Albert Libertad
Última bondad
El sol lanzaba intensivos rayos sobre el paisaje. Monótonos cultivos se extendían a lo lejos, sin sombra alguna, sin ningún refugio, campos de trigo de ondulante cima dorada, remolachas de largas hojas de un verde violento. Como una blanca tira, la carretera discurría en su centro, recorrida de tiempo en tiempo por algunos peatones fatigados y por algunas alborozadas pandillas que se dirigían a la fiesta de algún pueblo del lugar.
Como el centro de un círculo cuya circunferencia se formaba a lo lejos, bien lejos, muy imprecisa, la granja ponía una nota de grisura en el horizonte.
Toda la vida que ordinariamente la hacía agitarse, tal una colmena en un día de verano, parecía extinta. Se oía solamente, por instantes, un lento mugido o el ladrido de un perro gruñendo en sueños.
Era día de descanso, la granja estaba desierta. Era día de asamblea en la villa vecina: la juventud colmaba los bailes y, en los albergues, padres y madres recordaban proezas de tiempos pasados.
Nadie... Y sin embargo... Sí. En el umbral de la granja, en el que se exhibe la casa de los amos al borde de la carretera, hay una mujer, una joven soñadora. Sus ojos parecen dirigirse a un más allá que los ilumina, su figura resplandece con una belleza victoriosa, como a la vista de un cuadro mágico, asentando allá arriba, sobre las nubes. Es Jeanne, la muchacha de la granja; se ha quedado sola en la casa, de la que, de buen grado, acepta ser la guardesa.
Sus veinte años aman la soledad; sus veinte años no ríen en las fiestas del pueblo, y los muchachos de las granjas y los jóvenes de los castillos mariposean en vano a su alrededor.
Así que fantasea. Vuelve a ver todo su pasado. Jean la ama, le ha robado el corazón; para su gusto, el mejor en ese grupo de anarquistas al que sus deseos de libertad la habían arrojado, a ella, la hija de un comunero. Vuelve a ver toda la lucha para desembarazarse del mal ambiente, de los pensamientos, de los prejuicios que intentan aplastarla; para desembarazarse incluso de la estrecha moral de un padre que soñaba con una libertad castrada.
Vuelve a ver la libre alianza con el elegido bajo los gritos de la compacta jauría del barrio, antes predicadora de razones de interés que de razones de amor; también la nefasta conscripción, que puso el ojo en su enamorado; y la huida de este hacia la frontera, con el fin de evitar la sangrienta afrenta de la librea y levantar el fusil contra otros sufrientes. Finalmente, la salida de aquel feo París, en el que no era más que la mujer del insumiso, del sin patria.
Su llegada, tras una larga marcha, a esta granja, en la que, recia muchacha, se había entregado a la dura labor de la tierra; su aceptación en este mundo de campesinos, sometido a su valentía ante el esfuerzo, tan dulce con todos que ya no era la Parisina, como en los primeros días, sino la muchacha de la casa, respetada e incluso temida porque parecía saberlo todo, por las grandes y extrañas ideas que planteaba.
Por encima de todo, veía la Idea al fin concretada, ganada para la humanidad, la era de la justicia por fin vivida. Mas, al extraviarse sus ojos por la gran carretera, fue de pronto devuelta a la triste realidad, a la mala cada, ama de sus horas presentes. Un hombre en harapos avanzaba penosamente, las alforjas cotidianas arqueaban su espalda y arrastraba dolorosamente una pierna.
Se aproximaba en línea recta hacia la granja, pero con paso inseguro; la mano derecha sujetaba nerviosamente un bastón, en previsión de los perros, sirvientes bien disciplinados, que aúllan al paso de los pobres.
Jeanne lo miraba acercarse; pensaba en aquel otro, sin duda igual de desgraciado, en su exilio en países lejanos. Tierno afecto le despertaba aquel miserable, al margen de las normas de las personas demasiado decentes.
Y cuando estuvo cerca, antes de que su voz algo quejumbrosa le hubiese espetado el tradicional: «un vaso de agua, por favor», ya se había ella apartado, dejando libre el vano de la puerta e invitándolo a pasar con un gesto tierno y amplio.
Se arrojó, más que sentarse, sobre el asiento que ella le ofreció y sus ojos, que reflejaban un asombrado arrobo ante tan hospitalario recibimiento, se pasearon por aquella tranquila estancia.
La mirada de Jeanne había recorrido desde la cabeza polvorienta del hombre hasta sus pies ensangrentados y, alerta y despierta, había puesto junto a él lo necesario para las abluciones. Él se lo había agradecido con un gesto, al no encontrar palabras con las que expresarle las impresiones extrañamente tiernas que sentía.
Sus pobres pies doloridos reposaban en el agua fresca y su rostro, liberado del polvo de los caminos, le daba un aspecto menos triste y ya tenía a su alcance un mantel, extendido en un rincón de la mesa familiar, recubierto con una colación.
Tenía el pan moreno a su alcance, el jamón redondeaba su panza y, muy cerca, una botella empañada invitaba a la sed. Bebió, comió sin parar, feliz solo por la hora presente. Luego, cuando hubo satisfecho sus necesidades, sintió un extraño deseo de conversar, de contar lo que era. Jeanne le hizo sentirse a gusto de inmediato, y entonces lo dijo todo, feliz al fin por no tener que mentir.
Tenía treinta años; por algunas fruslerías, ya soldado, lo habían condenado a trabajos públicos; de vuelta a su país, sin oficio, con aquel pasado oneroso que le cerraba las puertas, se convirtió en un paria, robaba, cogía todo lo que podía para sobrevivir: la justicia lo declaró apto para la prisión.
Desde entonces vagabundea por los caminos, sin hogar ni lugar, viviendo de las limosnas, de los unos y de los otros, de pollos degollados detrás de algún seto, de fruta afanada en cualquier cercado. Como dejase de hablar y adoptase un aire soñador, ella le ofreció el albergue de las caballerizas para descansar sus miembros agotados. Él aceptó con alegría. La paja fresca tenía un aspecto tentador, y él se echó mientras ella estaba todavía allí.
Entonces en sus ojos pudo leerse un deseo nuevo, fuerte, dominante en aquel instante, pero su boca se mantuvo cerrada, incapaz su espíritu de formularlo.
Jeanne comprendió, tuvo un breve momento de vacilación, pensando sin duda en el otro distante, en el exilio. Un auténtico combate, rápido pero terrible, se libró dentro de ella. Los viejos prejuicios, que se despertaban en aquel momento, en lucha con las nuevas ideas, de suprema belleza. Allí, junto a ella, los ojos se llenaban de deseos...
Y, lentamente, se inclinó, su hermoso cuerpo se amoldó a la litera, sus pechos, resplandecientes de belleza y quebrando su envoltorio, eclosionaron ante los ojos maravillados y victorioso del pobre diablo...
La granja estaba a punto de desaparecer a la vuelta del camino; el hombre la miró una última vez, largamente, como si hubiese deseado grabar dentro de sí los rasgos de aquel oasis tan dulce en el árido desierto de la vida.
En el umbral de la puerta, mientras él desparecía, ella pensó en Jean, el elegido de su amor. Se sintió más grande, más digna de él; comprendió que él la quería así: libre de todos los prejuicios, supremamente fuerte ante los poderosos y los amos, supremamente tierna con los rebeldes, con los parias.
Como su pensamiento la llevase de nuevo más allá de las nubes, deseó que su bienamado encontrase en el camino la misma belleza, la misma bondad, y permaneció deliciosamente soñadora.