reconocían, al buscar para la lucha y la conquista de un mundo mejor los caminos del poder, ya se situaban en el terreno dominado por la máxima «el fin justifica los medios», encuadrando su acción en el marco de las leyes, pretendidamente «científicas», de la historia.
En este fin de siglo, la ciencia como motor social y como explicación de la historia ha perdido su carácter hegemónico en la opinión de lo que se llama «la izquierda»: se reconoce que es muy dudoso que haya «leyes históricas».
La exigencia que siempre sintieron los anarquistas de que la «política» entendida como sistema de convivencia, obedezca a criterios éticos (que es la exigencia instintiva y permanente de la gente), ahora aparece como la única que queda en pie —si queremos evitar el imperio de la ley de la selva— también para los muchos que, sedientos de justicia, luchan como nosotros, para un cambio profundo y que por mucho tiempo, en su mayoría, han seguido doctrinas que, en nombre del realismo científico, prometían la justicia a cambio de una renuncia —que se pretendía transitoria— a la libertad. Y la libertad es el fundamento mismo de la dignidad de cada persona y de toda ética social, porque es la condición necesaria de la responsabilidad.
Se dirá: «Pero, ¿qué ética?» Pues —se dice— hay muchas clases de ética. Yo diría que, en lo sustancial, hay una sola, con dos aspectos, uno individual (de los deberes de cada uno hacia sí mismo), y otro social (de los deberes de cada uno hacia los demás). Hoy está surgiendo un tercer aspecto: el de los deberes individuales y colectivos hacia la naturaleza.
A nosotros nos interesa ahora fundamentalmente el segundo, es decir, la ética social.
Se ha dicho hace mucho tiempo: «Compórtate hacia los demás como quisieras que los demás se comportaran hacia ti». Y ese precepto está en la conciencia común, a pesar de que las exigencias del mercado y las del poder marcan el camino contrario.
Y un filósofo ha dicho: «Compórtate en cada momento como para que tu comportamiento pueda ser tomado de criterio general de conducta». En el fondo los dos preceptos significan lo mismo a pesar de que la segunda formulación es más amplia y precisa, pero también más difícil de entender y menos impactante.
Naturalmente, el ser humano es complicado y todo lo que a él se refiere es complicado. Lo que en teoría es muy claro, en la práctica da lugar a conflictos y contradicciones. En este caso las zonas conflictivas son dos: una es la zona de las costumbres heredadas y siempre en proceso de transformación (en este momento en transformación rapidísima) y la otra es la de los instintos individuales.
La primera comprende los tabúes ligados a supersticiones o a intereses de grupos sociales dominantes, tabúes que tradicionalmente se han disfrazado de preceptos éticos (por esto se dice que la ética cambia de una época a otra). Pertenecen a esta categoría las reglas relacionadas con la familia y el matrimonio y, en general, con lo sexual, entre las que quedan en el ámbito de la ética las que se pueden identificar con el precepto citado: «Compórtate hacia los demás como quisieras que los demás se comportaran hacia ti» y, en este caso, se reducen a dos deberes de la pareja: la sinceridad recíproca y la asunción por ambos de la responsabilidad hacia los hijos. Esto último podría sintetizarse así: «Compórtate hacia tus hijos como quisieras que tus padres se hubieran comportado hacia ti».
Pertenecen a esta categoría de preceptos que pretenden ser éticos pero obedecen a intereses particulares de grupos dominantes, también los que se refieren al amor a la patria y al deber de defenderla contra sus enemigos a cualquier precio y con cualquier medio. El amor al terruño, al idioma, a lo se tiene más afinidad con nosotros por costumbres y cultura es cosa natural y buena en cuanto constituye una extensión del amor familiar y es peldaño hacia el amor a la especie. Pero las fronteras no tienen nada que ver con este apego y menos tiene que ver el Estado que se ha formado dentro de esas fronteras que, por su naturaleza, es competitivo y se sitúa, en relación con los demás Estados, en un plano de mayor o menor potencia. De ahí ejércitos y carrera de armamentos están ligados a poderosos intereses particulares. Para eso, el Estado, es decir, el gobierno, explota ese amor natural al terruño, estimulando a la vez los instintos agresivos que duermen en cada uno.
Con el amor a la patria se ha justificado siempre la inmoralidad que acompaña falsamente al poder. Los deberes hacia la patria, así como los tabúes sexuales son pues una formación histórica y no pertenecen al campo de la ética.
La otra zona conflictiva —decíamos— es la de los instintos, cuya fuerza a veces puede hacer entrar en crisis el ejercicio de la libertad personal, condición necesaria para el juicio ético.
Esa libertad debe ser entendida siempre dentro del principio general de que hablábamos («Compórtate hacia los demás como quisieras...») y que implica igualdad.
En efecto, si entendiéramos por ejercicio de la libertad el poder hacer en forma irrestricta lo que nos apetece en cada momento, siguiendo solo el impulso expansionista y avasallador que es un aspecto del instinto vital, pronto entraríamos en conflicto con los demás que no quieren ser avasallados y tienen derecho a no ser avasallado por su condición de seres humanos. Si todos dieran rienda suelta a sus instintos, toda vida social sería destruida y con ella nuestra libertad, pues el hombre es un ser social y, si está solo, no es libre, sino esclavo de sus necesidades primarias, que la colectividad socialmente organizada le ayuda a satisfacerse su pan, construirse su casa, tejerse y coserse la ropa, enseñar a leer y a escribir a sus hijos, cuidarlos en sus enfermedades... El intercambio de estos servicios y de otros más sofisticados da lugar actualmente, gracias al poder y al derecho de propiedad, a las enormes injusticias, contra las que los socialistas (tomando la palabra en su sentido amplio) estamos combatiendo a partir de la Revolución Francesa y seguimos combatiendo ahora que las tendencias autoritarias del socialismo han fracasado. Los socialistas anarquistas queremos eliminar esas injusticias socializando la propiedad de la tierra y de los otros medios de producción y suprimiendo a la vez la jerarquía y el dominio de unos sobre otros, pero moviéndonos siempre en el ámbito de una sociedad originada. Libertad y justicia social son inseparables. Toda la historia del siglo XX lo demuestra. Pero no una libertad que signifique ausencia de normas; no apela la instinto sino a la razón de cada uno. Y la razón nos dice que hay normas que son convenientes para todos. Y, una vez aceptadas, hay que observarlas. Esto no quiere decir detener la espontaneidad de lo no racional, de lo instintivo, sino solo controlarla desde la intimidad de cada uno. Por suerte, además de los instintos agresivos, hay en el ser humano también instintos de amor a la especie, sin los cuales nuestra especie en particular se habría extinguido hace tiempo. Tanta importancia como la razón tiene, para la conservación de la vida, ese impulso irracional que llevamos dentro y que se llama «amor».
Hoy vivimos en un mundo neoliberal que amenaza morirse por la contaminación creada por el mercado y el consumismo y por la imposibilidad que tiene una economía de mercado en progresiva tecnificación de mantenerse frente al alud de la desocupación que ella misma crea. En este trance de creciente riesgo de muerte, comprobamos el valor de la solidaridad, esa fuerza cohesiva que surge espontánea frente a las grandes catástrofes y que es en el fondo el impulso que nos lleva a declararnos anarquistas y a rebelarnos contra el «sistema».
Esa solidaridad va a ser necesaria para asegurar la supervivencia colectiva en la crisis de superproducción, desempleo y subconsumo que se acerca. Por eso, el socialismo no ha muerto, como decían, sino que está más vivo y urgente que nunca, un socialismo libre, basado en normas libremente aceptadas, enraizadas en la máxima básica de la ética: «Compórtate hacia los demás como quisieras que los demás, en las mismas circunstancias, se comportaran hacia ti».
En este contexto se plantea una frondosa problemática acerca de los métodos de lucha, acerca de nuestra vida cotidiana dentro de esta estructura autoritaria que repudiamos, acerca de detalles de nuestra propuesta de futuro.
El problema principal es el de la violencia revolucionaria, que implica una contradicción difícil de eludir, pues la violencia es en sí autoritaria. Con este problema básico están vinculados otros muchos, relativos a la acción cotidiana. Quiero mencionar solo uno, que considero grave: el de la llamada «expropiación individual» como método de lucha. Pero hay muchos otros, que se presentan a lo largo del camino.
Voy a anticipar ideas personales sobre algunos puntos básicos, como aportación a la discusión.
El anarquismo es revolucionario; pero la experiencia de dos siglos de revoluciones y la ambigüedad que se ha creado alrededor de esta palabra mágica, que se ha derrochado para todos los usos, todas las demagogias de izquierda y de derecha, nos obligan a precisar nuestro concepto de «revolución». No es para nosotros un camino abreviado para llegar al poder y moldear desde allí la sociedad según un determinado programa. Sabemos que no se puede.
«Nuestra» revolución no es nuestra, sino de la sociedad entera. Consiste en un cambio profundo, que es lento como todo lo profundo y en un determinado momento de ruptura con el pasado —que es el momento propiamente revolucionario— se concreta. Puede haber o no una fase insurreccional (generalmente la hay), pero ésta sirve para derribar obstáculos frente a transformaciones que ya tienen un consenso tan amplio como para que no haya imposición y el cambio se produzca en las bases sociales por obra de las mismas bases.
Naturalmente, esto implica el respeto de todas las diferencias y una total libertad de experimentación social. Hoy el capitalismo es múltiple; mañana puede haber distintas formas y distintos grados de socialismo que incluyan la gestión individual o familiar. Lo importante es que nadie pueda ser dominado o explotado, a menos que quiera serlo, lo que es difícil, pero posible.
Una revolución libertaria no es una guerra de pobres y oprimidos contra ricos y poderosos, sino de seres humanos contra la desigualdad social y el poder. Se diría que es el mismo perro con diferente collar; pero la diferencia está en el tono afectivo.
Éste es el contexto en que se plantea el problema de la violencia, que es un problema atormentador para el anarquismo, pues, como decíamos, (cuando no sea de pura defensa) la violencia es autoritaria por su misma naturaleza. Hay anarquistas que rechazan todo tipo de violencia y conciben la revolución como Gandhi (un ejemplo es Tolstoi), es decir, como desobediencia al sistema y construcción obstinada de formas de vida ajenas al sistema mismo. Hay quienes la aceptan, pero sólo como defensa de lo que se crea y considerándola como una dolorosa y peligrosa necesidad. Otros en fin (pero hoy —después de tanta experiencia— son los menos) la exaltan como fuerza creadora.
Hubo una época en que tuvo lugar una seguidilla de atentados terroristas, más contra la sociedad injustamente organizada que contra determinadas personas. Fue a fines del siglo pasado en Francia. En el mismo periodo hubo otros, contra determinados gobernantes en Francia, en España, en Italia, todos obra de anarquistas, todos muy explotados por la prensa burguesa que encontró muy fácil crear el estereotipo del «anarquista tirabombas». En realidad, se trata de dos tipos muy distintos de hechos: los primeros (Vaillant, Emile Henry, etc.) se inspiran en las teorías individualistas que tienen su origen en Stirner y Nietzsche, abundantemente acogidas en la literatura francesa de fin de siglo en convergencia con la indignación por las duras condiciones en que vivía la clase trabajadora de la época. Los segundos (Angiolillo, Caserio, Bresci) se relacionan más bien con la tradición revolucionaria que, desde el Renacimiento, exaltaba el tiranicidio como un medio para recuperar la libertad y tenía como símbolo remoto el puñal de Bruto contra César y como referencia cercana las conspiraciones carbonarias de la primera mitad del siglo. Unos y otros pertenecen a la historia y están muy ligados a su época.
Nosotros nos movemos hoy en otro ámbito. El terrorismo ha sobrevivido y se ha agudizado en los nacionalismos rabiosos y acompaña a las luchas por el poder, con frecuentes conexiones hacia el área del narcotráfico, del comercio de armas y aún de la mafia. En los últimos setenta años ha habido muchísimos atentados, de todas las corrientes y partidos. Los anarquistas fueron los que cometieron menos y en la segunda mitad del siglo prácticamente ninguno. Ha habido, en cambio, en todo el siglo, mucho terrorismo de Estado, con intervención de CIA, Gestapo, Checa y KGB, y de todos los demás servicios secretos. Ha habido mucho terrorismo —repito— en el choque entre los distintos nacionalismos y en general, en la lucha de quienes se disputan el poder, multinacionales incluidas. Los métodos del terrorismo son hoy completamente ajenos a la revolución libertaria.
Otra cosa es la ira de los pueblos, cuando se despiertan y que puede ser ciega y, por momentos, injusta, pero tiene siempre su punto de partida en una situación de intolerable injusticia y los anarquistas tienen en su seno un papel que desempeñar, para tratar de que nadie la instrumentalice hacia sus fines particulares y para que el movimiento dé origen a una auténtica revolución en el sentido más libre y socialista posible y no a nuevas formas de poder y de injusticia.
Este de la violencia es el problema principal del anarquismo y se discute y se discute. Yo no creo que se pueda resolver en forma absoluta, sino de acuerdo con las particularidades de cada caso, poniendo siempre el acento en los aspectos constructivos y creativos del proceso de cambio y considerando siempre la necesidad del empleo de la fuerza como un tropiezo en el camino y una causa de demora o retroceso. De todos modos, lo que se puede afirmar rotundamente es que el anarquismo no tiene nada que ver con esas formas de violencia individual o de pequeños grupos que, presentándose como actos de rebeldía, refuerzan en realidad el actual sistema de explotación, injertándose en él, especialmente si esa violencia está relacionada con el dinero, como en el caso de la llamada «expropiación individual», generalmente más apropiación que expropiación.
Adoptar ese sistema como medio de vida es vivir a espaldas de los demás como el más parásito de los capitalistas, el capitalista financiero, que vive del sistema bancario y ni siquiera está implicado en las actividades productivas. La transferencia de la propiedad no modifica ninguna estructura.
Pero aún en el caso en que se practique esa «expropiación» con fines desinteresados, para financiar acciones de propaganda o de lucha, las consecuencias del empleo de esas tácticas para cualquier movimiento organizado son siempre negativas en el terreno práctico: disgregación, luchas internas, pérdida de existencias valiosas y pérdida del influjo sobre el entorno, sin contar los liderazgos que inestablemente se crean y, como pasó en el movimiento tupamaro, lo peor, lo más antilibertario: la militarización. Pero, desde el punto de vista puramente ético, lo peor es el empleo de la violencia, ya tan cuestionable en sí, no por una imperiosa necesidad, eligiéndola, sino como táctica de financiación.
En general, y para terminar, creo que hay que apuntar a todo lo que nos acerca a los demás, tratando de ser, dentro de la sociedad que queremos cambiar, un factor fermental y creativo, constituyendo, dentro de un mundo cada vez más violento y sombrío, focos, por pequeños que sean, de ajenidad al poder y a la explotación, focos de esa libertad de la conciencia que ninguna opresión puede destruir, y que sirven de puntos de referencia. Nuestra acción en la sociedad es desde adentro y desde abajo y se desarrolla no solo en el movimiento anarquista organizado, sino también, con las limitaciones del caso, en los distintos aspectos de la vida, a través de una participación en sentido libertario en todas las actividades positivas que ofrezcan perspectivas de desenvolvimiento no autoritario: en los lugares de trabajo, en la familia, en las actividades recreativas y culturales, aplicando en ellas, así como en lo económico, cuando sea posible, la autogestión. En cuanto a las actividades específicas del movimiento libertario, ya sabemos que se estructuran por lo menos en las intenciones y sobre la base federalista, con un criterio horizontal y acéntrico, a nivel de barrio, municipal, nacional e internacional.
Esta organización flexible, en la que nadie prevalece y cada uno vale por sí mismo, tiene como fuerza de cohesión la ética de la libertad, es decir, la ética de la responsabilidad, la ética del que no necesita que nadie lo vigile y domine para cumplir con lo que su misma conciencia le señale como deber.