Murray Bookchin
¡Escucha, marxista!
Toda la vieja morralla de los años treinta está de regreso: la «línea de clase», el «papel de la clase», los «cuadros adiestrados», el «partido de vanguardia» y la «dictadura proletaria». Todo aquello ha vuelto, y en forma más vulgarizada que nunca. El Progressive Labor Party no es el único ejemplo; es sólo el peor. Se huele el mismo tufillo en varios desprendimientos de la SDS y en los círculos marxistas y socialistas de los campus, no digamos ya en los grupos trotskistas, los Clubs Socialistas Internacionales y la Juventud Contra la Guerra y el Fascismo.[1]
En los años treinta, al menos, esto era comprensible. Los Estados Unidos estaban paralizados por una crisis económica crónica, la más profunda y prolongada de su historia. Las únicas fuerzas vivas que parecían conmover los muros del capitalismo eran los poderosos impulsos organizativos de la CIO,[2] con sus espectaculares huelgas y sentadas callejeras, su militancia radical, sus encuentros sangrientos con la policía. La atmósfera política del mundo entero estaba cargada con la electricidad de la guerra civil española, última expresión de las clásicas revoluciones obreras, donde cada secta radical de la izquierda americana podía identificarse con su propia columna miliciana en Madrid o Barcelona. Esto era hace treinta años. En aquel tiempo, cualquiera que tuviera la ocurrencia de gritar «Haz el amor, no la guerra» hubiera sido tomado por loco; el grito de entonces era «Haced empleos, no guerras»: llanto de una era castigada por la escasez, cuando la implantación del socialismo acarreaba «sacrificios» y suponía una «período de transición» de cara a una economía de abundancia material. Para cualquier chico de dieciocho años, en 1937, el concepto de cibernética hubiera sonado a ciencia ficción desenfrenada, una fantasía sólo comparable a las visiones del viaje interestelar. Aquel muchacho de dieciocho años acaba de cumplir la cincuentena, y tiene las raíces plantadas en una era tan remota que difiere cuantitativamente de las realidades del período actual en los Estados Unidos. El propio capitalismo ha cambiado desde entonces, adoptando formas cada vez más estratificadas que sólo podían avizorarse pálidamente hace treinta años. Y ahora se nos propone que volvamos a la «línea de clase», la «estrategia», los «cuadros» y todas las formas organizativas de aquel período distante, con desprecio casi vociferante por los nuevos temas y posibilidades que han surgido.
¿Cuándo diablos acabaremos de crear un movimiento capaz de mirar hacia el futuro en lugar del pasado? ¿Cuándo comenzaremos a aprender de lo que está naciendo en lugar de lo que está muriendo? Marx intentó hacerlo en su propio tiempo, y a esto debe su perdurable prestigio; trató de inspirar un espíritu futurista en el movimiento revolucionario de las décadas entre 1840 y 1850. «La tradición de todas las generaciones muertas cae como una pesadilla sobre la mente de los vivos», escribió en El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte. Y precisamente cuando parecen embarcarse en la transformación de sí mismos y de las cosas que los rodean, precisamente en las épocas de crisis revolucionaria convocan ansiosamente los espíritus del pasado en su ayuda, y de ellos toman prestados nombres, slogans de barricada y vestidos, para presentar el nuevo escenario de la historia del mundo con este disfraz santificado por el paso del tiempo, con este lenguaje prestado. Por esto Lutero se cubrió con la máscara de Pablo el apóstol, la revolución de 1789 y 1814 vistió alternativamente los trajes de la República Romana y el Imperio Romano, y la de 1848 no halló nada mejor que parodiar, a su vez, a 1789 y las tradiciones de 1793 y 1795... La revolución social del siglo diecinueve no puede extraer su poesía del pasado, sino sólo del futuro. No puede comenzar a vivir si no se desnuda de todas las supersticiones relativas al pasado... Para arribar a su propio contenido, la revolución del siglo diecinueve debe dejar que los muertos entierren a sus muertos. Allí la frase iba más allá que el contenido; aquí el contenido supera a la frase».[3]
¿Difiere en algo el problema de hoy, cuando nos acercamos al siglo veintiuno? Nuevamente están los muertos andando entre nosotros, y se han vestido irónicamente con el nombre de Marx, el hombre que trató de enterrar a los muertos del siglo diecinueve. De modo que la revolución de nuestro tiempo no es capaz de nada mejor que parodiar, a su vez, a las revoluciones de octubre de 1917, a la guerra civil de 1918-1920, con su «línea de clase», su Partido Bolchevique, su «dictadura del proletariado», su moralidad puritana y hasta su slogan: «El poder a los soviets». La revolución completa y multilateral de nuestro tiempo, que está por fin en condiciones de resolver la histórica «cuestión social» nacida de la escasez, la dominación y las jerarquías, toma ejemplo de las revoluciones parciales, incompletas y unilaterales del pasado, que se limitaron a cambiar la forma de la «cuestión social» reemplazando un sistema de explotación jerárquica por otro. En un tiempo en que la mismísima sociedad burguesa se encuentra embebida en el proceso de desintegrar todas las clases sociales que alguna vez le dieron su estabilidad, se escuchan estas huecas proclamas de una «línea de clase». En esta época en que todas las instituciones políticas de la sociedad jerarquizada entran en un período de profunda decadencia, suenan huecas proclamas del «partido político» y el «estado obrero». Mientras la jerarquía como tal es cuestionada, escuchamos huecas proclamas sobre «cuadros», «vanguardias» y «líderes». En el momento preciso en que la centralización y el Estado alcanzan el punto más explosivo de negatividad histórica, se oyen estas huecas proclamas de un «movimiento centralizado» y una «dictadura del proletariado».
Esta búsqueda de seguridad en el pasado, este intento de hallar abrigo en un dogma fijo y una jerarquía organizativa que sustituyan al pensamiento creativo y la praxis es la amarga evidencia de que muchos revolucionarios son tremendamente incapaces de revolucionar «a las cosas y a sí mismos», y mucho menos a la sociedad total. El conservadurismo hondamente arraigado de los «revolucionarios» del PLP[4] es de una evidencia casi dolorosa; el líder y la jerarquía autoritaria reemplazan al patriarca y a la burocracia escolar; la disciplina del movimiento sustituye a la de la sociedad burguesa; el código autoritario de la obediencia política reemplaza al Estado; el credo de la «moralidad proletaria» toma el lugar de los pruritos puritanos y la ética del trabajo. La vieja sustancia de la sociedad explotadora reaparece bajo nuevas formas, envuelta en los pliegues de una bandera roja, decorada con retratos de Mao (o Castro, o el Che) y adornada por el diminuto «Libro Rojo» y otras letanías sagradas.
La mayoría de la gente que sigue perteneciendo al PLP lo tiene bien merecido. Si pueden vivir con un movimiento que, cínicamente, imprime sus slogans al pie de fotografías de piquetes del DRUM;[5] si pueden leer una revista que se pregunta si Marcuse es un «copout» o un «cop»;[6] si pueden aceptar una «disciplina» que los reduce a la condición de autómatas o naipes de póker; si pueden utilizar las técnicas más desagradables (que han tomado prestadas de las operaciones comerciales y el parlamentarismo burgueses) para manipular a otras organizaciones; si pueden parasitar virtualmente cada acción o situación con el exclusivo propósito de promover el crecimiento de su partido —aunque esto implique la derrota de la propia acción— no merecen más que desprecio. Cuando esta gente se autodenomina «roja» y califica a los ataques que se le dirigen de caza de «rojos», practica una forma de macartismo revertido. Para reformular la sabrosa descripción del stalinismo que debemos a Trotsky, esta gente es la sífilis del movimiento juvenil radical de nuestro tiempo. Y hay sólo un tratamiento para la sífilis: antibióticos, no argumentos.
Lo que nos preocupa en este sentido son aquellos revolucionarios honestos que se han inclinado hacia el marxismo, el leninismo o el trotskismo, porque buscan fervorosamente una perspectiva social coherente y una estrategia efectiva para la revolución. También estamos preocupados por quienes se dejan deslumbrar por el repertorio teórico de la ideología marxista y flirtean con ella, a falta de otras alternativas sistemáticas. A esta gente nos dirigimos como hermanos y hermanas, convocándolos a una discusión seria y a una reevaluación comprensiva. Creemos que el marxismo ya no es aplicable a nuestro tiempo, no porque resulte demasiado visionario o excesivamente revolucionario, sino porque no lo es en grado suficiente. Creemos que nació de una era de escasez y presentó una crítica brillante de aquella era, concretamente del capitalismo industrial, y que está naciendo una nueva era que el marxismo no abarca adecuadamente y cuyos lineamientos sólo pudo anticipar en forma unilateral y parcial. Sostenemos que el problema no es «abandonar» el marxismo o «anularlo», sino trascenderlo dialécticamente, del mismo modo que Marx trascendió la dialéctica hegeliana, la economía de Ricardo y las tácticas y modalidades organizativas blanquistas. Consideramos que, en un estadio del capitalismo más avanzado que el que conoció Marx hace ya un siglo, y en una etapa más avanzada del desarrollo tecnológico que Marx pudo anticipar claramente, es necesaria una nueva crítica, que a su vez inspire nuevas formas de lucha, de organización, de propaganda y de estilo de vida. Llamen a estas formas como les plazca, incluso «marxismo» si lo desean. Hemos preferido dar a este nuevo enfoque el nombre de anarquismo postescasez, por una cantidad de contundentes razones que en las páginas que siguen resultarán evidentes.
Los límites históricos del marxismo
La idea de que un hombre cuyas más grandes contribuciones teóricas fueron hechas entre 1840 y 1880 pudiera «prever» toda la dialéctica del capitalismo resulta claramente absurda. Si aún podemos aprender mucho de las concepciones de Marx, es más aún lo que aprenderemos de los inevitables errores de un hombre que estaba limitado por una era de escasez material y una tecnología que apenas incluía el uso de la energía eléctrica. Podemos aprender hasta qué punto es diferente nuestra época con relación a toda la historia pasada, hasta qué punto son cualitativamente distintas las potencialidades que se nos presentan y únicos los planteamientos, análisis y praxis que debemos acometer para hacer una revolución y no un nuevo aborto histórico.
No se trata de que el marxismo, como «método», deba aplicarse a «nuevas situaciones», o que deba desarrollarse un «neo-marxismo» para superar las limitaciones del «marxismo clásico». El intento de rescatar el pedigree marxista, enfatizando el método sobre el sistema o agregando el prefijo «neo» a la palabra sagrada no es más que una lisa y llana mixtificación, dado que las conclusiones prácticas del sistema contradicen abiertamente estos propósitos.[7] Sin embargo, éste es precisamente el estado de cosas en la exégesis marxista de hoy. Los marxistas se basan en el hecho de que su sistema despliega una brillante interpretación del pasado, mientras ignoran deliberadamente las atroces desviaciones en que ha incurrido de cara al presente y al futuro. Hablan de la coherencia que el materialismo histórico y el análisis de clase han impreso a la interpretación de la historia, de la luz que la concepción económica de El Capital ha echado sobre el desarrollo del capitalismo industrial, de la brillantez con que Marx ha analizado las revoluciones anteriores y deducido conclusiones tácticas, sin reconocer ni por asomo que han surgido problemas cualitativamente nuevos, que en tiempos de Marx no existían, ni muchísimo menos. ¿Puede concebirse que los problemas históricos y los métodos de análisis clasista, íntegramente basados en una inevitable escasez, se transplanten a una nueva era potencialmente abundante? ¿Es concebible que un análisis económico centrado originariamente en un sistema capitalista de «libre concurrencia» industrial se transfiera a un sistema de capitalismo gerencial, en que el Estado y los monopolios se combinan para manipular la vida económica? ¿Puede creerse que el repertorio táctico y estratégico formulado durante un período en que la base de la tecnología industrial residía en el carbón y el acero resulte aplicable para una era basada en fuentes energéticas radicalmente nuevas, en la electrónica y la cibernética?
Como resultado de este trasplante, un cuerpo teórico que hace un siglo era liberador se ha convertido, hoy, en una camisa de fuerza. Se nos pide que veamos en la clase obrera al «agente» del cambio revolucionario, cuando vemos que el capitalismo produce contradicciones, y agentes revolucionarios, virtualmente en todos los estratos de la sociedad, particularmente dentro de la juventud. Se nos dice que debe guiar nuestras tácticas el concepto de una «crisis económica crónica», a pesar de que no ha habido tal crisis durante los últimos treinta años.[8] Se espera de nosotros que aceptemos la «dictadura del proletariado» —un largo «período de transición» destinado no sólo a suprimir a los contrarrevolucionarios sino también a desarrollar una tecnología de abundancia— en momentos en que dicha tecnología está, ya, al alcance de la mano. Se nos propone orientar nuestra «estrategia» y nuestra «táctica» en función de la pobreza y la miseria material en una época en que el sentimiento revolucionario se origina en la banalidad de la vida bajo condiciones de abundancia material. Se nos pide que formemos partidos políticos, organizaciones centralizadas, jerarquías y élites «revolucionarias» y un nuevo Estado, en plena decadencia de las instituciones políticas como tales, cuando la centralización, el elitismo y el estado son puestos en tela de juicio a una escala desconocida en la historia de la sociedad jerarquizada.
Se nos propone, en pocas palabras, que volvamos al pasado, que nos encojamos en lugar de crecer, que forcemos la impetuosa realidad de nuestro tiempo, con sus promesas y esperanzas, y para avenirla a los prejuicios exangües de un tiempo que ya pasó. Se pretende que operemos con principios que están superados, no sólo en el plano teórico sino en términos del propio desarrollo social. La Historia no se ha paralizado con la muerte de Marx, Engels, Lenin y Trotsky; tampoco ha evolucionado en la dirección simplista que pronosticaron estos pensadores, brillantes, sí, pero cuyas mentes tenían las raíces en el siglo diecinueve o en los albores del veinte. Hemos visto al propio capitalismo realizar muchas de las tareas (incluyendo el desarrollo de una tecnología de abundancia) que se consideraban socialistas; lo hemos visto «nacionalizar» la propiedad, armonizando la propiedad con el estado allí donde fuera necesario. Hemos visto a la clase obrera neutralizada en tanto que «agente del cambio revolucionario», embebida todavía en una lucha dentro del marco «burgués» por mejoras salariales, menos horas de trabajo y participación en los beneficios. La lucha de clases en el sentido clásico no ha desaparecido; peor aún, ha sido asimilada por el capitalismo. La lucha revolucionaria en los países capitalistas avanzados ha pasado a un plano históricamente nuevo: se ha convertido en la batalla de una generación juvenil que no ha conocido crisis crónicas de la economía, contra la cultura, los valores e instituciones de la generación mayor, conservadora, cuya visión de la vida fue tallada por la escasez, el sentimiento de culpa, la privación, la ética del trabajo y la búsqueda de la seguridad material. Nuestros enemigos no son solamente la burguesía, visiblemente atrincherada, y el aparato estatal, sino también la concepción que sustentan liberales, socialdemócratas, instrumentadores de los corruptos medios de masas, partidos «revolucionarios» del pasado y, aunque resulte doloroso para los acólitos del marxismo, obreros dominados por la jerarquía fabril, la rutina industrial y la ética del trabajo. El caso es que, ahora, las divisiones cortan al través todas las líneas clasistas tradicionales, trazando un espectro de problemas que ninguno de los marxistas pudo imaginar, basándose en las sociedades de la escasez.
El mito del proletariado
Hagamos a un lado todos los residuos ideológicos del pasado para entrar de lleno en las raíces teóricas del problema. La máxima contribución de Marx al pensamiento revolucionario es su dialéctica del desarrollo social. Marx esclareció el gran movimiento desde el comunismo primitivo, a través de la propiedad privada, hacia la forma superior del comunismo: una sociedad comunal basada en una tecnología liberadora. Según Marx, durante este movimiento el hombre pasa por la dominación de la naturaleza[9] y por la dominación social. Dentro de esta dialéctica mayor, Marx examina la dialéctica específica del capitalismo, sistema social que constituye el último «estadio» histórico de la dominación del hombre por el hombre. En este punto, Marx no sólo hace una profunda aportación al pensamiento revolucionario contemporáneo (especialmente por su brillante análisis de la mercancía) sino que también exhibe las limitaciones de tiempo y lugar que tan decisivas resultan desde nuestra perspectiva.
La más seria de estas limitaciones se presenta cuando Marx intenta explicar la transición del capitalismo al socialismo, de la sociedad de clases a la sociedad sin clases. Es de vital importancia que tengamos presente que toda esta explicación fue elaborada por analogía con la transición del feudalismo al capitalismo, esto es, de una sociedad de clases a otra sociedad de clases, de un sistema de apropiación a otro. En consecuencia, señala Marx que, así como la burguesía se desarrolló dentro del feudalismo como producto de la contradicción entre ciudad y campo (más precisamente, entre artesanado y agricultura) el moderno proletariado se desarrollaría dentro del capitalismo al compás del avance de la tecnología industrial. Ambas clases, según se afirma, desarrollan sus propios intereses sociales: estos intereses son, ciertamente, revolucionarios, y los proyectan contra la vieja sociedad en la cual se originaron. Si la burguesía obtuvo el control de la vicia económica mucho antes de derrocar a la sociedad feudal, el proletariado conquista su propio poder revolucionario gracias a un sistema fabril que lo «disciplina, unifica y organiza».[10] En ambos casos, el desarrollo de las fuerzas productivas se hace incompatible con el sistema tradicional de relaciones sociales. Una nueva sociedad reemplaza a la vieja.
He aquí la pregunta crítica: ¿Podemos explicar la transición de una sociedad clasista a una sociedad sin clases por medio de la misma dialéctica que aplicamos a la etapa de transición entre dos sociedades de clases? No se trata de un problema académico ni de una especulación en torno a abstracciones lógicas, sino de un interrogante concreto y real de nuestro tiempo. Hay profundas diferencias entre el desarrollo de la burguesía bajo el feudalismo y el del proletariado bajo el capitalismo, que Marx no supo anticipar o no pudo ver con claridad. La burguesía había logrado controlar la actividad económica mucho antes de tomar el poder; antes de asumir el dominio político se instaló como clase dominante, material, cultural e ideológicamente. El proletariado, en cambio, no controla la vida económica. A pesar de su papel indispensable dentro del proceso industrial, la clase obrera ni siquiera es mayoría en la población, y su estratégica posición dentro de la economía sufre, hoy día, la erosión de la cibernética y otros progresos tecnológicos.[11] De aquí que, para el proletariado, suponga un acto de elevada conciencia social, utilizar su poder para producir una revolución. Hasta ahora, esta toma de conciencia se ha visto bloqueada por el hecho de que el medio fabril es uno de los reductos mejor atrincherados de la ética del trabajo, los sistemas jerarquizados de administración y la obediencia a los líderes; en tiempos recientes se ha volcado a la producción de mercancías superfinas y armamentos. La fábrica no sólo se cuida de «disciplinar», «unificar» y «organizar» a los trabajadores, sino que además lo hace en una forma acabadamente burguesa. En el medio fabril la producción capitalista no sólo renueva, diariamente, las relaciones sociales del capitalismo, como observaba Marx, sino que también renueva la psique, los valores y la ideología del capitalismo.
Marx percibía este hecho en grado suficiente como para buscar razones más consistentes que la mera explotación, o los conflictos sobre horarios y jornales, como impelentes del proletariado hacia la acción revolucionaria. En su teoría general de la acumulación del capital trató de delinear las leyes objetivas e insalvables que lanzarían al proletariado a la acción revolucionaria. Así fue como elaboró su famosa teoría de la pauperización: la competencia entre capitalistas los obliga a reducir progresivamente los precios, y esto a su vez supone una merma continua en los salarios con el consiguiente y absoluto empobrecimiento de los trabajadores. El proletariado se ve empujado a la revuelta porque, con el proceso de competencia y centralización del capital, «crece la masa de miseria, opresión, esclavitud y degradación».[12]
Pero el capitalismo no se ha aquietado desde los días de Marx. Este escribió sus obras a mediados del siglo diecinueve: no podía esperarse que captara todas las implicaciones de sus propias observaciones sobre la centralización del capital y el desarrollo de la tecnología. No podía exigírsele que previera las proyecciones del capitalismo, no sólo desde el mercantilismo hasta la forma industrial que predominaba en su época —desde los monopolios comerciales apoyados por el estado hasta las unidades industriales altamente competitivas— sino también hacia un retorno a los orígenes mercantilistas, asociado a la centralización del capital y reasumiendo la forma monopólica semi-estatal en un nivel superior. La economía tiende a combinarse con el estado y el capitalismo comienza a «planificar» su desarrollo, en lugar de dejarlo exclusivamente librado al interjuego de la concurrencia y las fuerzas del mercado. No cabe duda de que el sistema no ha abolido la lucha de clases tradicional, pero se cuida bien de contenerla, sirviéndose de sus inmensos recursos tecnológicos para atraerse a los sectores más estratégicos de la clase obrera.
Así se despoja a la teoría de la pauperización de todo su peso y, en los Estados Unidos, la lucha de clases tradicional no deviene guerra clasista. Se mantiene íntegramente dentro de los límites burgueses. El marxismo se convierte, de hecho, en una ideología. Es asimilado por las formas más avanzadas del capitalismo de Estado: notoriamente, por Rusia. En una increíble ironía de la historia, el «socialismo» marxista acaba por convertirse, en gran medida, en el propio capitalismo de Estado que Marx no supo anticipar con su dialéctica del capitalismo.[13] El proletariado, en lugar de transformarse en clase revolucionaria en el seno del capitalismo, actúa como un órgano más en el cuerpo de la sociedad burguesa.
A esta altura de la historia, debemos preguntarnos si una revolución social que pretende instaurar una sociedad sin clases puede surgir de un conflicto entre las clases tradicionales de una sociedad clasista, o si ese tipo de revolución social sólo ha de sobrevenir a la descomposición de las clases tradicionales, a través de la emergencia de una «clase» completamente nueva, cuya propia esencia reside en que no es una clase, sino un estrato revolucionario en crecimiento. Para responder a este interrogante, será provechoso volver a la dialéctica general que Marx concibió para la sociedad humana en su conjunto, sin referirnos al modelo que extrajo del pasaje de la sociedad feudal al capitalismo. Así como los clanes y linajes primitivos comenzaron a diferenciarse en clases, existe actualmente una tendencia a que las clases se descompongan en subculturas totalmente nuevas, que recuerdan a las formas precapitalistas de relación social. Pero ya no se trata de grupos económicos; de hecho, expresan la tendencia del desarrollo social, que comienza a trascender las categorías económicas propias de la civilización de la escasez. Estos grupos constituyen, en la práctica, una prefiguración ambigua e incipiente del desplazamiento de la sociedad, desde la escasez hacia la abundancia.
Es necesario que se comprenda el proceso de descomposición de clases en todas sus dimensiones. Destaquemos el término «proceso»: las clases tradicionales no desaparecen, ni tampoco —por otra parte— la propia lucha de clases. Sólo una revolución social podría suprimir la estructura de dominio clasista y los conflictos que genera. El problema radica en que la lucha tradicional de clases pierde sus connotaciones revolucionarias; se revela como fisiología de la sociedad establecida, y no como los dolores de un trabajo de parto. En realidad, la lucha de clases en su forma tradicional estabiliza a la sociedad capitalista, «corrigiendo» sus abusos: salarios, horas de trabajo, inflación, nivel de empleo, etc. En la sociedad capitalista, los sindicatos se convierten en «contra-monopolios» de los monopolios industriales, incorporándose a la economía neomercantil estatificada. Existen conflictos más o menos agudos dentro de esta estructura, pero, en su conjunto, los sindicatos sirven al sistema y favorecen su perpetuación.
Reforzar esta estructura de clases parloteando sobre el «papel de la clase obrera», reforzar la lucha tradicional de clases adjudicándole un supuesto contenido «revolucionario», infectar con «obreritis» al nuevo movimiento revolucionario de nuestro tiempo es reaccionario hasta la médula. ¿Hasta cuándo habrá que recordar a los doctrinarios marxistas que la historia de la lucha de clases es la historia de una enfermedad, de las heridas abiertas por la famosa «cuestión social», por el desarrollo unilateral del hombre, en su intento de dominar a la naturaleza por medio del dominio del prójimo? Si el subproducto de esta enfermedad ha sido el desarrollo tecnológico, sus productos principales han sido la represión, un terrible derramamiento de sangre y una distorsión feroz de la psique humana.
Próximo el fin de la enfermedad, cicatrizadas ya algunas de las heridas, el proceso comienza a desplegarse hacia la totalidad; el contenido revolucionario de la lucha tradicional de clases ya no existe ni como elaboración teórica ni como realidad social. El proceso de descomposición no sólo abarca la estructura tradicional de clases, sino también la familia patriarcal, los regímenes autoritarios de educación y crianza, las instituciones y las costumbres basadas en el esfuerzo, el renunciamiento, la culpa y la represión sexual. El proceso de desintegración, en pocas palabras, se ha generalizado, atravesando virtualmente todas las clases tradicionales, sus valores e instituciones. Ha creado formas de lucha, pautas organizativas y reivindicaciones totalmente nuevas: reclama un concepto absolutamente nuevo en la teoría y la praxis.
¿Qué significa esto, concretamente? Comparemos dos concepciones, la marxista y la revolucionaria. El teórico marxista nos propondrá un acercamiento al obrero —o, mejor aún, «entrar» en la fábrica— para hacer «proselitismo» entre los obreros con preferencia a cualquier otro grupo social. ¿El propósito? Dotar al trabajador de una «conciencia de clase». En la vieja izquierda más neanderthaliana, esto implica cortarse el pelo, ataviarse con ropas convencionales, dejar la grifa por los cigarrillos y la cerveza, bailar a la vieja usanza, adoptar maneras «rudas» y desarrollar un estilo pomposo, pesado y desprovisto de sentido del humor.
En otras palabras, uno se convierte en la peor caricatura del obrero: no ya un «pequeño burgués degenerado» sino un degenerado burgués. Uno imita al obrero, que, a su vez, imita a sus patrones. Esta metamorfosis del estudiante en «obrero» encierra un pervertido cinismo. Se intenta utilizar la disciplina inculcada al trabajador por el medio fabril para someterlo a la del partido. Se utiliza el respeto del obrero por la jerarquía industrial para acoplarlo a la jerarquía de partido. Esta desagradable faena, que en caso de tener éxito sólo conduciría al reemplazo de una jerarquía por otra, la realiza uno a costa de simular que le preocupan los problemas económicos que cada día sufre el trabajador. Hasta la teoría marxista se degrada conforme a esta imagen empobrecida del obrero. (Véase cualquier ejemplo de Challenge, el National Enquirer de la izquierda. Nada fastidia más a los obreros que este tipo de literatura). Finalmente, el trabajador descubre que, en su cotidiana lucha de clases, la burocracia sindical le ofrece mejores resultados que la burocracia del partido marxista. Esto se evidenció tan espectacularmente durante los años cuarenta que, sin mayor oposición por parte de las bases, los sindicatos se permitieron expulsar en uno o dos años a millares de «marxistas» que habían batallado por el movimiento obrero durante más de una década, llegando en algunos casos a la conducción máxima de las antiguas internacionales CIO.
El obrero no se convierte en revolucionario acentuando su condición de obrero, sino despojándose de ella. Y no es el único; lo mismo vale para el granjero, el estudiante, el soldado, el burócrata, el empleado dependiente, el profesional... y el marxista. El obrero no es menos «burgués» que el granjero, estudiante, dependiente, soldado, burócrata, profesional o marxista. Su condición obrera es la enfermedad que lo aqueja, el mal social proyectado a dimensiones individuales. Lenin tenía esto claro en ¿Qué hacer?, pero lo camufló para la vieja jerarquía con una bandera roja y alguna verborrea revolucionaria. El obrero comienza a transformarse en revolucionario cuando reniega de su «condición obrera», cuando comienza a detestar su situación de clase aquí y ahora, cuando se despoja de las características que más le alaban los marxistas: su ética de trabajo, su estructura mental derivada de la disciplina industrial, su respeto por la jerarquía, su obediencia a los líderes, su consumismo, sus vestigios puritanos. En este sentido, el obrero se convierte en revolucionario en la medida en que abandona su status de clase y desarrolla una conciencia desclasada. Degenera, y lo hace maravillosamente. Está rompiendo, precisamente, con las cadenas clasistas que lo ligan a todos los sistemas de dominación. Se aparta de los intereses de clase que lo esclavizan en función del consumo, de las barriadas suburbanas y de una concepción contable de la vida.[14]
El fenómeno más prometedor en las fábricas de la actualidad es la aparición de jóvenes trabajadores que llevan el pelo largo, exigen más tiempo libre en lugar de más paga, se insubordinan contra todas las figuras autoritarias, pierden y recobran constantemente sus empleos, que por otra parte les importan un comino, van en motocicleta y contagian a sus compañeros. Aún más auspiciosa es la emergencia de este tipo humano en escuelas de comercio y colegios medios, reserva de la clase trabajadora industrial del futuro. En la medida en que obreros, estudiantes vocacionales y colegiales liguen sus estilos de vida a los distintos aspectos de la cultura juvenil, el proletariado dejará de ser una fuerza favorable a la conservación de lo establecido para convertirse en una fuerza creadora.
Una situación cualitativamente nueva emerge cuando el hombre se enfrenta a la transformación de la sociedad represiva de clases, basada en la escasez material, en una sociedad sin clases, liberadora, basada en la abundancia material. Un nuevo tipo humano, cada vez más numeroso, surge de la descomposición de la estructura clasista tradicional: el revolucionario. Este revolucionario comienza a desafiar no sólo las premisas económicas y políticas de la sociedad jerarquizada, sino también a la jerarquía como tal. No sólo proclama la necesidad de una revolución social sino que también trata de vivir de un modo revolucionario en la medida en que esto es posible dentro de la sociedad actual.[15] No sólo ataca las formas heredadas de la dominación sino que, a la vez, improvisa nuevas formas de liberación que toman su poesía del futuro.
Esta preparación para el futuro, esta experimentación con las formas liberadoras de relación social post-escasez, podrían ser ilusorias si el futuro no nos deparara más que la substitución de una sociedad clasista por otra; pero resultan imprescindibles si lo que nos espera es una sociedad sin clases, edificada sobre las ruinas de la sociedad clasista. ¿Cuál será, entonces, el «agente» del cambio revolucionario? Será, literalmente, la gran mayoría de la sociedad, proveniente de todas las clases sociales tradicionales y fundida en una común fuerza revolucionaria por la descomposición de las instituciones, formas sociales, valores y estilos de vida de la clase dominante. Típicamente, sus elementos más avanzados son los jóvenes: la generación que no ha conocido las crisis crónicas de la economía capitalista y cuya orientación se aleja cada vez más del mito de la seguridad material, tan difundido en la generación de los años treinta.
Descartando los manuales tácticos del pasado, la revolución del futuro sigue el camino del menor esfuerzo, devorando las distancias que la separan de las áreas más sensibles de la población, sin reparar en su «posición de clase». Se nutre de todas las contradicciones de la sociedad burguesa, no sólo de las contradicciones de 1860 y 1917. De aquí que atraiga a todos aquellos que sienten la carga de la explotación, la pobreza, el racismo, el imperialismo y también a quienes ven sus vidas frustradas por el consumismo, la rutina suburbana, los medios de comunicación de masas, la escuela, los supermercados y el sistema de represión sexual. La forma de la revolución resulta, así, tan total como su contenido: sin clases, sin apropiación, sin jerarquía y totalmente liberadora.
Obstruir este proceso revolucionario con las manidas recetas del marxismo, parlotear sobre «lucha de clases» o «el papel de la clase obrera» implica una subversión del presente y el futuro en beneficio del pasado. Anteponer una ideología esterilizante a base de divagaciones sobre los «cuadros», el «partido de vanguardia», el «centralismo democrático» y la «dictadura del proletariado» es pura contrarrevolución. A este problema de la «cuestión organizativa» —vital contribución del leninismo al marxismo— debemos dedicar, ahora, alguna atención.
El mito del partido
No son los partidos, grupos y cuadros quienes realizan las revoluciones sociales: éstas ocurren como resultado de fuerzas históricas profundamente asentadas, y contradicciones que movilizan a grandes sectores de la población. No sobrevienen sólo porque las «masas» encuentran intolerable a la sociedad existente (como decía Trotsky) sino también a causa de la tensión entre lo real y lo posible, entre lo-que-es y lo-que-podría-ser. La miseria más abyecta no produce revoluciones, por sí sola; más bien suele engendrar una profunda desmoralización, o, peor aún, una lucha personal por la supervivencia.
La Revolución Rusa de 1917 pesa sobre la conciencia de sus supervivientes como una pesadilla porque fue, básicamente, el producto de una «situación intolerable», de una devastadora guerra imperialista. Todos sus sueños fueron virtualmente destruidos por una guerra civil aún más sangrienta, por el hambre y la traición. Lo que resultó de la revolución no fueron las ruinas de la vieja sociedad sino las de todas las esperanzas de construir una nueva sociedad. La Revolución Rusa fracasó penosamente; reemplazó el zarismo por el capitalismo de Estado.[16] Los bolcheviques fueron trágicas víctimas de su propia ideología y pagaron con sus vidas, en gran número, a lo largo de las purgas de los años treinta. Es ridículo pretender extraer de esta revolución en la escasez las normas de una sabiduría única. Lo que podemos aprender de las revoluciones del pasado es lo que todas las revoluciones tienen en común, y sus profundas limitaciones en comparación con las enormes posibilidades que actualmente se nos presentan.
La característica más llamativa de las revoluciones conocidas radica en lo espontáneo de sus comienzos. Si examinamos la fase inicial de la Revolución Francesa de 1789, las de 1848, la Comuna de París, la Revolución de 1905 en Rusia, el derrocamiento del zar en 1917, la revolución húngara de 1956 o la huelga general de 1968 en Francia, observaremos que, en términos generales, todos estos fenómenos comenzaron del mismo modo: un período de fermentación culminando, espontáneamente, con un alzamiento de las masas. El éxito o fracaso de este alzamiento depende de su decisión y de que las tropas carguen —o no— contra el pueblo.
El «glorioso partido», cuando existe, marcha casi invariablemente a la zaga de los acontecimientos. En febrero de 1917, la organización bolchevique de Petrogrado se opuso a las huelgas, precisamente en vísperas de la revolución que acabaría por derrocar a los zares. Afortunadamente, los obreros ignoraron las «directivas» bolcheviques y fueron a la huelga. Durante los hechos que siguieron, nadie se vio más sorprendido por la revolución que los partidos «revolucionarios», bolcheviques incluidos. Recuerda el dirigente bolchevique Kayurov: «No hubo, absolutamente, iniciativas directrices del partido... el comité de Petrogrado había sido arrestado, y el representante del Comité Central, camarada Shliapnikov, no estaba en condiciones de emitir directivas para el día siguiente».[17] Tal vez fue un hecho afortunado. Antes del arresto del comité de Petrogrado, su evaluación de la situación y de su propio papel había sido tan débil que, si los obreros hubieran seguido sus indicaciones, es probable que la revolución no hubiera estallado en aquel momento.
Cosas parecidas pueden decirse de los alzamientos que precedieron al de 1917, y de los que le siguieron, por ejemplo la huelga general, de mayo y junio de 1968, en Francia, para citar sólo el caso más reciente. Existe una tendencia a olvidar convenientemente el hecho de que había cerca de una docena de organizaciones de tipo bolchevique, «estrechamente centralizadas», en París, por aquellos días. Rara vez se menciona que prácticamente todos estos grupos de «vanguardia» desdeñaron la movilización estudiantil hasta el 7 de mayo, cuando la lucha callejera adquirió sus contornos más agudos. La trotskista Jeunesse Communiste Révolutionnaire fue una notable excepción, y se limitó a acompañar el proceso, siguiendo básicamente las iniciativas del Movimiento 22 de Marzo.[18] Antes del 7 de mayo, todos los grupos maoístas criticaban al alzamiento estudiantil, calificándolo de periférico e insignificante; la también trotskista Fédération des Etudiants Révolutionnaires lo consideraba «aventurero» y trató de que los estudiantes abandonaran las barricadas, el 10 de mayo; el Partido Comunista jugó, como es natural, un papel totalmente traidor. Lejos de conducir el movimiento popular, los maoístas y trotskistas fueron sus cautivos. La mayor parte de estos grupos bolcheviques utilizó desvergonzadas técnicas manipuladoras durante la asamblea estudiantil de la Sorbona para tratar de «controlarla», creando una atmósfera tensa que desmoralizó a todo el cuerpo. Finalmente, para completar esta ironía, todos los grupos bolcheviques rompieron a parlotear sobre la necesidad de una «vanguardia centralizada» ante el colapso del movimiento popular, que había surgido a pesar de sus directivas y, a menudo, contrariándolas.
Las revoluciones y los alzamientos dignos de mención no sólo tienen una fase inicial magníficamente anárquica, sino que también tienden a crear sus propias modalidades de autogobierno revolucionario. Las secciones parisinas de 1793-94 fueron las formas de autogobierno más notables de todas las revoluciones sociales de la historia.[19] Los consejos o «soviets» instaurados por los obreros de Petrogrado en 1905 eran formalmente más convencionales. Aunque menos democráticos que las secciones, estos consejos habrían de reaparecer en muchas revoluciones posteriores.
A esta altura debiéramos preguntarnos cuál es el rol que juega el partido «revolucionario» en todos estos movimientos. Al principio, como acabamos de ver, tiende a servir una función inhibitoria y no a ocupar la «vanguardia». Allí donde ejerce alguna influencia, tiende a desacelerar el rumbo de los acontecimientos, y no a «coordinar» las fuerzas revolucionarias. Esto no es accidental. El partido está estructurado conforme a líneas jerárquicas que reflejan a la misma sociedad, que se pretende combatir.
A pesar de sus pretensiones teóricas, es un organismo burgués, un Estado en miniatura con un aparato y unos cuadros cuya función es tomar el poder, y no disolverlo. Arraigado en el período prerrevolucionario, asimila todas las formas, técnicas y mecanismos mentales de la burocracia. Sus miembros son adoctrinados en la obediencia y los prejuicios de un dogma rígido, y se les enseña a reverenciar a la autoridad de los líderes. El dirigente del partido, a su vez, recibe una formación compuesta de hábitos que están asociados al comando, la autoridad, la manipulación y la egomanía. Esta situación se agrava cuando el partido interviene en elecciones parlamentarias. Durante las campañas electorales, el partido de vanguardia se amolda totalmente a las formas burguesas convencionales y adquiere, incluso, la parafernalia de los partidos electorales. La situación cobra dimensiones auténticamente críticas cuando el partido recurre a la gran prensa, a costosos locales, a cadenas periodísticas controladas y desarrolla un «aparato» profesional; una burocracia, en una palabra, con velados intereses materiales.
Con la expansión del partido, aumenta invariablemente la distancia entre los dirigentes y las bases. Sus líderes, convertidos en «personalidades», pierden contacto con las condiciones de vida de la masa. Los grupos locales, que conocen mejor su propia situación que cualquier líder remoto, son obligados a subordinar sus puntos de vista a las directivas emanadas de lo alto. La dirección, a falta de todo conocimiento directo de los problemas locales, actúa con prudencia y moderación. Aunque suelen aducirse justificaciones a base de una «visión más amplia» y de una mayor «competencia teórica», la idoneidad de los dirigentes tiende a disminuir a medida que asciende la jerarquía del comando. Cuanto más nos aproximarnos al nivel donde se formulan las decisiones concretas, tanto más conservador es el proceso de elaboración de las decisiones, tanto más burocráticos y exteriores los factores en juego, tanto más reemplazan el prestigio y la antigüedad a la creatividad, la imaginación y la entrega desinteresada a los objetivos revolucionarios.
El partido pierde eficacia, desde un punto de vista revolucionario, cuando la busca a través de la jerarquía, los cuadros y la centralización. Aunque todo y todos están en su lugar, las órdenes suelen resultar erróneas, especialmente cuando los acontecimientos se desarrollan con rapidez y toman cursos inesperados, como ocurre en todas las revoluciones. El partido sólo es eficiente en la tarea de amoldar la sociedad a su propia imagen jerárquica, cuando triunfa la revolución. Regenera la burocracia, la centralización y el Estado. Redobla la burocracia, la centralización y el Estado.
Ampara las condiciones sociales creadas por este tipo de sociedad. En lugar de «suprimirlas», el Estado controlado por el «glorioso partido» preserva las condiciones que hacen «necesaria» la existencia del Estado, y la de un partido que lo «guarde».
Por otro lado, este tipo de partido es extremadamente vulnerable durante los períodos de represión. La burguesía no tiene más que echar mano a sus dirigentes para inmovilizar a todo el movimiento. Con sus líderes presos u ocultos, el partido se paraliza; los disciplinados militantes no tienen a quién obedecer y tienden a disgregarse. Cunde la desmoralización. El partido se descompone no sólo debido a la atmósfera represiva sino también a su indigencia en materia de recursos internos.
La descripción que acabo de reseñar no es una serie de inferencias hipotéticas sino un esbozo compuesto por las características de todos los partidos marxistas de masas del último siglo: los socialdemócratas, los comunistas y el partido trotskista de Ceylán, que es el único de masas en su tipo. Pretender que estos partidos fracasaron porque no tomaron en serio sus principios marxistas equivale a soslayar otra pregunta: ¿A qué se debió, en principio, esta incapacidad? El hecho es que estos partidos fueron asimilados por la sociedad burguesa porque estaban estructurados según lineamientos burgueses. El germen de la traición estaba en ellos desde su nacimiento.
El Partido Bolchevique eludió esta suerte entre 1904 y 1917 por una sola razón: durante casi todos los años anteriores a la revolución, fue una organización ilegal. El partido fue reiteradamente desintegrado y reconstituido, con el resultado de que, hasta la toma del poder, no llegó a organizarse como máquina plenamente centralizada, burocrática y jerárquica. Además, estaba dividido en facciones; una atmósfera intensamente facciosa persistió durante todo 1917 y hasta la guerra civil. A pesar de todo, la dirección bolchevique era extremadamente conservadora, rasgo que Lenin se vio obligado a combatir en 1917: primero, con sus esfuerzos para orientar al Comité Central contra el gobierno provisional (el famoso conflicto en torno a las «Tesis de Abril») y luego, en octubre, llevando al Comité Central a la insurrección. En ambos casos, amenazó con renunciar al Comité Central y presentar sus puntos de vista a los «cuadros de base del partido».
En 1918, las disputas facciosas sobre el problema del tratado de Brest-Litovsk se tornaron tan serias que los bolcheviques estuvieron a punto de dividirse en dos partidos comunistas enemigos. Los grupos bolcheviques de oposición, como los centralistas democráticos y la Oposición Obrera, libraron amargas batallas dentro del partido durante 1919 y 1920, para no mencionar los movimientos opositores que se desarrollaron dentro del Ejército Rojo a causa de las inclinaciones centralizadoras de Trotsky. La centralización total del partido bolchevique —luego recibió el nombre de «unidad leninista»— no se produjo hasta 1921, cuando Lenin logró que el Décimo Congreso del Partido proscribiera las facciones. Para esas fechas, la mayoría de la Guardia Blanca había sido aplastada, y los intervencionistas extranjeros habían retirado sus tropas de Rusia.
Jamás insistiremos demasiado en la observación de que los bolcheviques centralizaron el partido hasta el punto de aislarse de la clase obrera. Este fenómeno ha sido poco investigado en los círculos leninistas de la actualidad, aunque Lenin, en su momento, tuvo la honestidad de admitirlo. La historia de la Revolución Rusa no es sólo la historia del Partido Bolchevique y sus acólitos. Bajo el flujo de los acontecimientos oficiales que describen los historiadores soviéticos, transcurría otro fenómeno, más profundo; la espontánea movilización de los obreros y campesinos revolucionarios, que luego chocaría violentamente, contra la política burocrática de los bolcheviques. Con el derrocamiento del zar, en febrero de 1917, los trabajadores de casi todas las fábricas de Rusia establecieron espontáneamente sus comités de fábrica. En junio de 1917, tuvo lugar en Petrogrado una conferencia de comités de fábrica de todas las Rusias, que proclamó la necesidad de «un amplio control de la producción y la distribución por los trabajadores». Rara vez se mencionan estas exigencias en los relatos leninistas de la Revolución Rusa, a pesar de que la conferencia se asoció a la línea bolchevique. Trotsky, que describe los comités de fábrica como «la representación más directa e indudable del proletariado en todo el país», sólo trata ocasionalmente el tema en los tres volúmenes de su historia de la revolución. Sin embargo, tan importantes eran estos organismos espontáneos de autogobierno que Lenin, cuando desesperaba de obtener el control de los soviets en el verano de 1917, se preparó a lanzar la consigna de «todo el poder a los comités de fábrica» en lugar de «todo el poder a los soviets». Esta proclama hubiera catapultado a los bolcheviques hacia una posición por completo anarco-sindicalista, aunque es dudoso que la hubieran conservado por mucho tiempo.
Con la Revolución de Octubre, todos los comités de fábrica tomaron el control de las plantas productivas, expulsando a la burguesía y dominando por completo el funcionamiento industrial. Al aceptar el concepto del control obrero con su famoso decreto del 14 de noviembre de 1917, Lenin no hizo más que reconocer un hecho consumado. Los bolcheviques no se atrevieron a oponerse a los trabajadores en aquellos comienzos; prefirieron desgastar el poder de los comités de fábrica. En enero de 1918, dos meses escasos después de «decretar» el control obrero de la producción, Lenin comenzó a abogar por que la administración de las fábricas fuera encargada a los sindicatos. La historia de que los bolcheviques experimentaron «pacientemente» con el control obrero, encontrándolo en definitiva «caótico» o «ineficiente», es un mito. Su «paciencia» no duró más que unas pocas semanas, Lenin no sólo suprimió el control obrero directo en el término de unas semanas, a partir del decreto del 14 de noviembre, sino que hasta el control por los sindicatos tuvo vida corta. Hacia el verano de 1918, casi toda la industria rusa se regía por formas de administración burguesa. Como decía Lenin: «la revolución exige... precisamente en interés del socialismo, que las masas obedezcan sin objeciones las directivas únicas de los líderes del proceso productivo».[20] De aquí en adelante, se condena al control obrero de la producción no sólo por «ineficiente», «caótico» y «poco práctico» sino también por ¡«pequeño burgués»!
El comunista de izquierdas Osinsky censuró amargamente todos estos conceptos espurios, advirtiendo al partido que «el socialismo y la organización socialista serán edificados por el proletariado mismo, o no lo serán en absoluto; se estará edificando otra cosa; el capitalismo de Estado».[21] En «interés del socialismo», el Partido Bolchevique apartó al proletariado de todos los terrenos que había conquistado por su propio esfuerzo e iniciativa propia. El partido no coordinó la revolución, ni siquiera la dirigió; la dominó. Primero el control obrero, y luego el control sindical, fueron reemplazados por una elaborada jerarquía, tan monstruosa como cualquier estructura de los tiempos prerrevolucionarios. Como se vería en años posteriores, la profecía de Osinsky se había vuelto realidad.
El problema de «quién debe prevalecer» —los bolcheviques o las «masas» de Rusia— no se limitaba, en modo alguno, a las fábricas. Una turbulenta guerra campesina había rebasado al movimiento obrero. A pesar de lo que rezan los relatos leninistas oficiales, el alzamiento agrario no consistía en una mera redistribución de la tierra en parcelas privadas. En Ucrania, campesinos inspirados por las milicias anarquistas de Néstor Makhno y guiados por la máxima comunista de «tomar de cada uno de acuerdo a su capacidad; darle de acuerdo a sus necesidades» establecieron un sinnúmero de comunas rurales. Por todas partes, en el norte y en el Asia soviética, emergieron varios miles de estos organismos, en parte por iniciativa de la izquierda socialrevolucionaria y en gran medida como resultado de los tradicionales impulsos colectivistas que provenían de la aldea rusa, o mir. Poco importa que estas comunas fueran numerosas o que agruparan a grandes cantidades de campesinos; el hecho es que se trataba de auténticos organismos populares, núcleos de un espíritu moral y social que se alzaba muy por encima de los valores deshumanizados de la sociedad burguesa.
Los bolcheviques temieron a estos organismos desde el principio, y finalmente los condenaron. Para Lenin, la forma superior y más «socialista» de empresa agrícola estaba representada por la granja del Estado: una fábrica agraria en la cual tanto la tierra como el equipo de labranza eran de propiedad estatal, y el Estado nombraba administradores que contrataban campesinos según un régimen de jornales. En estas actitudes hacia el control obrero y las comunas agrícolas se advierte el espíritu y la mentalidad esencialmente burguesas de que estaba impregnado el Partido Bolchevique, que no sólo emanaban de sus teorías, sino también de su tipo de organización. En diciembre de 1918, Lenin se lanzó contra las comunas con el pretexto de que se «obligaba» a los campesinos a incorporarse a ellas. En realidad, poca o ninguna coacción se utilizaba para organizar estas formas comunitarias de autogobierno. Robert G. Wesson, que estudió en detalle las comunas soviéticas, concluye; «Quienes entraban a las comunas debían hacerlo, fundamentalmente, por su propia voluntad».[22] Las comunas no fueron suprimidas, pero se desalentó su crecimiento hasta que Stalin subsumió todo el movimiento en las medidas de colectivización forzosa de finales de la década del veinte y comienzos de la del treinta.
Hacia 1920, los bolcheviques se habían aislado de la clase obrera rusa y el campesinado. La eliminación del control obrero, la supresión de los makhnovistas, una atmósfera política restrictiva en el campo, una burocracia agigantada y la demoledora indigencia material heredada de los años de la guerra civil originaron una profunda hostilidad popular contra el gobierno bolchevique. Con el fin de la guerra, surgió de las profundidades de la sociedad rusa un movimiento por la «tercera revolución»: no para restaurar el pasado, como adujeron los bolcheviques, sino para realizar las mismas aspiraciones de libertad económica y política que habían alineado a las masas tras el programa bolchevique de 1917. El nuevo movimiento encontró su expresión más consciente en el proletariado de Petrogrado y entre los marineros de Kronstadt. También tuvo entusiastas dentro del partido: el crecimiento de las tendencias anticentralistas y anarco-sindicalistas entre los bolcheviques llegó a tal punto que un bloque de grupos opositores, de esta orientación, obtuvo 124 escaños en una conferencia provincial de Moscú, contra 154 para los partidarios del Comité Central.
El 2 de marzo de 1921, los «marineros rojos» de Kronstadt se alzaron en abierta rebelión, portaestandartes de una «Tercera Revolución de los Trabajadores». El programa de Kronstadt exigía elecciones libres para los soviets, libertad de prensa y de palabra para los partidos anarquistas y socialistas de izquierda, sindicatos libres, y la liberación de todos los prisioneros afiliados a partidos socialistas. Los bolcheviques inventaron las historias más desvergonzadas para explicar este alzamiento: en años posteriores se ha reconocido que no fueron más que mentiras. La revuelta fue descrita como un «complot de la Guardia Blanca», a pesar de que la gran mayoría de los miembros del Partido Comunista de Kronstadt se unió a los marineros —precisamente, como comunistas— denunciando a los jefes del partido como traidores a la Revolución de Octubre. Observa Vincent Daniels en su estudio de los movimientos de oposición bolchevique: «Tan poco se podía confiar en los comunistas ordinarios... que el gobierno no recurrió a ellos para el asalto de Kronstadt ni para mantener el orden en Petrogrado, donde los de Kronstadt abrigaban mayores esperanzas de encontrar apoyo. El cuerpo principal de tropas estaba integrado por Chekistas y cadetes del Ejército Rojo. El asalto final de Kronstadt fue dirigido por la alta oficialidad del Partido Comunista: un gran grupo de delegados del Décimo Congreso del Partido fue enviado precipitadamente desde Moscú, con este propósito».[23] El régimen sufría una debilidad interna tan acusada que la élite tenía que realizar su propio trabajo sucio.
Aún más significativo que la revuelta de Kronstadt fue el movimiento huelguístico de los obreros de Petrogrado. Los historiadores leninistas omiten este hecho de importancia crítica. Las primeras huelgas estallaron en la fábrica Troutbotchny, el 23 de febrero de 1921. En cuestión de días, el movimiento pasó de una fábrica a otra, hasta que el 28 de febrero se declaró el paro en las famosas obras de Putilov. No sólo se formulaban reivindicaciones económicas; los obreros alzaron banderas definidamente políticas, anticipándose a todas las exigencias que, pocos días después, proclamarían los marineros de Kronstadt. El 24 de febrero, los bolcheviques decretaron el «estado de sitio» en Petrogrado, arrestando a los líderes de la huelga y reprimiendo las demostraciones obreras con cadetes de la oficialidad. El hecho es que los bolcheviques no sólo aplastaron un «motín de marineros»; reprimieron a la propia clase obrera. Fue en este punto cuando Lenin exigió la supresión de las tendencias internas en el Partido Comunista Ruso. La centralización del partido era completa: estaba despejado el camino de Stalin.
Hemos examinado minuciosamente estos acontecimientos porque nos llevan a una conclusión soslayada por la última camada de marxistas-leninistas: el Partido Bolchevique alcanzó su máximo grado de centralización en tiempos de Lenin, no para realizar la revolución ni para suprimir la contrarrevolución de la Guardia Blanca, sino para llevar a cabo su propia contrarrevolución, oponiéndose a las fuerzas sociales que afirmaba estar representando. Se prohibieron las tendencias internas, se creó un partido monolítico, no para evitar una «restauración capitalista» sino para contener un movimiento de masas obreras por la democracia soviética y la libertad social. El Lenin de 1921 se volvía contra el de 1917.
De aquí en adelante, Lenin, que, por encima de todas las cosas había luchado por inscribir los problemas de su partido en el contexto de las contradicciones sociales, se encontró jugando a las maniobras organizativas en un postrero intento de detener la burocratización que él mismo había desencadenado. No hay nada más patético y trágico que los últimos años de Lenin. Paralizado por un cuerpo simplista de fórmulas marxistas, no logra idear mejores contramedidas que las de tipo organizativo. Propone la formación de la Inspección Obrera y Campesina para corregir deformaciones burocráticas en el partido y el Estado, pero el nuevo organismo cae en manos de Stalin, tomando formas altamente burocráticas. Lenin sugiere, entonces, que se reduzca el tamaño de la Inspección Obrera y Campesina, integrándosela a la Comisión de control. Aboga por la ampliación del Comité Central. Y en fin: este cuerpo debe ampliarse, aquél debe integrarse con otro, un tercero debe ser modificado o suprimido. El curioso ballet de las formas organizativas continúa, hasta su propia muerte, como si el problema pudiera resolverse por medios organizativos. Como admite Moisés Levin, notorio admirador de Lenin, el líder bolchevique «encaraba los problemas de gobierno más bien como un jefe ejecutivo, con un criterio estrictamente elitista. No aplicaba al gobierno sus métodos, métodos de análisis social; se contentaba con una consideración en términos de pura metodología organizativa».[24]
Si es cierto que, en las revoluciones burguesas, las «frases se anteponían al contenido», en la revolución bolchevique las formas sustituyeron al contenido. Los soviets reemplazaron a los obreros y sus comités de fábrica, el partido a los soviets, el Comité Central al Partido, y el Buró Político al Comité Central. En otras palabras, los medios reemplazaron a los fines. Esta increíble sustitución de forma por contenido es uno de los rasgos más característicos del marxismo-leninismo, En Francia, durante los acontecimientos de mayo y junio de 1968, todas las organizaciones bolcheviques estaban preparadas para destruir la asamblea estudiantil de la Sorbona, con tal de aumentar su influencia y caudal de afiliados. Su preocupación principal no era la revolución, sino las auténticas formas sociales creadas por los estudiantes, sino el crecimiento de sus respectivos partidos.
Sólo una fuerza social pudo haber detenido el crecimiento de la burocracia en Rusia. Si el proletariado y el campesinado ruso hubieran logrado ampliar el alcance del autogobierno a través del desarrollo de comités de fábrica viables, comunas rurales y soviets libres eficientes, la historia del país habría tomado un curso espectacularmente diferente. No puede discutirse que el fracaso de las revoluciones socialistas en Europa, después de la Primera Guerra Mundial, condujo al aislamiento de la revolución rusa. La indigencia material de Rusia, sumada a la presión del mundo capitalista que la rodeaba, conspiró claramente contra el desarrollo de una sociedad socialista o coherentemente libertaria. Pero de ningún modo era inevitable que Rusia se desarrollara según las pautas del capitalismo de Estado; a pesar de las previsiones iniciales de Lenin y Trotsky, la revolución fue derrotada por fuerzas internas y no por ejércitos invasores. Si un movimiento desde abajo hubiera restaurado las conquistas originales de la revolución de 1917, se habría desarrollado una estructura social multifacética, basada en el control obrero de la industria, en una economía campesina de desarrollo libre para el agro y en un libre juego de ideas, programas y movimientos políticos. Rusia no habría sido aprisionada, en lo más mínimo, por cadenas totalitarias, ni el stalinismo habría envenenado el movimiento revolucionario mundial, preparando el camino para el fascismo y la Segunda Guerra Mundial.
La evolución del Partido Bolchevique, sin embargo, impidió todos estos fenómenos, a pesar de las «buenas intenciones» de Lenin y Trotsky. Al destruir el poder de los comités de fábrica en la industria y aplastar a los makhnovistas, los obreros de Petrogrado y los marineros de Kronstadt, los bolcheviques garantizaron el triunfo de la burocracia rusa sobre la sociedad rusa. El partido centralizado —institución burguesa, si las hay— se convirtió en un reducto de la más siniestra contrarrevolución. Ésta era la contrarrevolución encubierta, escudada tras la bandera roja y la terminología de Marx. En última instancia, lo que los bolcheviques suprimieron en 1921 no era una «ideología» ni una «conspiración de guardias blancos» sino una lucha elemental del pueblo ruso por liberarse de toda sujeción y asumir el control de su propio destino.[25] A Rusia, esto le valió la pesadilla de la dictadura stalinista; para la generación de los años treinta significó el horror del fascismo y la traición de los partidos comunistas en Europa y los Estados Unidos.
Las dos tradiciones
Pecaríamos de increíble ingenuidad si supusiéramos que el leninismo fue el producto de un solo hombre. La enfermedad cala mucho más hondo, no sólo en las limitaciones de la teoría marxista sino también en las del momento social que produjo al marxismo. Si esto no se comprende con claridad, seguiremos tan ciegos a la dialéctica de los acontecimientos actuales como lo estuvieron Marx, Engels, Lenin y Trotsky en su momento. Y esta ceguera sería en nosotros mucho más reprobable, porque contamos con una riqueza de experiencia de la que carecían estos hombres cuando desarrollaron sus teorías.
Karl Marx y Friedrich Engels eran centralistas: no sólo políticamente, sino también en lo social y económico. Jamás lo negaron, y sus escritos rebosan de radiantes elogios a la centralización política, económica y organizativa. Ya en marzo de 1850, en su famoso «Informe del Comité Central de la Liga Comunista», formularon una llamada a los obreros para que lucharan no sólo por «una república alemana única e indivisible, sino también, dentro de ella, por la más decidida centralización del poder en manos de la autoridad estatal». Para que la recomendación no fuera tomada a la ligera, se la reiteró continuamente en el mismo párrafo, que concluye así: «Como en Francia en 1793, también hoy en Alemania es tarea del auténtico partido revolucionario la instauración de una centralización estricta».
El mismo tema reaparece continuamente en años posteriores. Al estallar la guerra franco-prusiana, por ejemplo, Marx escribe a Engels: «Los franceses necesitan un correctivo. De vencer los prusianos, la centralización del poder estatal resultará útil a la centralización de la clase obrera alemana».[26]
Sin embargo, Marx y Engels no fueron centralistas porque los sedujeran las virtudes del centralismo per se. Muy al contrario: marxismo y anarquismo han coincidido siempre en que una sociedad liberada, comunista, implica una descentralización profunda, la disolución de la burocracia, la abolición del Estado y la desintegración de las grandes ciudades. «La abolición de la antítesis entre ciudad y campo no es sólo posible —apunta Engels en el Anti-Dühring— sino que se ha convertido en una necesidad directa... sólo la fusión de ciudad y campo pondrá fin al actual envenenamiento del aire, el agua y la tierra...» Para Engels, esto supone una «distribución uniforme de la población sobre todo el país»[27] en otras palabras, la descentralización física de las ciudades.
Los orígenes del centralismo marxista radican en los problemas planteados por la formación del Estado nacional. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo diecinueve, Alemania e Italia estaban divididas en multitud de ducados, principados y reinos independientes. La consolidación de estas unidades geográficas en naciones unificadas, creían Marx y Engels, era un sine qua non del desarrollo de la industria moderna y el capitalismo. Su elogio del centralismo no se inspiraba, pues, en una mística centralista, sino que se basaba en los acontecimientos del período en que vivían: el desarrollo de la tecnología y el comercio, de una clase obrera unificada, y del Estado nacional. En este aspecto les preocupaba la emergencia del capitalismo, las tareas de la revolución burguesa en una era de inevitable escasez material. El concepto marxiano de «revolución proletaria», por otra parte, es marcadamente distinto. Marx saluda con entusiasmo a la Comuna de París como «modelo para todos los centros industriales de Francia». «Este régimen —escribe— una vez establecido en París y en los centros secundarios, obligará al viejo gobierno centralizado de las provincias a dar paso, también, al autogobierno de los productores». (La bastardilla es mía.) Indudablemente, la unidad nacional no se disolvería, y durante la transición hacia el comunismo existiría un gobierno central, aunque con funciones limitadas.
No intento abrumar al lector con citas de Marx y Engels, sino subrayar que los conceptos fundamentales del marxismo —que hoy son aceptados sin el menor sentido crítico— eran en realidad el producto de una etapa que ha sido largamente superada por el desarrollo capitalista en los Estados Unidos y Europa occidental. Marx no sólo trató los problemas de la «revolución proletaria» sino también los de la revolución burguesa, particularmente en Alemania, España, Italia y Europa oriental. Planteó la problemática de la transición del capitalismo al socialismo en los países capitalistas que apenas habían superado la tecnología del carbón y el acero, y la problemática del paso del feudalismo al capitalismo para los países que aún no habían trascendido el nivel de las artesanías y oficios. En una palabra, los estudios de Marx se referían específicamente a las precondiciones de la libertad (desarrollo tecnológico, unidad nacional, abundancia material) y no ya a las condiciones de la libertad: descentralización, formación de comunidades, democracia directa, redimensionamiento a escala humana. Sus teorías aún pertenecían a la esfera de la supervivencia, no a la esfera de la vida.
Comprendido esto, el legado teórico marxista se sitúa en una perspectiva adecuada, separando sus ricos aportes de sus planteamientos históricamente limitados e incluso paralizantes dentro del contexto actual. La dialéctica de Marx, sus muchas y muy valiosas observaciones englobadas en el materialismo histórico, su soberbia crítica de la mercancía, gran parte de sus teorías económicas, la teoría de la alienación, y sobre todo la noción de que la libertad tiene prerrequisitos materiales, son contribuciones perdurables al pensamiento revolucionario.
Al mismo tiempo, el énfasis que Marx puso en el proletariado industrial como «agente» del cambio revolucionario, su «análisis clasista» de la transición de la sociedad de clases, su concepto de la dictadura del proletariado, su tendencia centralista, su tesis sobre el desarrollo capitalista (que confunde el capitalismo de Estado con el socialismo) sus proyectos de acción política a través de partidos electorales, además de muchos conceptos menores asociados a todos éstos, son directamente falsos en el contexto de nuestro tiempo, y, como veremos, ya estaban descaminados en su propia época. Provienen de una visión limitada, o mejor dicho, de las limitaciones de una etapa histórica. Sólo tienen sentido si recordamos que Marx consideraba que el capitalismo era una etapa histórica progresiva, paso indispensable para el desarrollo del socialismo, y su aplicabilidad práctica se reduce estrictamente al momento en que Alemania afrontaba las tareas democrático-burguesas y la unificación nacional. (No quiero decir que este enfoque de Marx era correcto, sino que el enfoque tenía sentido dentro de su tiempo y lugar.)
Así como la Revolución Rusa contenía un movimiento subterráneo de las «masas» que chocaba con el bolchevismo, existe ahora un movimiento subterráneo histórico que se estrella contra todos los sistemas de autoridad. En la época actual, este movimiento ha recibido el nombre de «anarquismo», aunque nunca se constriñó a una ideología única o cuerpo de textos sagrados. El anarquismo es un movimiento libidinal de la humanidad contra la opresión en cualquiera de sus formas: sus orígenes se remontan a la misma emergencia de la apropiación, la dominación clasista y el Estado. De este período en adelante, los oprimidos han resistido a todas las formas que tienden a contener el desarrollo espontáneo del orden social. El anarquismo irrumpe en el trasfondo social durante todos los períodos de transición histórica. La declinación del mundo feudal coincidió con diversos movimientos de masas, en algunos casos de inspiración salvajemente dionisíaca, que exigían la abolición de todos los sistemas de autoridad, privilegio y opresión.
Los movimientos anárquicos del pasado fracasaron, básicamente, porque la escasez material, consecuencia del bajo nivel tecnológico, viciaba toda armonización orgánica de los intereses humanos. Toda sociedad que, en el plano material, no pudiera prometer más que una distribución equitativa de la miseria, engendraba invariablemente una profunda tendencia hacia la restauración del privilegio, reformulado según un nuevo sistema. A falla de una tecnología que pudiera reducir apreciablemente la jornada laboral, la necesidad de trabajar contaminaba las instituciones sociales basadas en el autogobierno. Los girondinos de la Revolución Francesa utilizaron la jornada laboral contra el París revolucionario. Para excluir a los elementos radicales de las secciones, trataron de imponer una legislación que establecía el fin de todas las asambleas para las diez de la noche, hora en que los trabajadores parisinos volvían de sus empleos. Pero las fases anárquicas de las revoluciones del pasado no abortaron sólo por culpa de las técnicas de manipulación y las traiciones de las «vanguardias», sino también a causa de sus propias limitaciones materiales. Las «masas» siempre se han visto obligadas a volver a sus trabajos de toda la vida, y rara vez pudieron establecer órganos de auto-gobierno que sobrevivieran luego de la revolución.
Sin embargo, los anarquistas como Bakunin y Kropotkin estaban en lo cierto cuando censuraban a Marx por su énfasis centralista y sus conceptos organizativos elitistas. ¿El centralismo era absolutamente necesario para el progreso tecnológico? ¿El Estado nacional era indispensable para la expansión del comercio? ¿La emergencia de grandes empresas económicas centralizadas fue beneficiosa para el movimiento obrero? Solemos aceptar sin crítica estas afirmaciones de Marx, en gran parte porque el capitalismo se desarrolló dentro de un contexto político centralizado. Los anarquistas del siglo pasado advirtieron que el enfoque centralista de Marx, en caso de afectar el curso de los acontecimientos históricos, reforzaría de tal modo a la burguesía y el aparato estatal que la abolición del capitalismo se vería seriamente dificultada. El partido revolucionario, al duplicar estas características centralizadas y jerárquicas, reproduciría la jerarquía y el centralismo en la sociedad revolucionaria.
Bakunin, Kropotkin y Malatesta no cometieron la ingenuidad de creer que el anarquismo podría establecerse de la noche a la mañana. Al atribuir este delirio a Bakunin, Marx y Engels distorsionaron deliberadamente los puntos de vista de los anarquistas rusos. Los anarquistas del siglo pasado tampoco creían que la abolición del Estado supondría un «cese del fuego» inmediatamente posterior a la revolución, para decirlo con los términos oscurantistas que escogió Marx, y que Lenin repitió con ligereza en Estado y Revolución. Además, mucho de lo que en Estado y Revolución pasa por «marxismo» es anarquismo puro: por ejemplo, la sustitución de las fuerzas armadas profesionales por milicias revolucionarias y la sustitución de los cuerpos parlamentarios por órganos de autogobierno. En el panfleto de Lenin, lo auténticamente marxista es su exigencia de un «centralismo estricto», la aceptación de una «nueva» burocracia y la identificación de los soviets con el Estado.
Los anarquistas del siglo pasado estaban profundamente preocupados por el problema de industrializar sin aplastar el espíritu revolucionario de las «masas» ni interponer nuevos obstáculos a su emancipación. Temían que la centralización robusteciera la capacidad de la burguesía para resistir a la revolución e inyectar un sentimiento de obediencia a los obreros. Intentaron rescatar todas las formas comunales precapitalistas (el mir ruso, el pueblo español, entre otros) que pudieran servir de referencia para una sociedad libre, no sólo en un sentido estructural sino también espiritual. Por esto proclamaron la necesidad de una descentralización, aún durante el capitalismo. Al contrario de los partidos marxistas, sus organizaciones prestaban especial atención a lo que llamaban «educación integral» —el desarrollo del hombre total— para contrarrestar la influencia banalizante de la sociedad burguesa. Los anarquistas trataban de vivir según los valores del futuro, en la medida en que esto era posible dentro del capitalismo. Confiaban en que la acción directa favorecería la iniciativa de las «masas», conservaría el espíritu creativo y alentaría la espontaneidad. Trataban de desarrollar organizaciones basadas en la ayuda mutua y la fraternidad, cuyo control se ejercería de abajo hacia arriba, y no al revés.
Hagamos una pausa, ahora, para examinar las organizaciones anarquistas con algún detalle. Este tema ha sido oscurecido por una sorprendente cantidad de infundios. Los anarquistas, o al menos los anarco-comunistas, aceptan que la organización es necesaria.[28] Esto es tan indiscutible como Marx aceptaba la necesidad de una revolución social.
Lo que está en discusión no es «organización o no», sino qué tipo de organización proponen los anarco-comunistas. La diferencia está en que los anarco-comunistas proponen el desarrollo orgánico desde abajo, en contraposición con la orquestación de cuerpos institucionales desde arriba. Se trata de movimientos sociales que, combinan un estilo de vida creativo y revolucionario con una teoría igualmente creativa y revolucionaria, y no ya de partidos políticos cuyo modo de vida es indistinguible del medio burgués que los rodea, y cuya ideología se reduce a «programas probados y aceptados». En la medida de lo humanamente posible, tratan, de reflejar a la sociedad liberada que constituye su aspiración, en lugar de esclavizarse en la imitación del sistema dominante de clases, jerarquías y autoridades. Se edifican en torno a grupos íntimos de hermanos y hermanas —grupos de afinidad— cuya capacidad de acción común se basa en la iniciativa, las convicciones libremente asumidas y un profundo compromiso personal, y no alrededor de un aparato burocrático integrado por afiliados dóciles y manipulado desde arriba por un puñado de líderes omniscientes.
Los anarco-comunistas no niegan la necesidad de una coordinación entre los grupos, a los efectos disciplinarios, o para un planteamiento meticuloso y cierta unidad de acción. Pero consideran que la coordinación, la disciplina, la planificación y la unidad de acción deben surgir voluntariamente, a través de una autodisciplina nutrida por la convicción y la comprensión, y no por la coacción ni por una obediencia ciega a las órdenes superiores. La eficacia que se supone privativa del centralismo, ellos se proponen obtenerla sin recurrir a una estructura jerárquica centralizada, En función de distintas necesidades o circunstancias, los grupos de afinidad pueden lograr eficacia por medio de asambleas, comités de acción y conferencias locales, regionales o nacionales. Pero se oponen enérgicamente al establecimiento de una estructura organizativa que pudiera convertirse en un fin en sí misma, de comités que se perpetúan después de que sus objetivos prácticos están agotados, de una «vanguardia» que haría del «revolucionario» un simple robot.
Estas conclusiones no son el resultado de impulsos «individualistas» y volátiles: muy por el contrario, emergen de un estudio preciso de las revoluciones del pasado, del impacto que los partidos centralizados han tenido sobre el proceso revolucionario y de la naturaleza del cambio social en una era de abundancia potencial. Los anarco-comunistas tratan de preservar y extender la fase anárquica que abre todas las grandes revoluciones sociales. Aún más que los marxistas, consideran que las revoluciones son el fruto de profundos procesos históricos. Ningún comité central «hace» una revolución; en el mejor de los casos puede orquestar un golpe de estado, cambiando una jerarquía por otra; en el peor, es capaz de detener un proceso revolucionario, si ejerce una influencia más o menos extensa. Todo comité central es un órgano para la toma del poder, para recrear el poder: se apropia de lo que las «masas» han obtenido con su propio esfuerzo revolucionario. Hay que estar ciego a todo lo ocurrido durante los dos últimos siglos para no reconocer estos hechos.
En el pasado, los marxistas han podido formular un planteamiento inteligible (aunque no por eso válido) sobre la necesidad de un partido centralizado, porque la fase anárquica de la revolución se agotaba al chocar contra la escasez material. Económicamente, las «masas» debían volver siempre a su esforzado trabajo de toda la vida. La revolución cesaba a las diez de la noche, al margen de las intenciones reaccionarias de la Gironda en 1793; el bajo nivel tecnológico la detenía. Hoy en día, esta excusa ha sido eliminada por el desarrollo de una tecnología de abundancia, especialmente en los EE.UU. y Europa occidental. Se ha llegado a un punto en que las «masas» pueden comenzar a expandir drásticamente el «reino de la libertad» en el sentido marxista, adquiriendo el tiempo libre que supone un ejercicio superior del autogobierno.
Lo que demostraron los acontecimientos de mayo-junio en Francia no es la necesidad de una conciencia mayor entre las «masas». París demostró que se necesita una organización que difunda sistemáticamente ideas: y no sólo ideas, sino ideas que promuevan el concepto de autogobierno. A las «masas» de Francia no les faltó un Lenin que las «organizara» o dirigiera, sino la convicción de que podrían haber gestionado las fábricas, en lugar de limitarse a ocuparlas. Es notable que ni un solo partido de tipo bolchevique haya alzado, en Francia, la bandera del autogobierno. Sólo los anarquistas y situacionistas plantearon esta reivindicación.
Existe la necesidad de una organización revolucionaria, pero su funciones deben estar siempre claras. Su primer objetivo es la propaganda: «explicar pacientemente», como decía Lenin. En una situación prerrevolucionaria, la organización revolucionaria presenta las exigencias más avanzadas: está en condiciones de formular, ante cada nuevo giro de los acontecimientos y en forma concreta, el objetivo inmediato en la línea del proceso revolucionario. Suministra los elementos más eficaces para la acción y la elaboración de decisiones en los órganos revolucionarios.
¿En qué difieren, entonces, los grupos anarco-comunistas del tipo bolchevique de partido? No, por cierto, en cuestiones como la necesidad de una organización, de cierto planteamiento, para la coordinación del esfuerzo, de la propaganda en todas sus formas o de un programa social. Fundamentalmente, difieren del partido bolchevique en su creencia de que los revolucionarios genuinos deben funcionar dentro del marco de las formas creadas por la revolución, y no dentro de las formas creadas por el partido. Esto significa que están comprometidos con los órganos de autogobierno revolucionario, y no con la «organización» revolucionaria; con formas sociales, no políticas. Los anarco-comunistas no intentan instalar una estructura estatal sobre estos órganos populares revolucionarios sino, por el contrario, disolver todas las formas organizativas del período prerrevolucionario (incluyendo a las suyas propias) en el seno de estos organismos genuinamente revolucionarios.
Las diferencias son fundamentales. A pesar de su retórica y sus slogans, los bolcheviques rusos jamás han creído en los soviets; los consideraban meros instrumentos del Partido Bolchevique, actitud que los trotskistas franceses imitaron fielmente en sus relaciones con la asamblea estudiantil de la Sorbona, así como los maoístas franceses con los sindicatos, y los grupos de la Vieja Izquierda con el movimiento americano Students for a Democratic Society (SDS). Hacia 1921, los soviets estaban prácticamente muertos; el Buró Político y el Comité Central del Partido Bolchevique tomaban todas las decisiones. Los anarco-comunistas no sólo se proponen evitar que los partidos marxistas vuelvan a hacer esto; también tratan de impedir que su propia organización llegue a jugar un papel similar. Por lo tanto, evitan cuidadosamente toda emergencia de elementos burocráticos, jerarquías o élites dentro del movimiento. No menos importante es su intento de rehacerse a sí mismos: erradican de sus propias personalidades todo rasgo autoritario o inclinación elitista de los que se asimilan desde la cuna en la sociedad jerárquica. El movimiento anarquista no sólo actúa en el plano de los estilos de vida en beneficio de su propia integridad, sino en función de la misma revolución.[29]
Ante las desconcertantes encrucijadas ideológicas de nuestro tiempo, hay una pregunta de fondo que debería estar siempre presente: ¿Para qué diablos estamos tratando de hacer una revolución? ¿Para recrear la jerarquía, agitando ante los ojos de la humanidad el sueño confuso de un futuro de libertad? ¿Para impulsar el desarrollo tecnológico, creando una abundancia de bienes aún mayor que la actual? ¿Para «igualar» a la burguesía? ¿Para llevar al poder al PL? ¿O al Partido Comunista? ¿O al Partido Socialista Obrero?[30] ¿Se trata de emancipar abstracciones como «El Proletariado», «El Pueblo», la «Historia», la «Sociedad»?
¿O se trata de disolver, finalmente, la jerarquía, la dominación de clases y la opresión: de que cada individuo tome el control de su vida cotidiana?
¿Se trata de hacer de cada momento una experiencia maravillosa, y de la vida de cada individuo una realización integral? Si el verdadero propósito de la revolución es instalar a los hombres de neanderthal del PL en el poder, no creo que merezca la pena. Es innecesario discutir el problema absurdo de si el desarrollo individual puede separarse de la evolución social y comunal; obviamente ambos van juntos. La base de un ser humano total es una sociedad integral; la base para un hombre libre es una sociedad libre.
Al margen de estas cuestiones, aún debemos responder a la pregunta que Marx se planteaba ya en 1850: ¿Cuándo comenzaremos a tomar nuestra poesía del futuro en lugar de robarla al pasado? Debemos dejar que los muertos entierren a sus muertos. El marxismo está muerto porque tiene sus raíces en una era de escasez, cuyas posibilidades estaban limitadas por la privación material. El mensaje social, más importante del marxismo consiste en que la libertad tiene ciertos prerrequisitos materiales: debemos sobrevivir, para vivir. Con el desarrollo de una tecnología que ni la ciencia-ficción más audaz pudo imaginar en tiempos de Marx, ha venido a plantearse ante nosotros la posibilidad de una sociedad post-escasez. Todas las instituciones de la sociedad de apropiación —dominación clasista, jerarquía, familia patriarcal, burocracia, ciudad, Estado— están agotadas. Hoy, la descentralización no es sólo deseable, como medio para restaurar una escala humana, sino también necesaria para recrear una ecología viable, salvando a la vida de los contaminantes destructivos y la erosión del suelo, preservando una atmósfera respirable y el equilibrio natural. La promoción de la espontaneidad es necesaria para que la revolución social ponga a cada individuo al timón de su propia vida cotidiana.
Las viejas formas de lucha no desaparecen totalmente a causa de la descomposición de la sociedad de clases, pero la problemática de la sociedad sin clases las va superando paulatinamente. No hay revolución social sin participación obrera, y por lo tanto los trabajadores deben contar con nuestra solidaridad activa en cada batalla que libren contra la explotación. Luchamos contra los crímenes sociales dondequiera que aparezcan; y la explotación industrial es un crimen. Pero también lo son el racismo, la violación del derecho a la autodeterminación, el imperialismo y la miseria; y lo mismo puede decirse, por otra parte, con respecto a la polución, la urbanización galopante, la perversa socialización de los jóvenes y la represión sexual. En cuanto al problema de ganar a la clase obrera para la revolución, debemos tener presente que el desarrollo del proletariado es una precondición para la existencia de la propia burguesía. El capitalismo, como sistema social, presupone la existencia de ambas clases, y se perpetúa gracias al desarrollo de ambas. En la medida en que alentemos el desclasamiento de las clases no burguesas —al menos en un sentido institucional, psicológico y cultural— estaremos combatiendo las premisas de la dominación clasista.
Por primera vez en la historia, la fase anárquica que saludó el principio de todas las grandes revoluciones del pasado puede ser preservada como condición permanente, gracias a la avanzada tecnología de nuestro tiempo. Las instituciones anarquistas de dicha fase —asambleas, comités de fábricas, comités de acción— pueden estabilizarse como elementos de una sociedad liberada, como factores de un nuevo sistema de autogobierno. ¿Construiremos un movimiento capaz de defenderlas? ¿Crearemos una organización de grupos de afinidad capaz de disolverse en el seno de estas instituciones revolucionarias? ¿O edificaremos un partido burocrático, centralizado, jerarquizado, que intentará dominarlas, suplantarlas y finalmente destruirlas?
Escucha, marxista: la organización que intentamos construir es el tipo de sociedad que creará nuestra revolución. Si no sepultamos al pasado —en nosotros mismos, así como dentro de nuestros grupos— no tendremos nada que ganar en el futuro.
Sobre los grupos de afinidad
La expresión inglesa «affinity group» es la traducción de grupo de afinidad,[31] nombre que designaba en España a la célula básica de la Federación Anarquista Ibérica, reducto de los militantes más idealistas de la CNT, la inmensa central anarco-sindicalista. No creo conveniente ni posible imitar los métodos y organizaciones de la FAI. Los anarquistas españoles de los años treinta afrontaban problemas totalmente diferentes a los que actualmente encaran los anarquistas norteamericanos. El grupo de afinidad, en tanto que organismo, posee sin embargo algunas características aplicables a cualquier situación social: las reconocemos en las formas adoptadas intuitivamente por los radicales americanos, bajo el nombre de «comunas», «familias» y «colectivos».
El grupo de afinidad podría definirse como un nuevo tipo de familia ampliada, en la cual los lazos de parentesco son reemplazados por relaciones humanas profundamente empáticas, que se nutren de unas ideas y una práctica revolucionaria comunes. Mucho antes de que el término «tribu» conociera su actual popularidad en la contracultura americana, los anarquistas españoles se referían a sus congresos como asambleas de las tribus. Deliberadamente, cada grupo de afinidad conservaba sus reducidas dimensiones, para asegurar la máxima intimidad posible entre sus miembros. Directamente democrático, comunal y autónomo, el grupo combinaba la teoría revolucionaria con un estilo revolucionario de vida cotidiana. Creaba un espacio libre donde los revolucionarios podían reconstruirse a sí mismos, como individuos y como seres sociales.
Los grupos de afinidad tenían la función de actuar como catalizadores en el contexto del movimiento popular, pero no se consideraban su «vanguardia»; proveían iniciativa y conciencia, no un «equipo dirigente» ni una «jefatura». Por sus características, el grupo de afinidad tiende a actuar en una forma molecular. La coordinación de esfuerzos o su eventual separación depende de las situaciones que se van presentando, no de las órdenes burocráticas de un lejano centro de comando. En casos de represión política, los grupos de afinidad resultan altamente refractarios a la infiltración policial. Dadas unas íntimas relaciones entre los participantes, los grupos suelen ser difíciles de penetrar y, cuando la infiltración se produce, no existe ningún aparato central que pueda revelar al infiltrado la estructura de todo el movimiento. En las condiciones más severas, los grupos siguen manteniendo contacto entre sí, por medio de sus periódicos y publicaciones.
Por otro lado, durante períodos de actividad intensa, nada impide a los grupos de afinidad trabajar en estrecha unión, en la exacta medida en que así lo requiera la situación específica. Pueden federarse con toda facilidad, a través de asambleas locales, regionales o nacionales, para formular una política común; pueden, también, crear comités de acción temporales (como los estudiantes y obreros franceses de 1968) coordinando tareas específicas. Pero, ante todo, los grupos de afinidad están arraigados en el movimiento popular. Deben fidelidad a las formas sociales creadas por el pueblo revolucionario, y no a una burocracia impersonal. Debido a su autonomía y localismo, los grupos conservan siempre una marcada sensibilidad a toda posibilidad nueva. Intensamente experimentales y con muy variados estilos de vida, se estimulan mutuamente, y estimulan al movimiento popular. Cada grupo trata de obtener los recursos necesarios para funcionar esencialmente por sus propios medios. Cada grupo elabora su propio cuerpo global de conocimiento y experiencia, con el objeto de superar las limitaciones sociales y psicológicas que la sociedad burguesa impone al desarrollo individual. Cada grupo, como núcleo de conciencia y experiencia, trata de impulsar el movimiento revolucionario del pueblo hasta el punto en que, finalmente, el grupo mismo pueda desaparecer, en el seno de las formas sociales orgánicas creadas por la revolución.
[1] El autor se refiere a organizaciones de la nueva izquierda de USA. La sigla SDS corresponde a la radical «Students for Democratic Society». (N. del T.)
[2] Importante central obrera norteamericana. (N. del T.)
[3] Karl Marx, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, Ariel, Barcelona.
[4] Cuando escribí estas líneas, el Progressive Labor Party ejercía gran influencia sobre la SDS. Aunque el PLP ha perdido casi toda aquella influencia en el movimiento estudiantil, su organización sigue constituyendo un buen ejemplo de la mentalidad y valores de la Vieja Izquierda. No he modificado estas referencias porque son válidas para casi todos los grupos marxistas-leninistas.
[5] Dodge Revolutionary Union Movement, DRUM, parte integrante de la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios, con epicentro en Detroit.
[6] Juego de palabras basado en dos lunfardismos. Podría traducirse por (si Marcuse es)... una política o un poli... (N. del T.)
[7] El marxismo es, ante todo, una teoría de la praxis, o para ubicar esta relación en su perspectiva correcta, una praxis de la teoría. Este es el verdadero significado de la transformación marxiana de la dialéctica, a la que desplazó de la dimensión subjetiva (donde los Jóvenes Hegelianos aún trataban de confinar la concepción de Hegel) a la objetividad, de la crítica filosófica a la acción social. Cuando la teoría se divorcia de la práctica, no es que se mate al marxismo, sino que este se suicida. Aquí reside su aspecto más noble y admirable. Los esfuerzos de los cretinos que se sirven de Marx para mantener vivo el sistema con remiendos y reformas son insultos que degradaban el nombre de Marx con un «academicismo» a la Maurice Dobh y George Novack, deformando y contaminando todo lo que Marx sostenía.
[8] En realidad, los marxistas hablan muy poco, hoy día, de la «crisis crónica (económica) del capitalismo», a pesar de que este concepto constituye el punto focal de la teoría económica de Marx.
[9] Por razones de carácter ecológico, podemos aceptar no el concepto de «dominación de la naturaleza por el hombre» en el sentido simplista que tenía para Marx hace un siglo. Este problema se analiza en «Ecología y pensamiento revolucionario».
[10] Los marxistas que hablan del «poder económico» del proletariado no hacen más que repetir la posición de los anarco-sindicalistas, a quienes Marx censuraba amargamente. A Marx no le interesaba el «poder económico» del proletariado sino su poder político, notoriamente a causa de su predicción de que se convertiría en parte mayoritaria de la población. Estaba convencido de que los trabajadores industriales serían empujados a la revolución, en principio, por la desposesión material a que los reduciría la tendencia acumulativa del capitalismo; organizados por las fábricas y disciplinados por la rutina industrial, podrían constituir sindicatos y sobre todo, partidos políticos, que en algunos países se verían precisados a usar métodos insurreccionales y en otros (Inglaterra, Estados Unidos; luego Engels agregó Francia), podrían llegar al poder por la vía electoral, decretando y legislando la instauración del socialismo. Gracias a la deshonestidad de muchos marxistas para con su Marx y su Engels, algunas importantes observaciones han quedado sin traducir; otras fueron burdamente distorsionadas.
[11] Este lugar es tan bueno como cualquier otro para desechar la noción de que «proletario» es todo aquel que no puede vender otra cosa que su fuerza de trabajo. Es cierto que Marx definió al proletariado en estos términos, pero también elaboró una dialéctica histórica del desarrollo de la clase. El proletariado surgió de una clase desposeída y explotada, alcanzando su expresión más avanzada en el obrero industrial, que correspondía a la forma más avanzada del capital. En los últimos años de su vida, Marx exteriorizó cierto desprecio por los trabajadores de París, ocupados fundamentalmente en la producción de bienes de lujo, refiriéndose a «nuestros obreros alemanes» —los más robotizados de Europa— como proletariado «moderno» del mundo.
[12] Trasladar la teoría marxiana de la pauperización a términos internacionales, y no ya nacionales (como lo planteaba Marx) es un subterfugio. En primer lugar, esta triquiñuela teórica intenta esquivar la pregunta de por qué la pauperización no ha ocurrido dentro de las plazas fuertes industriales del capitalismo, las únicas áreas en que se da un punto de partida tecnológicamente adecuado para una sociedad sin clases. Si depositamos nuestras esperanzas en el mundo colonial como «proletariado», estaremos tentando al genocidio. América y su nuevo aliado, Rusia, poseen todos los medios técnicos para bombardear al mundo subdesarrollado hasta someterlo. Acecha en el horizonte una amenaza real: la transformación de los Estados Unidos en un imperio nazi. Es disparatado afirmar que este país es «un tigre de papel». Es un tigre termonuclear, y la clase dirigente norteamericana, desprovista como está de frenos culturales, es capaz de actos aún más salvajes que los de Alemania, si se convierte en una potencia auténticamente fascista.
[13] Consciente de esto, Lenin describía al «socialismo» como «un monopolio capitalista estatal que opera en beneficio de todo el pueblo» [V. I. Lenin, The Threatening Catastrophe and How todo Fight It, The Little Lenin Library, vol. II (International Publishers, Nueva York, 1932), pág. 37]. Si uno atiende a sus implicaciones, esta afirmación resulta por demás extraordinaria y contradictoria.
[14] En este aspecto, el obrero comienza a aproximarse a los tipos humanos de transición social, que siempre han sido más revolucionarios de la historia. En general, el «proletariado» ha sido más revolucionario en los períodos de transición cuando menos «proletarizado» estaba, psíquicamente, por el sistema industrial. Los grandes focos de las revoluciones obreras clásicas fueron Petrogrado y Barcelona, donde los trabajadores habían sido virtualmente arrancados del medio campesino, y París, donde aún desempeñaban oficios artesanales o provenían directamente del medio artesanal. Al hallar grandes dificultades para adaptarse a la dominación industrial, estos trabajadores se convirtieron en una continua fuente de conflictos sociales y revolucionarios. La clase obrera estable y hereditaria, en cambio, resultó sorprendentemente no-revolucionaria. Aún en el caso del proletariado alemán —que Marx y Engels calificaron de «clase obrera modelo» europea— la mayoría no apoyó a los espartaquistas en 1919. Enviaron una gran mayoría de socialdemócratas oficiales al Congreso de Comités Obreros, y al Reichstag en años posteriores, alineándose tras el Partido Social Demócrata hasta 1933.
[15] Este estilo de vida revolucionario puede desarrollarse tanto en las fábricas como en las calles, en las escuelas y barriadas, en los suburbios, el East-Side o la Bahía de San Francisco. Su esencia es el desafío, que erosiona las costumbres, instituciones y fetiches.
[16] Este es un hecho que Trotsky jamás comprendió, por no desarrollar hasta sus últimas consecuencias su propio concepto de «desarrollo combinado». Trotsky estimó correctamente que la Rusia de los zares, rezagada en el desarrollo burgués europeo, elaboraría aceleradamente las etapas más avanzadas del capitalismo industrial, sin reconstruir el proceso desde el principio. Hipnotizado por la ecuación «propiedad nacionalizada = socialismo». Trotsky no comprendió que el capitalismo monopolista tendía a amalgamarse con el Estado, y que lo que se instauraba en Rusia era esta nueva forma del capitalismo. Eliminadas las estructuras burguesas tradicionales, el stalinismo preparó un «puro» capitalismo de Estado, una contrarrevolución que reconstruyó las formas mercantiles en un nivel industrial superior. El Estado se convirtió en clase dominante.
[17] Citado por Leon Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa, Zero, 1973.
[18] El movimiento 22 de Marzo funcionó como agente catalizador y no como vanguardia. No ordenó: instigó, permitiendo el libre juego de los acontecimientos, indispensable a la dialéctica del alzamiento; por esto los estudiantes actuaron en el momento adecuado. Sin él, no hubieran existido las barricadas del 10 de mayo, que desencadenaron la huelga general obrera.
[19] Ver «Las formas de la libertad».
[20] V. I. Lenin, «Las tareas inmediatas del Gobierno Soviético». En este áspero articulo, Lenin abandona por completo su perspectiva libertaria de Estado y Revolución, subrayando la necesidad de «disciplina» y propugnando el sistema de Taylor, que antes de la revolución condenara porque hacía del hombre un esclavo de la máquina.
[21] V. V. Osinsky, «On the Building oficina Socialism», citado por R. V. Daniels, The Conscience of the Revolution (Harvard University Press; Cambridge, 1960), págs. 85-86.
[22] Robert G. Wesson, Soviet Communes (Rutgers University Press; New Brumswich; N.J., 1963), pág. 145.
[23] R. V. Daniels, op cit., pág. 145.
[24] Mosche Lewin, Lenin's Last Struggle (Pantheon, Nueva York, 1968) página 122.
[25] Describiendo este movimiento elemental de los trabajadores rusos como «complot del capital internacional», «resitencia kulak» o «conspiración de la Guardia Blanca», los bolcheviques descendieron a un nivel teórico paupérrimo, sin engañar a nadie salvo a sí mismos. La erosión espiritual dentro del partido allanó el camino para la política de policía secreta y asesinato de la personalidad, conduciendo finalmente a la aniquilación de los cuadros bolcheviques. Esta odiosa mentalidad policial campea, por ejemplo, en cualquier edición de la revista Progressive Labor, para quien Marcuse es un agente de la CIA y todo adversario un «anti-obrero».
[26] Marx-Engels, Selected Correspondence (International Publishers; Nueva York, 1942), pág. 212.
[27] Friedrick Engels, Anti-Düring, Ciencia Nueva, 1968.
[28] El término «anarquista» es de carácter genérico, como «socialista», y probablemente existen tantos tipos de anarquismo como de socialismo. En ambos casos, el espectro abarca desde las formas extras del liberalismo (los «anarquistas individualistas» por un lado, los social-demócratas por el otro) hasta los comunistas revolucionarios: anarco-comunistas por un lado y revolucionarios marxistas, leninistas y trotskistas por el otro.
[29] Cabe señalar que este es el sentido del dadaísmo anarquista, la excentricidad anárquica que tanta consternación produce en la gente del PLP. Esta excentricidad anarquista se propone despedazar los valores heredados de la sociedad jerárquica, hacen estallar las rigideces instauradas por el proceso de socialización burguesa. En pocas palabras, se trata de un intento de ruptura del súper yo, que tiene un efecto paralizante sobre la espontaneidad, la imaginación y la sensibilidad, y de restaurar el sentido del deseo, de lo maravilloso, de lo posible, de la revolución como festival jubiloso y liberador.
[30] Progressive Labor Party (PLP, también PL) y Socialist Workers Party (Partido Socialista Obrero en esta traducción) son grupúsculos de la izquierda norteamericana. (N. del T.)
[31] En español en el original. (N. del T.)