Luigi Fabbri
Influencias burguesas sobre el anarquismo
La literatura violenta en el anarquismo
Influencias burguesas sobre el anarquismo
La literatura violenta en el anarquismo
Para no dar lugar a equívocos, conviene que nos entendamos en primer lugar sobre las palabras. No existe una teoría del anarquismo violento. La anarquía es un conjunto de doctrinas sociales que tienen por fundamento común la eliminación de la autoridad coactiva del hombre sobre el hombre, y sus partidarios se reclutan, en su mayoría, entre las personas que repudian toda forma de violencia y que no aceptan ésta sino como medio de legítima defensa. Sin embargo, como no hay una línea precisa de separación entre la defensa y la ofensa, y como el concepto mismo de defensa puede ser entendido de maneras muy diversas, se producen de vez en vez actos de violencia, cometidos por anarquistas, en una forma de rebelión individual que atenta contra la vida de los jefes de estado y de los representantes más típicos de la clase dominante.
Estas manifestaciones de rebelión individual las agrupamos bajo el nombre de anarquismo violento, pero nada más que para ser entendidos, no porque el nombre refleje exactamente la realidad. De hecho, todos los partidos, sin exceptuar a ninguno, han pasado por el periodo en el cual uno o varios individuos cometieron, en su nombre, actos violentos de rebelión, tanto más cuando cada partido se hallara en el extremo último de oposición a las instituciones políticas o sociales que dominaran. Actualmente, el partido que se halla, o parece hallarse, en la vanguardia y en absoluta oposición con las instituciones dominantes, es el anarquista. Lógico es, pues, que las manifestaciones de rebelión violenta contra éstas asuman el nombre y ciertas características especiales del anarquismo.
Una vez dicho esto, quiero hacer notar, aunque sea brevemente, cosa que me parece no ha sido hecho aún, la influencia que la literatura tiene sobre estas manifestaciones de rebelión violenta y la influencia que de ésta recibe. Naturalmente, dejo sin citar la literatura clásica, por más que podría hallar en Cicerón, en la biblia, en Shakespeare, en Alfieri, y en todos los libros de historia que corren de mano en mano entre la juventud, la justificación del delito político; de Judith con la historia sagrada y Bruto con la historia romana, hasta Orsini y Agesilao Milano en la historia moderna, hay toda una serie de delitos políticos de los cuales los historiadores y los poetas han hecho apologías, algunas veces injustas.
Pero no quiero hablar de esos delitos, ya porque me llevarían demasiado lejos, ya porque no sería difícil ver en ellos el concurso de circunstancias muy diversas que les daba muy diverso carácter. Quiero solamente referirme a aquella literatura que directa y abiertamente tiene relación con el delito político al que actualmente se da el nombre de anarquismo.
Desde el año 1880, ha habido siempre, con frecuencia, atentados anarquistas; pero su mayor número se halla en el periodo que va desde 1891 a 1894, especialmente en Francia, España e Italia. Ahora bien: yo no sé si alguien habrá observado que precisamente en dicho periodo floreció, sobre todo en Francia, una literatura ardiente que no se recataba de elevar al séptimo cielo todo atentado anarquista, frecuentemente hasta los menos simpáticos y justificables, y empleando un lenguaje que era verdaderamente una instigación a la propaganda por el hecho.
Los escritores que se dedicaban a esta especia de sport de literatura violenta estaban casi todos ellos completamente fuera del partido y del movimiento anarquista; rarísimos eran aquellos en quienes la manifestación literaria y artística correspondiese a una verdadera y propia persuasión teórica, a una consciente aceptación de las doctrinas anarquistas; casi todos obraban en su vida privada y pública en completa contradicción con las cosas terribles y las ideas afirmadas en un artículo, en una novela, en un cuento o en una poesía; a menudo sucedía que se hallaban declaraciones anarquistas violentísimas en obras de escritores muy conocidos como pertenecientes a partidos diametralmente opuestos al anarquismo.
Aun entre aquellos que por un momento pareció que habían abrazado seriamente las ideas anarquistas, tan sólo uno o dos conservaron más tarde su dirección intelectual —entre ellos no recuerdo más que a Mirbeau y Ekhoud—; los demás pasados dos o tres años, sostuvieron ya ideas del todo contrarias a las afirmadas antes con tanta virulencia.
Ravachol, que aun entre los anarquistas es el tipo de rebelde violento que menos simpatías conquistó, encontró entre los literatos numerosos apologistas; entre éstos, al lado de Mirbeau, a Paul Adam, algunos años después místico y militarista, que dió por hablar del tremendo dinamitero de un modo lo más paradojal que pueda imaginarse: Al fin —dijo poco más o menos Paul Adam— en estos tiempos de escepticismo y de vileza nos ha nacido un santo. No era como se ve, el santo de Fogazzaro, del cual tal vez Paul Adam estaría hoy dispuesto a hacer la apología. Lo más curioso es que los literatos eran propensos a aprobar más a aquellos actos de rebelión que los mismos anarquistas militantes, propiamente dichos, menos aprobaban, por considerar que su carácter era superabundantemente antisocial. ¿Quién no recuerda la expresión antihumana, por estética que fuese, de Laurent Tailhade —más tarde convertido al militarismo nacionalista— en el banquete que dió La Plume, en plena epidemia de explosiones dinamiteras, en 1893? La Plume, la notable e intelectual revista parisien, había organizado un banquete de poetas y literatos, y en dicho banquete fué cuando Tailhade soltó la conocida frase referente a los atentados por medio de las bombas: ¡Qué importan las víctimas si el gesto es bello! Inútil decir que los anarquistas militantes desaprobaron, en nombre de su propia filosofía y de su partido, esa teoría estética de la violencia, pero la frase fue dicha e hizo su efecto.
El nacionalista Mauricio Barrès, que había escrito una novela acentuadamente individualista intitulada El enemigo de las leyes, novela que los anarquistas hacían circular para hacer propaganda, escribió, poco después de la decapitación de Emilio Henry —cuyo atentado fue severamente juzgado por Eliseo Reclus—, un artículo lleno de admiración y entusiasmo. No me atrevo a reproducir ni siquiera un pequeño fragmento, porque en Italia, donde esto se escribe, no se pueden decir ciertas cosas ni a título de información literaria; para el que quiera satisfacer su curiosidad, lea el Journal de París del 20 de mayo de 1894 y quedará plenamente ilustrado sobre el particular. Incluso el clerical antisemita Eduardo Drumont, escribió, después de la decapitación de Vaillant, de tal modo, que sus palabras pasaron a una pequeña antología anarquista de ocasión.
A propósito de Vaillant que, como es sabido, fue un anarquista que arrojó una bomba en el parlamento francés, no puedo dejar en el olvido lo que escribió, al día siguiente de su ejecución, el célebre poeta nacionalista Francisco Coppée: Después de haber leído los particulares de la decapitación de Vaillant, he quedado pensativo... A pesar mío, ha surgido ante mi espíritu, bruscamente, otro espectáculo. He visto un grupo de hombres y de mujeres apretujándose unos contra otros, en medio del cerco, bajo las miradas de las multitudes, mientras de todas las gradas del inmenso anfiteatro surgía rugiente este grito formidable: ¡ad leones! y cerca del grupo los beluarios abrían la jaula de las fieras. ¡Oh, perdónadme, sublimes cristianos de la era de las persecuciones; vosotros que moristeis por afirmar vuestra fe de dulzura, de sacrificio y de bondad; perdónadme que os recuerde ante estos otros hombres tétricos de nuestro tiempo! ¡Pero en los ojos del anarquista camino de la guillotina brilla ¡oh dolor! la misma llama de intrépida locura que iluminó vuestros ojos!
Algo semejante decía más tarde, siempre a propósito de los atentados, otro literato y psicólogo insigne en su libro titulado En los arrabales, Enrique Leyret, el mismo que algún tiempo después reunió en un extenso volumen y presentó al público las sentencias del buen juez Magnaud. Podría extenderme mucho más reproduciendo juicios y apologías entusiastas de la violencia anarquista, o por lo menos justificaciones, en las que transpira todo lo contrario de la antipatía, de escritores como Eduardo Conte, la señora Séverine, Descaves, Barrucand, etc.
Cuando a fines de 1897 se representó en París el drama anarquista de Mirbeau, Los malos postores, en el cual los apóstrofes más violentos y revolucionarios se vierten a chorros, se produjo un gran entusiasmo en el ambiente intelectual de la capital de Francia. Como en las vísperas de la toma de la Bastilla, los poetas cortesanos y todos los espíritus inteligentes de la aristocracia y de la nobleza se entusiasmaron con las brillantes paradojas de los enciclopedistas, y las damas en voga se prestaron voluntariamente para recibir las mordaces sátiras de Beaumarchais y se deleitaban con las fantasías anarquizantes de Rabelais, así la burguesía intelectual de nuestros días se deleita circundando de poesía y exagerando las explosiones de ira que de vez en vez surgen de las profundidades misteriosas del sufrimiento humano.
El mismo Emilio Zola después de haber lanzado a la palestra como una bomba advertidora, su Germinal, tétrica novela de destrucción, en su París, glorifica a los anarquistas y hasta poetiza la figura de Salvat, el dinamitero, en el cual es fácil reconocer, pintado aún más violento de lo que era, el tipo de Vaillant. Leed la Mêlée sociale de Clémenceau, las Pages rouges de Séverine, Sous le sabre de Juan Ajalbort, el Soleil des morts de Camilo Mauclair, la Chanson des Gueux y las Blasphèmes de Juan Richepin, los Idylles diaboliques de Adolfo Retté; hojead las colecciones de revistas aristocráticas como el Mercure de France, La Plume, La Revue blanche, los Entretiens politiques et littéraires y hallaréis, en verso o en prosa, en las críticas de arte como en las reseñas teatrales y bibliográficas, expresiones literarias tan violentas como jamás se leyeron en periódicos anarquistas verdaderos y propios, como jamás se oyeron en labios de los más sinceros militantes del partido anarquista. Se comprende como estos literatos llegaron a dar expresiones tan paradójicas a su pensamiento. El artista busca la belleza con preferencia a la utilidad de una actitud; he aquí porque lo que el sociólogo anarquista puede explicar pero no aprobar, produce en cambio el entusiasmo de un poeta o de un artista. El acto de rebelión, que tiene conciencia completa y absoluta de sus efectos, es condenable moralmente como cualquier otro acto de crueldad, aunque la intención hubiese sido buena, de igual modo que un cirujano condenaría que se cortara una pierna cuando no fuese preciso amputar más que un dedo del pie. Pero estas consideraciones de índole sociológica y humana, estas distinciones, las desprecia el individuo que ama la rebelión, no por el objetivo a que tiende, sino por su propia y sola belleza estética, señaladamente los individuos, artistas o literatos educados en la escuela de Nietzsche, que nunca fue anarquista, y que miran todos los actos por trágicos y sublimes que sean, únicamente desde el punto de vista estético y descartando todo concepto de bien o de mal. Todos estos individuos no han visto, del pensamiento anarquista, nada más que un matiz: el que afecta a la emancipación del individuo, descuidando en absoluto sus otros matices, particularmente el social, problema primordial, o sea, el matiz humanitario. De tal modo han llegado a concebir una anarquía implacable, impropiamente así llamada, según la cual puede ponerse en el altar a un Emilio Henry, pero también, a su lado, a un Passatore, un Nerón o un Ezzelino da Romano. Se comprenderá que semejantes actos tenían importancia solamente porque la poesía, la prosa, el drama o la novela, la pluma o el lápiz, hallaban en ellos una nueva fuente de formas y de belleza. Sabido es cuanto el amor a una bella frase, a una expresión original o a un verso vibrante, puede deformar el íntimo y verdadero pensamiento del escritor. El Leopardi que poéticamente gritaba: Las armas, vengan aquí las armas, en la práctica, estaba muy poco dispuesto y muy poco apto para empuñarlas seriamente. Como Paul Adam, habría llamado loco al que le hubiera preguntado en serio si aprobaba a sangre fría el asesinato de un ermitaño cometido por Ravachol, al cual, ya se sabe, calificó de santo.
En la apreciación de un hecho, el elemento estético es completamente diferente del elemento político-social. Ahora bien: a una doctrina que se basa en el raciocinio científico y que es eminentemente político-social, con evidente error se le atribuye la aplicación paradojal de lo que es sola y simplemente poesía y arte. En toda idea de renovación y de revolución, el arte y la poesía son ciertamente factores que tienen su importancia secundaria muy relativa, pero nunca de ningún modo tal como para poder imperar y tener derecho a guiar la acción individual y colectiva por los únicos efectos estéticos que se puedan obtener.
Independientemente de la bondad intrínseca de una idea, el arte se apodera de ella y la embellece a su gusto, aun a riesgo de transformarla totalmente, con tal de que pueda hallar en ella nuevas formas de belleza. Es ésa la suerte que les está reservada a todas las ideas nuevas y audaces que por su naturaleza se prestan mejor a la fantasía del artista. La historia de la literatura es una prueba viviente de que el arte es por naturaleza rebelde e innovador; todos los poetas, todos los novelistas, todos los dramaturgos fueron en sus orígenes rebeldes, aun cuando después cambiaran la blusa del bohemio por el frac académico o del cortesano. La literatura conservadora no ha volado nunca muy alto y siempre ha sido fastidiosa. Si alguna vez hubo poesía y arte en la aplicación de un pensamiento reaccionario, fue porque hubo en él rebelión y lucha, y así se explica el reflorecimiento poético y artístico de espiritualismo que en estos momentos encuentra renovadas energías.
Pero volviendo a lo dicho anteriormente, repito que ninguna, o muy mínima relación, existe entre el movimiento social anarquista de bases sociológicas y políticas y el florecimiento de la anarquía literaria fuera de ciertas expresiones y formas artísticas, y hallo la prueba en que los anarquistas militantes son corrientemente hombres de ciencia y filósofos, y sólo en rarísimos casos literatos y poetas. Como hemos visto, ciertos violentos apologistas de la violencia anarquista han sido frecuentemente verdaderos y propios reaccionarios en política. Y no faltan los que, aunque por un momento se llamaron anarquistas, más pronto o más tarde pasaron a otros campos y se volvieron nacionalistas como Paul Adam, militaristas como Laurent Tailhade, o socialistas como Manclair.
Si es verdad que el arte es expresión de la vida en una forma de belleza, ciertamente la literatura actual, tan saturada de espíritu anárquico, es una consecuencia del estado social en que nos hallamos y del periodo de rebelión que hemos atravesado.
Pero, a su vez, ciertas formas de literatura anárquica violenta, ejercen su influencia sobre el movimiento, de un modo que no debemos dejar de examinarlo. Las formas paradojales estéticas de la literatura anarquizante, han tenido sobre el mundo anarquista una repercusión enorme, la cual ha contribuido no poco a hacer perder de vista el lado socialista y humanitario del anarquismo y ha influido también no poco en el desarrollo del lado terrorista.
Pero, entendámonos: yo hago constar un hecho, y no por esto pretendo sostener que debemos poner un freno al arte y a la literatura, aunque sea con el fin de defender a la sociedad o de hacer caminar el movimiento revolucionario mejor por un sendero que no por otro. Sería lo mismo que colgar hojas de parra a los desnudos de nuestros museos para salvaguardar el pudor o, dirigir por vías más castas el pensamiento de los seminaristas o de los pensionistas que van a visitarlos. El caso es que el hecho que hago constar, es innegable. Séame permitido recordar un caso que yo mismo he podido observar. Cuando Emilio Henry, en 1894, arrojó una bomba en un café, todos los anarquistas que yo entonces conocía, encontraron ilógico o inútilmente cruel dicho atentado, y no disimularon su descontento y su desaprobación del acto cometido. Pero cuando, durante el proceso, Emilio Henry pronunció su célebre autodefensa, que es una verdadera joya literaria —confesado así hasta por el mismo Lombroso—, y cuando, después de su decapitación, tantos escritores, sin ser anarquistas, ensalzaron la figura del guillotinado, su lógica y su ingenio, la opinión de los anarquistas cambió, por lo menos en una gran mayoría de éstos, y el acto de Henry encontró, entre ellos, apologistas e imitadores. Como se ve, el lado estético, literario, arrinconó de un modo evidente el lado social, o mejor dicho antisocial, del atentado, y en este caso, la doctrina anarquista integral, nada tuvo que agradecer a la literatura. En efecto, le había prestado un flaco servicio.
Esta especie de literatura es la que ha hecho la mayor propaganda terrorista; una propaganda que en vano se buscará en todas las publicaciones, libros, folletos y periódicos que son verdaderamente la expresión del partido anarquista. ¿Quién no recuerda, para no citar más que un caso, en Italia, el magnífico artículo de Rastignac sobre Angiolillo? Pues bien: a pesar de que en este caso el autor del artículo dijo muchas verdades, a éstas mezcló bastantes paradojas, contra las cuales salió a la palestra precisamente Enrique Malatesta, que pasaba por ser uno de los anarquistas más violentos, cuando es de los más calmados y razonables. Debido a la influencia de esta literatura y no por otras razones no faltó quien quiso poner en práctica una de las inventivas más violentas y sólidas de la pluma del poeta Rapisardi, después de reproducirla en algunos números de un periódico terrorista denominado Pensiero e Dinamite, y este tal fue un joven cultísimo y bien acomodado siciliano que extinguió doce años de presidio por dicho motivo: Schicchi.
Ciertamente que tanto Rastignac como Rapisardi serían capaces de protestar, y tendrían razón, contra una afirmación de complicidad, aunque fuese indirecta. Pero esto no importa para que lo que digo pruebe que la sugestión artística y literaria puede ser —y no soy el primero en decirlo—, la determinante, no tan sólo de un acto preciso preestablecido, sino que también de una dirección mental del género de la de los anarquistas terroristas a quienes no se les alcanzan las inducciones y deducciones filosóficas de un Reclus o de un Kropotkin, o la lógica esquelética pero humanitaria de un Malatesta, como tampoco alguna violencia verbal o escrita de los consabidos periodiquillos de propaganda que nada tienen de literarios.
Influencias burguesas sobre el anarquismo
Decíamos en el capítulo anterior que la literatura burguesa, aquella literatura que en el anarquismo ha encontrado motivo para una actitud estética nueva y violenta, contribuyó indudablemente a determinar entre los anarquistas una dirección mental individualista y antisocial.
Los literatos y artistas, sin preocuparse de si esto podía ser aplicado a toda la vida general de la humanidad, han encontrado un elemento de belleza en el hecho de que un individuo, con la potencia de su inteligencia y con el soberano desprecio de la propia vida y de la vida ajena, se haya puesto, con un acto violento de rebelión, fuera del común de los hombres. Para estos artistas y literatos, la belleza del gesto hacía las veces de utilidad social, de la que, por lo demás, no se preocupaban. Así han idealizado la figura del anarquista dinamitero porque hasta en sus manifestaciones más trágicas presenta, en efecto, innegables características de originalidad y de belleza. Esta idealización literaria y artística ha ejercido su influencia entre muchos anarquistas que, por falta de cultura o poco habituados al raciocinio lógico o por temperamento, han tomado por elemento de propaganda de ideas lo que no era más que un medio de manifestación artística.
En ciertos ambientes anarquistas, más impulsivos y al mismo tiempo menos cultos, no se ha sabido hacer esta distinción necesaria; no se ha comprendido que en aquellos literatos, que parecía que rivalizaban a ver cual emitía una paradoja más extravagante, no había una convicción doctrinal y teórica. Hacían la apología de Ravachol o de Emilio Henry de igual modo como en otros tiempos y países habrían hecho la apología de un salteador de caminos. No cabe duda de que el bandido que asalta al viandante y le mata, ofrece una actitud más simpática que la del timador o la del que aligera bolsillos por las calles; el primero puede dar argumento para un drama o una novela, el segundo sólo se presta para la comedia o el sainete. Sin embargo, todo individuo que tenga sano el juicio no podrá negar que el bandido de encrucijada es mil veces más pernicioso y condenable que el ratero.
Estos literatos poseurs tal vez sin quererlo, ofenden a los mártires del anarquismo hasta en el elogio que de ellos hacen, puesto que su elogio saca argumento y motivo de interés precisamente de aquello que, según los principios anarquistas es doloroso y deplorable aunque lo imponga una necesidad histórica. La mentalidad burguesa determina en ellos el gesto que luego repercute en el ambiente anarquista, y tiende a que se forme en éste una mentalidad semejante.
Así como entre la burguesía halla más gracia el asesino que arrebate una vida al consorcio humano que el ladrón que, en último término, nada arrebata al patrimonio vital de la sociedad, cambiando tan sólo el puesto y el propietario de las cosas, igualmente, cambiando los términos, y aparte todo parangón que sería injurioso, entre los anarquistas los hay que aprecian mucho más al que mata en un momento de rebelión violenta que al obscuro militante que con toda una vida de obras constantes determina cambios mucho más radicales en las conciencias y en los hechos.
Repito lo que he dicho otras veces: los anarquistas no son tolstoianos, y por tanto reconocen que frecuentemente la violencia —y cuando es tal, es siempre una fea cosa, tanto si es colectiva como individual— resulta una necesidad, y ninguno sabría condenar al o a los que sacrificando su vida con sus actos dan satisfacción a esta necesidad. Pero aquí no se trata de esto, sino de la tendencia, derivada de las influencias burguesas, a trocar los términos, a cambiar el objetivo por los medios y a hacer de éstos la única y primordial preocupación.
Según mi entender, los anarquistas que dan una importancia soberana a los actos de rebelión, son tal vez revolucionarios y anarquistas, pero son mucho más revolucionarios que anarquistas. ¡Cuántos anarquistas he conocido que se preocupan poco o nada de las ideas anarquistas, o que hasta ni siquiera procuran conocerlas, pero que son ardientes revolucionarios y que su crítica y su propaganda no tienen más fin que el revolucionario, el de la rebelión por la rebelión! Y cuanto más ardientes y más intransigentes han sido, más pronto abandonaron nuestro campo y se pasaron al de los partidos legalitarios y autoritarios cuando su fe en una revolución a plazo breve desapareció al contacto de la realidad, y cuando su energía se agotó en los demasiado violentos conflictos con el ambiente.
La influencia de la ideología burguesa sobre estos individuos es innegable. La importancia máxima concedida a un acto de violencia o de rebelión es hija de la importancia máxima que la doctrina política burguesa concede a todo el ambiente social. Y esta influencia perniciosa es la que anula en muchos anarquistas aquel sentido de relatividad en virtud del cual debería darse a cada hecho su propia real importancia, de modo que ningún medio revolucionario quedase descartado, a priori, sino que cada uno fuese considerado en su relación con el fin perseguido y sin confundir entre ellos los caracteres, las funciones y los efectos especiales.
Tenemos, pues, comprobadas dos formas de influencia burguesa en el anarquismo: una directa, que se manifiesta en una importancia mayor otorgada al hecho revolucionario antes que al objetivo a que este hecho debe tender, y la otra indirecta, la de la literatura burguesa decadente de estos últimos tiempos, encaminada a idealizar las formas más antisociales de rebelión individual.
Entres estas dos formas hay un estrecho parentesco y por esto no he podido considerarlas separadas una de otra. La burguesía ha ejercido una influencia extraordinaria sobre el anarquismo cuando se ha propuesto la misión de hacer... ¡propaganda anarquista!
Esto parece una paradoja. Sin embargo, es una verdad; mucha propaganda anarquista ha sido hecha por la burguesía. Claro es que, desgraciadamente, lo ha hecho de un modo nada útil a la idea verdaderamente libertaria. Pero no deja de ser verdad, no obstante, que los efectos de esta propaganda espúrea son los que la burguesía ha querido luego atribuir con mayor ahinco a todo el partido anarquista.
En los momentos de mayor persecución contra los anarquistas, sucedió que todos los descentrados de la actual sociedad, y entre éstos muchos delincuentes, creyeron seriamente que la anarquía era tal como la describían los periódicos burgueses, es decir, algo que se adapta muy bien a sus hábitos extrasociales y antisociales. Como por diferentes razones es un hecho que estos individuos se hallan, como los anarquistas, en un estado de perpetua rebelión contra la autoridad constituida, esto dio pie a que el equívoco arraigara y se ampliara. En la cárcel o en el destierro forzoso, hemos topado muchas veces con delincuentes comunes que se llamaban anarquistas, sin que, naturalmente, hubiesen jamás leído un solo periódico o folleto anarquista, ni siquiera oído hablar de anarquía fuera de los periódicos burgueses. Y así creían que la anarquía era precisamente tal como la escribían los más calumniadores periódicos reaccionarios, y tal la aprobaban o la desaprobaban. ¡Figuráos, para los que la aprobaban, qué especia de anarquía debía ser! Recuerdo haber conocido en la cárcel a un condenado por delitos comunes, un falsificador inteligente y hasta poeta por añadidura, el cual creía seriamente ser anarquista, y que así lo había dicho a sus jueces. Y una vez que uno de éstos le preguntó que como se arreglaba para poner de acuerdo los delitos que cometía con las ideas que decía profesar, respondió: Lo que usted llama delitos, es un principio de la anarquía. Cuando todos los hombres se entreguen a una desenfrenada delincuencia —son palabras textuales— entonces será o vendrá la anarquía. Como se ve, aceptaba la anarquía, pero en el sentido que le dan los diccionarios burgueses, sentido de desorden y de confusión.
Esta especie de propaganda al revés, causaba su efecto hasta entre quienes no querían mezclarse con los anarquistas. En las cárceles de tránsito de Nápoles, conocí a unos camorristas que creían que los anarquistas constituían verdaderamente una sociedad de malhechores y, por lo tanto, digna de figurar al lado de la honrada sociedad de la camorra. En Tremiti me contaron que a un modesto banquete entre anarquistas y socialistas, fueron invitados dos o tres camorristas —los únicos desterrados políticos existentes en la isla— por simple condescencia humana que nada tenía que ver con la política, y al llegar a los brindis de ritual y con gran sorpresa de todos, uno de los camorristas lanzó el suyo en pro de la unión de los tres partidos: camorra, anarquía y socialismo contra el gobierno. Una carcajada general siguió a este brindis, pues sabido es que la camorra se alía más fácilmente con el gobierno que con nadie, y especialmente contra socialistas y anarquistas. Pero esto nos enseña como la mentalidad de los delincuentes comunes ha creído y aceptado como verdadera anarquía la que han hecho circular los periódicos burgueses y policíacos.
La propaganda traidora de estos periódicos, nos explica, asimismo, porque en un determinado periodo —de 1880 a 1894— hemos visto más de un proceso en que ladrones y falsearios vulgares se han declarado anarquistas, dando un barniz pseudopolítico a sus actos. Leyeron que la anarquía era el ideal de los ladrones y de los asesinos, y me dijeron: Yo soy ladrón, soy, por consiguiente, anarquista.
Nos explica igualmente el hecho, que tanto impresionó a Lombroso, de que muchos delincuentes comunes se decían anarquistas al ser encarcelados, pero antes de serlo, nótese bien. Mientras sentían sobre sus espaldas el puño de la autoridad, pensaban en los anarquistas, que en sus mentes eran los más terribles delincuentes por odio a la autoridad constituida, y cuando entraban en su celda, cogían el primer clavo que les caía en las manos y escribían en la pared, papel de la canalla: ¡Viva la anarquía!
Pero este fenómeno duró poco. Pronto se dieron cuenta de que llamándose anarquistas corrían más peligro que robando y asesinando, que el barniz anarquista contribuía a que los tribunales recargaran la dosis de condena, sin disminuir la antipatía que sus actos causaban. Por añadidura, encontraban en la mayoría de los anarquistas una indiferencia glacial y una desconfianza extraordinaria hacia sus improvisadas conversiones a la idea, cuando no algún que otro porrazo, y entonces cesaron de llamarse anarquistas.
Sin embargo algo de esta propaganda quedó entre los anarquistas verdaderos y propios. Alguno ha tomado en serio los sofismas de algún delincuente genial y ha acabado teorizando sobre la legitimidad del hurto o de la fabricación de la moneda. Otros han ido en busca del atenuante, hablando del robo a favor de la propaganda, produciéndose así los fenómenos Pini y Ravachol, dos sinceros que fueron una excepción, pero que no por esto fueron menos víctimas de los sofismas hijos de la propaganda al revés de los periódicos y de las calumnias burguesas. La excepción nunca ha sido la regla, porque aquellos anarquistas que de buena fe aceptaron la idea del robo, en la práctica no fueron capaces de robar ni una aguja; y los demás que robaban de verdad, se guardaban bien de hacerlo para la propaganda y pronto dejaron de llamarse anarquistas para continuar siendo vulgarísimos ladrones, y hasta no faltó quien se hizo buen propietario y comerciante, amigo de las instituciones y de la autoridad constituida.
Esta tendencia ha ido desapareciendo de entre los anarquistas. Pero de todos modos demuestra que fue posible por una influencia completamente de origen burgués, tras la campaña de calumnias y de persecuciones contra los anarquistas. Los anarquistas —se decía— quieren abolir la propiedad privada; por consiguiente, quieren arrebatar la propiedad a quienes la poseen, y, por lo tanto, los anarquistas son unos ladrones El buen vino cría buena sangre, la buena sangre cría buenos humores, los buenos humores hacen hacer buenas obras, las buenas obras nos conducen al paraíso; por consiguiente el buen vino nos lleva al paraíso
Lo que acabamos de decir, o sea, que muchos individuos se volvieron anarquistas debido a esta propaganda tergiversada de periodistas y de escritores burgueses, parecerá una exageración, aun a los que hayan vivido y vivan todavía en el ambiente anarquista.
La mente de los hombres, especialmente la de los jóvenes, sedienta, de todo lo misterioso y extraordinario, se deja arrastrar fácilmente por la pasión de la novedad hacia aquello que a sangre fría y en la calma que sigue a los primeros entusiasmos se repudiaría en absoluto y con gesto definitivo. Esta fiebre por las cosas nuevas, este espítiru audaz, este afán por lo extraordinario, ha llevado a las filas anarquistas los tipos más exageradamente impresionables, y, a un mismo tiempo, los tipos más ligeros y frívolos, seres a quienes el absurdo no los espanta. Precisamente porque un proyecto o una idea son absurdos se sienten atraidos, y al anarquismo vinieron precisamente por el carácter ilógico y estrambótico que la ignorancia y la calumnia burguesa han atribuido a las doctrinas anarquistas.
Estos elementos son los que más contribuyen a desacreditar el ideal, precisamente porque de este ideal hacen surgir un sin fin de ramificaciones estrafalarias y falsas, de errores en extremo groseros, de desviaciones y degeneraciones de toda índole, creyendo que defienden, muy seriamente, la anarquía pura. Apenas entrados estos individuos en el mundo anárquico, se dan cuenta de que el movimiento sigue un camino menos extraño del que se imaginaron; en una palabra, se dan cuenta de que tienen ante ellos una idea, un programa y un movimiento completamente orgánicos, coherentes, positivos y posibles, precisamente porque fueron concebidos con aquel sentido de la relatividad sin el cual no es posible la vida. Este carácter de seriedad, de positivismo y de lógica, les irrita, y hételos en seguida constituyendo toda esa masa amorfa que no sabe lo que quiere ni lo que piensa, pero que es incansable demoliendo desacreditando todo lo que de serio y de bueno hacen los demás, y empleando aquel lenguaje autoritario y violento propio de su temperamento y del origen burgués de su estado mental.
Hasta cuando sus ideas y sus críticas son originariamente justas, las exageran y las deforman de tal modo que no podría hacerlo mejor un enemigo declarado. Hacen como aquel que viendo que los panaderos cuecen mal el pan, se empeña en sostener que hay que destruir los hornos, o como aquel que persuadido de la necesidad de regar un terreno demasiado árido, se empeñase en abocar sobre él toda el agua de un río.
Pues bien: todos estos individuos no habrían venido nunca a nuestro campo sin la atracción que sobre ellos ejerció la propaganda falsamente anarquista de la burguesía. Toda la campaña de invectivas, de calumnias, de invenciones a cual más ridícula y mastodóntica, actuó de espejuelo para todos estos descontentos intelectuales y materiales, psicológica y fisiológicamente, que se orientan siempre hacia lo absurdo, hacia lo extraordinario, hacia lo terrible y lo ilógico.
Bastaría, para convencerse de todo esto, tener la paciencia de hojear las colecciones de dos o tres periódicos, los más autorizados, de los últimos quince o veinte años. Bastaría asimismo hojear toda aquella literatura de ocasión que en el curso de ese periodo se fue formando, referente a la anarquía y a los anarquistas, fuera del ambiente anarquista, en el ambiente burgués, policiaco y aun pseudocientífico. Revistas y periódicos de toda clase, conservadores y demócratas, han inventado y dicho las cosas más truculentas acerca de nosotros.
¿Quién no recuerda los Misterios de la anarquía, de estúpida memoria, editado por un poco escrupuloso librero? No hay historia inverosímil que no se haya endosado a los anarquistas, sea en novelas, sea en libros de otra clase, o ya en periódicos y revistas de renombre. El afán de satisfacer el gusto del público por las cosas nuevas y extrañas, llevó a los novelistas, periodistas, y pseudocientíficos a armar un pisto de mil demonios, frecuentemente atribuyendo, con conocimiento del daño que se causaba, a los anarquistas, una fuerza mayor de la real, un número inconmensurablemente superior al verdadero y unos medios que los anarquistas no han tenido nunca en sus manos. Si esto podía, desde cierto punto de vista, halagar a los simpatizantes más inconscientes, contribuía, no obstante, a dar un barniz de veracidad a todas las ideas extravagantes y a todos los propósitos truculentos atribuídos a los anarquistas. Los Misterios de la anarquía acababan tomando, en la mente de muchos, la forma de historia real.
Y porque de este conjunto fantástico, en cuya forma los escritores y periodistas burgueses presentaban al movimiento anarquista, se desprendía, algunas veces, algo que era interesante y simpático, o, por lo menos, algo que despertaba admiración, sucedió que muchas fantasías mórbidas, muchos desequilibrados, muchos desesperados de la lucha social, se sintieron atraidos; a semejanza de lo que ocurre en ciertos lugares y en ciertas mentes primitivas, que se sienten atraídas por las figuras y actos, a veces imaginarios, de un Tiburzi o de un Musolino, bandidos de renombre. Las mismas víctimas más atormentadas por la injusticia actual, se comprende cuán facilmente podían ser llevadas a aprobar, por reacción y represalia, el carácter belicoso y sanguinario que a la anarquía asignaron los escritores de la prensa burguesa.
¡Cuántas veces, a mi mismo acudieron algunos de estos catequizados por los periódicos burgueses peguntándome que debían hacer para ser admitidos en la secta y si había dificultad para que los presentara a la sociedad de los anarquistas! Y cuando yo les preguntaba que creían que eran los anarquistas, me respondían: Los que quieren matar a todos los señores y a los que mandan, para repartirse las riquezas y mandar un poco cada uno. ¡Ah! ciertamente, estos hombres no habían leido los folletos de Malatesta, ni los libros de Kropotkin, ni los escritos de Malato; habían leído, simplemente, esas estupideces, en la Tribuna o en el Observatorio Romano.
Este estado psicológico de los desesperados, prontos a recibir la impresión, lo describió muy bien Enrique Leyret en un estudio de los arrabales de París. Durante el periodo terrorista del anarquismo, según Leyret, el pueblo de los arrabales se sentía arrastrado, por las condiciones enormemente desastrosas en que vivía y por el espectáculo de los escándalos bancarios, a simpatizar con los anarquistas más violentos. Lo que era la anarquía, lo que ésta quería, el pueblo lo ignoraba o poco menos. No consideraba a los anarquistas sino desde un solo aspecto especial, parangonándolos a todos con Vaillant, y su simpatía, innegable, al guillotinado, le llevaba insensiblemente a aprobar sus misteriosas teorías... El pueblo que se deleita con el misterio, y que se enamora de los individuos cuando más velados se le aparecen por una oculta potencia, atribuía a los anarquistas una formidable organización secreta
Y este carácter misterioso que seducía al pueblo más miserable era atribuido a la anarquía por los grandes rotativos, llenos en aquel tiempo y siempre de fantásticas tremendas, de entrevistas imaginarias, de fechas, de nombres todos equivocados, pospuestos y cambiados, pero todo encaminado a llamar la atención del público sobre la anarquía. Tal vez —quién sabe—, desde cierto punto de vista, todo esto haya sido un bien, en el sentido de que provocó un movimiento de interés y de discusión en torno a la anarquía. Pero este ecaso beneficio que haya podido reportar —beneficio que, por lo demás, se habría obtenido igualmente con decir la simple verdad sobre los hechos y las cosas, por sí mismos bastante interesantes— quedó neutralizado por la influencia maléfica que toda esta confusión y desnaturalización de ideas hubo de ejercer en el campo anarquista.
Porque es verdad que los que vinieron a nuestro campo atraídos por el ruido de este falsa propaganda burguesa, modificaron ciertamente, de un modo insensible, mejorándolas, sus ideas, y arrojaron mucha arena que antes tomaron por oro de ley; pero desgraciadamente también es verdad que, sin duda debido a su temperamento, que a ellos les predisponía, ha quedado en ellos algo de lo antiguo, residuos o frutos de aquella influencia burguesa. Cuando se toma una falsa dirección mental, pocos son los que saben o tienen fuerza suficiente para rectificarla. Así tenemos que aquellos que vinieron a nuestro campo por espíritu de represalia, por la miseria y la desesperación, y que vinieron precisamente porque creyeron que la anarquía era aquella idea de violenta represalia y de venganza que la burguesía les describió, se han negado a aceptar lo que es concepción verdadera del anarquismo, es decir, la negación de toda violencia y la sublimidad en el amor del principio de solidaridad. Para estos individuos, la anarquía ha continuado siendo la violencia, la bomba, el puñal, por una extraña confusión entre causa y efecto, entre medio y fin, y tan verdad es esto, que cuando un Parsons declaró que la anarquía no es la violencia, y cuando Malatesta les repite que la anarquía no es la bomba, casi los tienen por renegados. A cuantos se afanan por corregir estos errores, funestas degeneraciones burguesas, recordando que la anarquía no es un ideal de venganza, que la revolución que desean los anarquistas debe ser la revolución del amor y no del odio, que la violencia debe ser considerada como un veneno mortal tan sólo empleado como contraveneno, por necesidad impuesta por las condiciones de la lucha y no por deseo de causar daño, a los que dicen todo esto, aunque sean los primeros en la abnegación y en la lucha, se les califica de viles y cobardes por parte de todos aquellos que en el cerebro tienen inoculada la palabra y burguesa teoría de la violencia que debe emplearse como ley del Talión o de Lynk.
Como es sabido, la anarquía es el ideal que se propone abolir la autoridad violenta y coactiva del hombre sobre el hombre, así como de cualquier otra prepotencia, sea económica, política o religiosa. Para ser anarquistas basta patrocinar esta idea y obrar lo más posible en consecuencia, propagando en las mentes la persuasión de que sólo la acción directa y revolucionaria del pueblo y de los trabajadores puede conducirles a la completa emancipación económica y social. Todo aquel que esté animado por estos sentimientos y tenga estas ideas y obre coherentemente con éstas y por ellas luche y haga propaganda, es indudablemente anarquista, aun cuando a su sentido moral le repugna cualquier acto de rebeldía o de venganza cometido por alguno que se llame a sí mismo anarquista, y aún cuando éste persuadido de que todos los actos de rebeldía individual son perjudiciales a la causa anarquista. Este indicio podría estar equivocado en sus apreciaciones, pero esto no impide que sea un anarquista coherente consigo y verdaderamente convencido y consciente.
Así, por ejemplo, hay anarquistas vegetarianos que incluyen en sus doctrinas el vegetarianismo. Pero, sería muy extraño que éstos sostuvieran que no es un verdadero anarquista el que no es vegetariano. De igual modo es extraño que no se quiera tener por anarquista al que no aprueba o no siente simpatía por el acto violento individual. Esta forma de propaganda podría ser útil o nociva, pero no entra dentro de la doctrina anarquista; es, simplemente, un medio de lucha que puede ser discutido, admitido en todo o en parte, o excluido por completo, pero no constituye aquel artículo de fe —haciendo uso de una frase católica—, fuera del cual no hay salvación, sin el cual no se puede ser anarquista. Los que crean lo contrario y excomulguen papalmente a los demás, simplemente porque éstos no sientan una soberana simpatía por Ravachol o por Emilio Henry, éstos, en verdad, son víctimas de la propaganda calumniosa de la burguesía, pues creyeron seriamente las afirmaciones de ésta cuando dijo que la anarquía era la violencia y la bomba. Desgraciadamente, de estos miopes intelectuales, tenemos aún bastantes en el ambiente anarquista.
No se detiene la influencia burguesa en esta sola cuestión de la violencia, que tan divididos tiene los ánimos, sobre la que me he extendido largamente porque es la más importante, y de la que volveré a hablar después.
Tal vez algún lector recordará mi polémica con el amigo Lavablero, acerca de la familia y del amor en la sociedad futura. Hice notar que entre muchos anarquistas hay una deplorable tendencia a aceptar como teoría propia todo lo que, o por lo menos mucho, los escritores burgueses encontraron para tener una arma contra el anarquismo. Ya hemos visto que así ha sucedido con la cuestión de la violencia. Igualmente ha ocurrido en esta otra cuestión de las relaciones sexuales. Para desacreditarnos ante el pueblo, los escritores burgueses, tomando pie de que nosotros criticamos el orden actual de la familia, a base de autoridad, de interes y de dominio del hombre sobre la mujer, han deducido que queremos la abolición de la familia, y, por lo tanto, que queremos las mujeres en común, la promiscuidad, los hijos sin padre conocido, con los relativos incestos, violencias carnales y todo cuanto de más salvaje y al propio tiempo ridículo se pueda imaginar. Al contrario de todo esto, la doctrina anarquista, ya desde su principio, no ha hecho más que preconizar la purificación de los afectos de toda intromisión y sanción extraña, sea de legisladores, o de sacerdotes, sea política o religiosa, y, con esto, la emancipación de la mujer, libre e igual al hombre, la libertad del amor sustraido a las violencias de la necesidad económica y de cualquier otra autoridad extraña al mismo amor, en una palabra, la reducción de la familia, restituida a sus bases naturales: la recíproca actuación amorosa y la libertad de elección. Pues bien; no quiero decir que esta sana concepción del amor y de la familia haya sido repudiada por los anarquistas para aceptar la brutal concepción calumniosa de los burgueses; antes bien todo lo contrario. Pero la calumnia burguesa no ha dejado de ejercer una cierta influencia en este terreno. Aunque la inmensa mayoría de los anarquistas conservan en toda su pureza el concepto del amor libre sobre la base de la libre unión, no ha faltado, de vez en vez, alguno que, dando la razón a los críticos burgueses, ha confundido la libertad del amor con la promiscuidad en el amor. Tan verdad es esto, que hace algunos años, metió cierto ruido la teoría de la pluralidad de afectos, del amorfismo en la vida sexual, el cual quiso basarse en extravagancias seudo científicas, teoría que más tarde fue reconocida fantástica por el que más de entusiasta fue de ella.
Ahora bien, aunque atenuada, esta teoría amorfista sobre el amor tenía un origen burgués, consecuencia de la manía de muchos revolucionarios que abrazan como óptima cosa todo lo que ven que los conservadores combaten con horror, aunque éstos no lo atribuyen con fines denigratorios. Lo mismo sucedió con la organización. Los anarquistas han sostenido siempre que no hay vida fuera de la asociación y de la solidaridad y que no es posible la lucha y la revolución sin una organización preordenada de los revolucionarios. Pero a quienes les convenía más pintarnos como factores de la anarquía, en el sentido de confusión, comenzaron a decir que eramos amorfistas, enemigos de toda organización, y con tal objeto desenterraron a Nietszche y después a Stirner... Muchos anarquistas mordieron el anzuelo, y muy en serio se convirtieron en amorfistas, stirnerianos, nietszcheanos, y otras tantas parecidas diabluras: negaron la organización, la solidaridad y el socialismo, para acabar algunos restaurando la propiedad privada, haciendo de este modo, precisamente, el juego de la burguesía individualista. Sus ideas se convirtieron, valiéndose de una frase de Felipe Turati, en la exageración del individualismo burgués. De esta manía de aceptar como bueno todo lo que nuestros enemigos creen malo, se podría buscar el origen hasta en el espíritu del todo humano, de contradicción y de contraste: Mi enemigo cree que esto es malo, pero como mi enemigo no tiene nunca la razón, lo que él cree malo, es, bien al contrario, una excelente cosa. Muchos más hombres de los que nos figuramos, especialmente entre los revolucionarios, hacen ese razonamiento, que por casualidad puede ser exacto en los hechos, pero en sí mismo es equivocadísimo. Si nuestro enemigo dice que es peligroso tirarse de cabeza en un pozo, ¿vamos a contradecirle diciendo que es muy bueno hacerlo? Pues este espíritu de contradicción, y hasta diré de despecho, más frecuentemente de lo que se cree es el guía de muchos hombres en las luchas políticas y sociales.
¡Ah! ¿Nos llamáis malhechores? Pues bien, sí, somos malhechores. ¡Cuántas veces esta frase ha serpenteado en el lenguaje de algunos anarquistas, que hasta tienen un ¡himno de malhechores! Todo esto, con cierta ponderación, y como desafío al enemigo, puede pasar y hasta puede parecer un bello gesto. Pero no hay que admitir en serio que los anarquistas somos malhechores... Suele ocurrir que, a fuerza de repetir ese paradoja, alguno acaba por tomarla como verdad demostrada, ¡Quod erat demonstrandum! exclama triunfante la burguesía, la cual, después de habernos calificado de ladrones, petroleros, enemigos de la familia y malhechores, oye satisfecha que, aunque sea como simple acto de desafío, de amenaza y de desprecio, le damos la razón. Es necesario, pues, evitar esto y guardarnos mucho de encariñarnos con las paradojas.
El espíritu de contradicción que empuja a decir y hacer precisamente y siempre, a muchos revolucionarios, lo contrario de lo que hacen y dicen los conservadores y los burgueses, significa, en definitiva, sufrir la influencia de éstos. Así, cuando oigo a muchos anarquistas que se encarnizan contra algunas inícuas satisfacciones de los sentidos y del sentimiento, contra ciertas representaciones simbólicas y manifestaciones públicas de las ideas, contra algunas actitudes sentimentales o artísticas, contra dadas manifestaciones comunísimas de la vida familiar y social, no porque contradigan en modo alguno las ideas anarquistas, sino solamente porque también los burgueses hacen lo mismo o algo parecido, me entran grandes deseos de preguntarles si están dispuestos a renunciar a comer todos los días por la razón de que también los burgueses comen todos los días.
Procuremos, mejor, nuestra comodidad y busquemos nuestro placer, independientemente de lo que puedan hacer nuestros enemigos. Procuremos hacer, señaladamente, lo que beneficie la propaganda de nuestras ideas, sin preocuparnos de si los burgueses hacen en pro de los suyos lo contrario o lo mismo que nosotros. Comportándonos de otro modo, haríamos como aquel marido de la fábula que para contrariar a su mujer se hizo aquella amputación quirúrgica que servía para fabricar cantores para la Capilla Sixtina.
Procuremos, en suma, que nuestro movimiento camine sobre carriles propios, fuera de la influencia directa o indirecta de la ideología y de la calumnia burguesa, independientemente, sea en sentido positivo sea en sentido negativo, de la conducta conservadora, y habremos hecho obra revolucionaria y eminentemente libertaria, puesto que la teoría libertaria nos enseña que debemos emanciparnos social e individualmente de todo preconcepto, de toda influencia que no responda directamente y no derive de nuestro interés, de nuestra libertad y de nuestra voluntad, entendidos en el sentido positivo de la palabra.
El uso de la violencia y los anarquistas
Más adelante hablaremos, aparte, acerca de aquella violencia, del todo verbal, usada, y desgraciadamente en boga, entre los propagandistas de los partidos revolucionarios; de aquella especial violencia que tiene el desmérito de gastar y deformar las ideas, de dividir los ánimos y cavar surcos de rencor hasta entre gentes que tal vez estén mucho más de acuerdo de lo que a primera vista parece. Esta violencia en la propaganda y en la polémica, que es más dolorosa que una cuchillada cuando se emplea entre compañeros, y que cuando se emplea contra los adversarios consigue el objeto contrario del que se propusieron los propagandistas, aleja de nuestras ideas la atención del público y levanta entre nosotros y el mundo una muralla de separación que nos reduce a la situación de eternos soñadores, de sempiternos gañones, de hombres encerrados en limitación excesiva.
Ahora, nos ocuparemos solamente de la cuestión de la violencia, y no ya sólo verbal, en la lucha revolucionaria contra la burguesía y el estado, en relación con la filosofía anarquista.
Hablando antes de la degeneración verbalista de una parte del anarquismo, o sedicente tal, por la influencia burguesa que empujó a algunos espíritus sufrientes a aceptar todo cuanto la burguesía quiso atribuir a los anarquistas, he tenido ocasión de repetir lo que ya he dicho infinitas veces y lo que no me cansará nunca de repetir: que la anarquía es la negación de la violencia, y que su objetivo final es la pacificación total entre los hombres. Si otras veces no emplee estas mismas palabras, ciertamente mi pensamiento era el mismo.
En efecto, la anarquía es la negación de la autoridad, y busca eliminarla de las sociedades humanas. Un estado social anárquico será solamente posible cuando ningún hombre pueda o tenga los medios de constreñir, fuera de los de la persuasión, a otro hombre, a hacer lo que éste no quiera. No podemos prever hoy si en un porvenir próximo podrá cesar también del todo hasta la autoridad moral; tal vez es imposible que desaparezca del todo, ni siquiera sé si es deseable que desaparezca, pero ciertamente ira disminuyendo a medida que aumente y se eleve la conciencia individual de cada componente de la sociedad.
Hay una cierta autoridad que proviene de la experiencia, de la ciencia, que no es posible despreciar y que sería locura despreciarla, como sería locura que el enfermero se rebelase contra la autoridad del médico referente a los modos de curar un enfermo, o el albañil no quisiese seguir las instrucciones del arquitecto sobre la construcción de un edificio, el marinero quisiese dirigir la nave contra las indicaciones del piloto. El enfermero, el albañil y el marinero obedecen respectivamente al médico, al arquitecto y al piloto voluntariamente, porque precedentemente aceptaron de una manera libre la dirección técnica de éstos. Ahora bien: cuando se hubiese establecido una sociedad en la que no hubiese otra forma de autoridad que la técnica, la científica, o la de la influencia moral, sin el empleo de la violencia del hombre sobre el hombre, nadie podría negar que sería una sociedad anárquica. No hagamos equívocos con las palabras: entiendo hablar de la violencia material, que se usa con la fuerza material, contra una o muchas personas, violando o disminuyendo su libertad personal, en contra o a despecho de su voluntad, con daño o dolor suyo, o simplemente con la amenaza del empleo de una tal violencia. No puede decirse que conseguiremos una anarquía perfecta —pues nada hay absolutamente perfecto en este mundo—, y la perfecta pacificación social; pero es innegable que la ausencia de la violencia coactiva del hombre sobre el hombre es la condición sine qua non para la posibilidad de existencia de una organización social anárquica.
Entonces, naturalmente, sólo será posible y necesaria una sola forma de violencia contra el propio semejante: la que tenga por objeto defenderse contra aquel que, habiéndose puesto por sí mismo fuera de la sociedad y del pacto por todos libremente aceptado, no se contentase con haberse salido del pacto y de la sociedad, sino que quisiese violar la libertad y la tranquilidad de los demás. Los sospechosos y los que hacen oído de mercader a la palabra de pacto social ponen el grito en las nubes como si quisieran que ya desde ahora los socialistas-anarquistas tuviesen que fijar un estado o un sistema de vida obligatorio para todos. Nada de esto. Enrique Malatesta en su folleto Entre campesinos, plantea la cuestión claramente en estos términos: Por lo demás —dice Jorge, uno de los personajes del diálogo—, lo que queremos hacer por medio de la fuerza es poner en común las primeras materias del suelo, los instrumentos de trabajo, los edificios y todas las riquezas existentes. Respecto al modo de organizar y distribuir la producción, el pueblo hará lo que quiera ... Se puede prever casi con certeza que en algunos puntos establecerá el comunismo, en otros el colectivismo, en otros tal vez otra cosa, y luego, cuando se hayan visto y tocado los resultados de los sistemas adoptados, los demás irán aceptando el que les parezca mejor. Lo esencial es que nadie intente mandar a los demás ni se apodere de la tierra y de los instrumentos de trabajo. A esto sí hay que estar atentos, para impedirlo si tal ocurriera...
Y a la pregunta de qué sería lo que haríamos si alguno quisiera oponerse a lo que los demás hubiesen acordado en interés de todos, o bien si algunos intentasen violar la ajena libertad con la fuerza, o se negasen a trabajar, perjudicando así a sus semejantes, Malatesta responde: En el peor de los casos... si hubiesen quienes no quisiesen trabajar, todo se reduciría a arrojarles de la comunidad dándoles las primeras materias y los intrumentos de trabajo para que trabajasen aparte... Entonces —cuando alguno quisiese violar la libertad ajena— naturalmente sería necesario recurrir a la fuerza, puesto que si no es justo que la mayoría oprima a la minoría, tampoco es justo lo contrario; así como las minorías tienen derecho a la insurrección, las mayorías tienen derecho a la defensa... En estos casos la libertad individual no quedaría violada desde el momento en que: Siempre y en todas partes los hombres tendrían un derecho imprescindible a las primeras materias y a los instrumentos de trabajo, pudiendo, por tanto, separarse siempre de los demás y permanecer libres e independientes.
Se comprende que el mismo razonamiento es válido para las minorías, que tendrían siempre el derecho de rebelarse contra las mayorías que quisieran violentar su voluntad y su libertad, pues si esto ocurriese, la anarquía existiría sólo de nombre y no de hecho. Pero aún en este caso, se trataría de violencia defensiva y no ofensiva, cuya necesidad demostraría en último análisis, que la anarquía no había aún triunfado.
He aquí en qué sentido yo creo por lo que se refiere a la sociedad futura socialista y libertaria, que la violencia debe usarse lo menos posible y en todos los casos solamente como medio defensivo y nunca ofensivo. Hablo siempre de la violencia contra otros hombres, puesto que, por lo demás, la lucha para la vida contendrá siempre cierta dosis de violencia, sino contra los hombres, ciertamente contra las fuerzas ciegas de la naturaleza. Como han demostrado muy bien Gauthier, Kropotkin, Lanessan y otros, la lucha por la vida, entre los hombres, debe ser sustituída, cada vez más, por la asociación y el apoyo mutuo, la solidaridad por la lucha contra la naturaleza, a la que debemos arrancar todo el bienestar que sea posible. Sería pueril, por ejemplo, que porque decimos que la violencia debe ser siempre defensiva, se nos atribuya la idea de que para abrir un túnel de ferrocarril tuviéramos que esperar a que las montañas nos agredieran. Claro está que son siempre los ingenieros los que las atacan.
Si, por lo demás, tuviéramos que hablar de la violencia que se ha usado en el pasado y en el presente y de la que tenga que emplearse en el porvenir, antes de que nos sea posible establecer una vida social sobre las bases del apoyo mutuo y de la solidaridad... esto ya sería cosa bien distinta.
Por lo que se refiere al pasado, se necesitaría hacer todo un estudio histórico para juzgar cuáles violencias han sido buenas y cuáles nocivas, cuáles aportaron consecuencias útiles o dañosas al bienestar humano y al progreso en general. Ciertamente, muchas guerras entre pueblos del pasado se nos presentan como habiendo tenido efectos buenos, aunque la guerra en sí es cosa malvada. Pero se podría, estudiándolas bien, divisar también sus efectos perjudiciales, puesto que en sustancia los acontecimientos históricos no pueden ser divididos de modo absoluto en buenos y malos, útiles o dañosos. Pero dejemos aparte el pasado, sobre el cual mi opinión es la de que, en línea general, las violencias sociales buenas y útiles en definitiva, han sido, más que todas las demás, las de las varias revoluciones contra las diversas tiranías que han oprimido a los pueblos, tanto las de objetivos políticos como las de económicos.
Nadie pone ya en duda la utilidad de la violencia individual y colectiva desde Armedio o Felice Orsini, desde la rebelión de Espártaco, aunque plagada de saqueos, hasta las infinitas revueltas que constituyeron la gran revolución francesa, tan larga y violenta. Pero, repito, dejemos el pasado, ya que nos importa más el presente y, de éste, mucho más y de modo especial, lo que al anarquismo se refiere.
Así, por ejemplo, ¿se podrá decir que hoy, en la lucha, es siempre condenable la violencia? No, ciertamente. Un periódico de Roma me preguntó sobre este particular, obtuvo de mí la repuesta, que no fue publicada, de que la violencia no es un fin, sino un medio, y un medio que nosotros no hemos elegido deliberadamente por amor a la violencia en sí, sino porque las condiciones peculiares de la lucha nos han constreñido a emplearlo. En la sociedad actual todo es violencia y por todos los poros absorbemos su influencia y su provocación, y frecuentemente tenemos que devorar para no ser devorados. Es, ciertamente, una cosa dolorosa, que está en esencial contradicción, señaladamente, con nuestros principios anarquistas, pero ¿qué le vamos a hacer? No depende aún de nosotros poder determinar ciertas formas de vida social con preferencia a otras, ni poder escoger el género de relaciones humanas más en armonía con nuestras ideas. Desde el momento en que no queremos ser solamente una escuela de discusión filosófica, sino también un partido revolucionario, en la lucha empleamos los medios que la situación nos consiente y que los propios adversarios nos indican empleándolos ellos mismos.
En este sentido, se puede decir que los anarquistas y los revolucionarios en su rebelión contra la explotación y la opresión, se encuentran en estado de legítima defensa, ya que el oprimido y el explotado que se rebela, no es nunca el primero en emplear la violencia, ya que la primera violencia que se comete es en su daño por parte del que le oprime y le explota, precisamente con la opresión y la explotación que son formas de violencia continua mucho más terribles que no el acto impaciente de un rebelde aislado o aún el de todo un pueblo en rebelión. Sabido es que la más sangrienta de las revoluciones no ha causado nunca víctimas como una sola guerra de breve duración, o como un solo año de miseria entre la clase obrera. ¿Se sacará de esto en conclusión que los anarquistas desaprueban siempre la violencia, fuera del caso de defensa en el sentido de un ataque personal o colectivo, aislado y pasajero? Ni por sueños, y el que quiera atribuirnos una idea tan tonta sería a su vez tonto y maligno. Pero sería también tonto y maligno quien desde otro punto de vista quisiera argüir que somos partidarios de la violencia siempre y a toda costa. La violencia, además de estar por sí misma en contradicción con la filosofía anarquista, por cuanto implica siempre dolor y lágrimas, es una cosa que nos entristece; puede imponérnosla la sociedad, pero si es cierto que sería debilidad imperdonable condenarla cuando es necesaria, malvado sería también su empleo cuando fuese irracional, inútil, o cuando se acoplara en sentido contrario del que nos proponemos.
En todo, y a propósito de todo, los revolucionarios no deben abdicar nunca de su propia razón. Si queriendo hacer un periódico, editar un folleto, organizar una conferencia o un mítin, pensamos primeramente en medir si vale la pena gastar tiempo y dinero y decidimos afirmativamente cuando creemos que los efectos probables valen la energía necesaria para obtenerlos, ¿cómo no haríamos el mismo razonamiento cuando el gasto, como dice muy bien Malatesta, se totaliza en vidas humanas, para ver si este gasto tendrá por lo menos un resultado equivalente con otra tanta propaganda o en otro tanto efecto prácticamente revolucionario? Ciertamente que en cuestiones de esta índole no es posible tener una balanza de precisión para medir el pro y el contra de todo acto; pero en sentido relativo las susodichas consideraciones conservan la misma importancia: en líneas generales, el razonamiento debe ser preferido y sustituir al azar o a la irracionalidad.
Así, para presentar un ejemplo, si en una revolución fuese necesario, para hacerla triunfar, en un dado momento, pegar fuego a toda una biblioteca, yo que adoro los libros, consideraría como delito el acto de quien se opusiera al incendio, aunque considerase éste como una gran desventura. La violencia del innovador es diferente de la del hombre que es violento por la violencia en sí; la violencia del innovador, por implacable que sea, se emplea con intelecto amoroso: comete piadosamente acciones crueles, decía Juan Bovio. De igual modo le guía el amor cuando el cirujano la emplea sobre un enfermo; ¿Pero que diríais de un cirujano que sin preocuparse de la salud del enfermo hiciese una operación por el gusto de hacerla, precisamente porque es una bella operación?
Para presentar un ejemplo más propio, en Rusia, todos los atentados contra el gobierno y sus representantes y sostenedores son justificados hasta nuestros mismos adversarios más moderados, aún cuando hieran a veces a inocentes; pero ciertamente los mismos revolucionarios los desaprobarían si fuesen cometidos a ciegas contra gentes que pasan por la calle o que están inofensivamente sentadas en un café o en un teatro.
La sociedad nueva no debe comenzar con un acto de vileza, decía Nicolás Barbato en su memorable declaración ante un tribunal militar. En efecto, sería vil pecar por exceso de sentimentalismo ante la historia cuando la energía revolucionaria es un deber; pero sería asimismo erróneo esperar el triunfo de la revolución de la violencia guiada por el odio, la cual, como dijo muy bien Malatesta en un artículo, hace ya algunos años, nos conduciría a una nueva tiranía aún cuando ésta se cobijara con el manto de la anarquía.
La violencia del lenguaje en la polémica y en la propaganda
Una de las razones por las que a la propaganda revolucionaria y especialmente a la anarquista, le es costoso hacerse escuchar, y más aún persuadir a los que la escuchan, radica precisamente en que esta propaganda se efectua en una forma y un lenguaje tan violento que en lugar de atraer rechaza la simpatía y el interés de quienes escuchan. Recuerdo que la primera vez que cayeron en mis manos y ante mis ojos periódicos anarquistas, su estilo, en lugar de persuadirme me ofendía, y probablemente no habría llegado a ser nunca un anarquista sin más que la lectura de los periódicos, no hubiera abierto brecha en mi ánimo la discusión benévola con algún amigo y la atenta lectura de los folletos y los libros, por su naturaleza mucho más serios y serenos y nada virulentos. Y recuerdo asimismo, que lo que llamó mi atención y simpatía hacia el anarquismo, fue precisamente la violencia del lenguaje con que se le atacaba en aquel periodo —1892-1893—, por parte de los escritores burgueses de todos los matices.
En aquella violencia de los ataques, advertía yo toda la debilidad de los argumentos autoritarios, y más tarde fue precisamente esta mezquindad de los argumentos contra el anarquismo lo que me persuadió, por una parte de las razones libertarias, y por otra —persuasión que cada vez se ha hecho más firme en mi ánimo—, de que en la polémica y en la propaganda, que es cuando se trata de convencer y no de vencer, emplea un lenguaje más violento aquel que se encuentra más pobre de argumentos. Desde entonces, cada vez que he tenido que sostener una polémica, nunca me he sentido tan seguro de mi mismo como cuando se me ha atacado groseramente: ¿Te enfadas? Pues es que no tienes razón. Este ha sido en tales ocasiones mi pensamiento acerca de mi adversario. Y me place que esta opinión mía he podido hallarla en todos los anarquistas más notables por la ciencia y la cultura y por la eficacia de su propaganda. En sus Memorias de un revolucionario, al narrar, Pedro Kropotkin la fundación del Révolté, dice lo siguiente: Nuestro periódico era moderado en la forma, pero sustancialmente revolucionario... Los periódicos socialistas tienden a menudo a convertirse en una jeremiada sobre las condiciones existentes... se describe con vivos colores la miseria y el sufrimiento, etc. Para contrabalanzar el efecto deprimente que esta lamentación produce, se recurre entonces a la magia de las palabras violentas, con las cuales se pretende dar ánimo a los lectores... Yo creo, al contrario, que un periódico revolucionario debe dedicarse, sobre todo, a recoger los síntomas que por todas partes preludian el advenimiento de una nueva era, la germinación de nuevas formas de vida social, la rebelión que aumenta contra las viejas instituciones. Hacer sentir al obrero que su corazón late al unísono con el corazón de la humanidad en el mundo entero, que toma parte en su rebeldía contra la secular injusticia, en sus tentativas para crear nuevas condiciones sociales... He aquí cuál debería ser la misión principal de un periódico revolucionario.
Puesto que el objetivo de la propaganda es persuadir, es necesario saber emplear un lenguaje apropiado. Recuerdo el caso de un anarquista francés que en sus artículos, conferencias, y hasta en sus conversaciones familiares, lo primero que hacía era tratar a sus adversarios de embrutecidos, fuesen curas o burgueses, republicanos o socialistas, y hasta a los anarquistas que no pensaban como él. Imaginaos a un adversario que nos tratara tan groseramente. De no terminar a puñetazos es seguro que no nos persuadiría aunque tuviese mil veces la razón.
¿Deberemos, pues, ponernos los guantes para contender con nuestros enemigos y con los que engañan al pueblo? No, ciertamente. Pero mejor sería que la violencia estuviera en los argumentos y no en la forma exterior del lenguaje. Claro es que actualmente, habiendo ya el pueblo abierto algo los ojos y odiando por ello a los dominadores, no hay necesidad de tener pelos en la lengua. Pero suponed por un instante que estáis haciendo propaganda en medio de un grupo de soldados no subversivos, o de campesinos que salen de misa, o de jovenzuelos patriotas y monárquicos: ¿Diréis a aquellos soldados lo que pensáis de su oficio, a los campesinos que su cura es un impostor y su religión una porquería y a los jóvenes monárquicos que la monarquía es una basura?
Algunos me responderán que sí. Pues bien: no diré yo que en tal caso mentiríamos; muy al contrario. Pero si nos hubíeramos propuesto hacer propaganda, podríamos desde luego, renunciar a hacerla, porque nadie nos escucharía, mientras que si con los hechos a la mano y con razones que convenzan, en lugar de ofender, supiéramos demostrar la verdad, ésta acabaría iluminando la mente de más un oyente. Naturalmente que con frecuencia es necesario llamar a las cosas y las personas por su nombre pero es preciso que sea un instante propicio y con razonamientos. Bajo la impresión de ciertos hechos, sería vil y dañoso callarse la propia indignación. Pero indignarse siempre, venga o no a cuento, todos los días, hasta cuando se habla del materialismo histórico, de individualismo o de concentración del capital, es pueril y se corre el riesgo de que los adversarios no nos tomen en serio, habituando de tal modo a los enemigos a las palabras y frases gruesas, que hasta para esto acaban perdiendo toda su eficacia.
Es como aquellos enfermos del estómago que usan estimulantes; la violencia del lenguaje puede ser para el cerebro lo que esos estimulantes para el estómago... Un estimulante enérgico, empleado una, dos , tres veces, o raramente, es eficaz para combatir muchos males gástricos y producir una buena digestión. Pero si el estimulante lo empleáis todos los días, a cada comida, acabáis por echaros a perder el estómago y no obtener de él ningún beneficio, aunque vayáis aumentando la dosis.
Sé de países muy libres donde la propaganda escrita no tiene obstáculos y la fantasía más desenfrenada y violenta puede atacar el universo entero con toda la dinamita y petróleo de que quiera echar mano contra el vil burgués. Como que en estos países la policía no hace caso, los que escriben con semejante furia agotan pronto todo el repertorio de violencias y ningún efecto causan sobre los lectores. Y lo malo es que cuando un día en que realmente habría que elevar el tono de voz en los artículos y discursos, los escritores y los oradores son impotentes para provocar la menor impresión en un público ya cansado de tales virulencias. Y entonces la propaganda pierde tres cuartas partes de su valor.
Frecuentemente, en la propaganda, somos violentos, no tanto como para convencer como para despechar a nuestros adversarios, o para hacer un bello gesto literario. Es el caso de Tailhade, apologista de todos los atentados, en prosa y en verso admirables, pero que después de un año de cárcel plegó las velas y se metió en el partido nacionalista porque, de continuar como hasta entonces, las cosas le habrían salido ya mal. Es el caso de un terrible escritor individualista, poeta dinamitero, que nos insultaba y nos llamaba moderados... desde América, que cuando regresó a Italia se inscribió inmediatamente en el partido socialista legalitario.
También el bello gesto puede ser bueno y útil, pero cuando se hace con valentía y dignidad, cuando la insolencia se lanza en pleno rostro del enemigo y se aceptan todas las responsabilidades. Entonces la palabra resulta un acto, se convierte en propaganda por el hecho. Más de uno hemos visto que pasa por tímido entre los anarquistas y que, presentada la ocasión, fue un héroe ante un tribunal o frente a las bayonetas, y en cambio hemos visto a muchos terribles vozarrones que se aquietaron al asomar el peligro, o, peor aún, hicieron papeles ridículos, como algunos de los más violentos redactores del Sempre Avanti, de Liorna, y del Ordine, de Turin, que en los años 1893-1894 escribían con una bomba de dinamita en la mesa de redacción, pero que, llevados la tribunal renegaron de la anarquía, sacaron al párroco por testigo de lo bondadosos que eran, después de haber comulgado devotamente, o se llamaron anarquistas evolucionistas spencerianos y otras cosas peores. Y menos mal cuando la violencia del lenguaje tenía la belleza artística o contenía un concepto sustancialmente justo, pero en la inmensa mayoría de los casos, las cosas dichas más violentamente lo son con un vocabulario que causa risa o pena.
Naturalmente, lo antedicho debe entenderse cum gramu salis, pues desgraciadamente en ciertos ambientes el lenguaje violento en la propaganda y en la polémica se ha ido haciendo tan habitual, que muchos lo creen indispensable y se ofenderán con mis palabras. Pero yo no hablo para estos hombres de valentía y de lealtad, o mejor dicho, sí hablo para ellos, para convencerles con las pruebas de hecho antedichas, de cuán dañoso es en interés de las ideas persistir en métodos no adecuados, antes más bien deletéreos. Si los que me leen son personas progresistas, razonables, no les irritará que ponga mano en la llaga; irritará, indudablemente, a los pocos que saben que obran mal e insisten en hacerlo por fines inconfesables de vanidad o de éxito personal o de gloria seudorevolucionaria.
Hay muchos hombres, verdad es, que si hablan alto y fuerte saben obrar también en consecuencia. Pero también hay otros que no se limitan a ser moderados en los términos y en las formas, sino que lo son también en la sustancia, en los hechos. Deploro lo que hacen éstos y admiro a aquellos y me siento más cerca de ellos que de éstos, aunque nos separen diferencias doctrinales o de táctica. No obstante, la verdad no cambia, o sea, que todo debe estar proporcionado y tendente al fin que nos proponemos.
El fin de la propaganda y de la polémica es convencer y persuadir. Ahora bien: no se convence y no se persuade con violencias en el lenguaje, con insultos e invectivas, sino con la cortesía y la educación de los modales. Solamente cuando se tiene delante una fuerza que nos amenaza y nos oprime, un obstáculo material que nos impide el camino, una violencia opuesta que no se puede vencer sin violencia —sea que se oponga a nuestra propaganda, sea que brutalmente limite nuestra libertad y nuestro bienestar—, solamente entonces es lógica la violencia; pero entonces, ser violentos... de palabra, sería en extremo ridículo. Para presentaros una similitud, dire que es ridículo querer persuadir a la gente con la violencia —sea del insulto o del palo— como sería ridículo querer vencer una insurrección con simples argumentos escritos o hablados.
De acuerdo, como he dicho antes, en que no todos los que gritan más violentamente son pusilánimes, como no todos los que hablan y discuten moderadamente son de la madera de los héroes, pero el daño que a la propaganda le proviene del hábito de los primeros es insuperablemente mayor del que pueda provenir del hábito de los segundos. Si mañana, en la lucha material, se muestra pusilánime el que no peroraba como un matasiete, será un mal, pero un mal que pasará inobservado. Pero si resulta pusilánime el que voceaba a todo pasto cosas terribles y se atrajo la antipatía de los que no pensaban como él, el efecto será desastroso, y el pueblo y los adversarios tendrán motivos plausibles a primera vista para no tomarnos en serio.
Verdad es que a veces, en tiempo de calma, se imponen en la propaganda y en la polémica, la palabra ruda que azota el rostro cuando se tiene delante un hecho que indigna o un adversario de reconocida mala fe. Pero la palabra áspera de la protesta y de la bofetada moral tiene mucho más eficacia cuando menos se emplea. Me explicaré. Si a un adversario que apenas roza nuestra sensibilidad u ofende nuestras ideas, le arrojáis a la cara todo el tintero de las insolencias sugeridas por vuestro resentimiento, el día en que otro adversario verdaderamente vil y de mala fe os trate peor, entonces sois impotentes para pararle los pies, puesto que las palabras que diréis contra él no tendrán valor si las habéis ya lanzado contra otros por cosas de menos importancia.
Probad, en cambio, a tener un lenguaje moderado en la forma, pero que sustancialmente diga por completo y sin transigencias todo vuestro pensamiento, y habituad a vuestros lectores a las formas corteses de la polémica, y veréis como, cuando por un motivo serio levantéis el tono de la voz, seréis comprendidos mucho más que si os obstináis en chillar como energúmenos todos los días.
En la propaganda hay que procurar siempre hacer vibrar alguna cuerda del alma humana, y esto os sería imposible si habituarais vuestro espíritu al maximum de violencia. Después de la primera impresión, sucede el hábito. Es como una persona que se impresionara enormemente al oír un simple estallido de disparo de revólver y que no se conmoviera luego, lo más mínimo, puesta en un campo de ejercicio de tiro. Y nosotros tenemos necesidad imprescindible, de conmover. Es éste el modo de poder sinceramente llamar la ajena atención sobre nuestras razones.
Se me puede objetar, y con razón, que vivimos en un ambiente tal de violencia y de maldad, que no es siempre posible conservar la serenidad deseable. Nadie pretende esto. Mis observaciones sólo tienen un valor indicativo, de máxima, para los que más se dedican a la propaganda. Así, es verdad que hay instituciones y personas hacia las cuales no es posible sentir tolerancia y contra las cuales se tiene el sacrosanto deber, como dice un poeta nuestro, de combatirlas sin respeto y sin cortesía.
Por ejemplo, cuando se habla del gobierno, sería pueril ir en busca de eufemismos. Hablando mal de él, se es más elocuente.
Verdad es que cuando se habla mal de un canalla hay que guardarse mucho de atribuirle actos que no ha hecho, a fin de no darle ocasión con nuestro error, de que haga protestas de bondad y honradez. Por incurrir demasiado en esta exageración, ha podido tener nacimiento en nuestros adversarios, la irónica frase que dice: ¿Llueve? ¡La culpa la tiene el gobierno! Más como todos los gobiernos, aunque no tengan la culpa de que llueva, ocasionan daños mucho mayores, no hay que andarse con temores para atacarles crudamente. De gobiernos, curas y patronos, nunca se dirá bastante, y si la violencia en la polémica y en la propaganda no se emplease sino contra ellos, nada habría dicho, limitándome a poner de relieve el defecto señalado.
Pero la violencia del lenguaje en la polémica y en la propaganda, la violencia verbal y escrita, que a veces se ha resuelto dolorosamente en hechos de violencia material contra las personas, la violencia que, sobre todo, deploro, es la que se emplea contra otros partidos progresistas, más o menos revolucionarios, que esto poco importa, que están compuestos de oprimidos y explotados como nosotros, de gentes que como nosotros están animadas por el deseo de cambiar hacia un estado mejor la situación política y social presente. Aquellos partidos, que aspiran al poder, cuando a él lleguen, indudablemente serán enemigos de los anarquistas, pero como esto está aún lejos de ser, como que su intención puede ser buena y muchos males de los que quieren eliminar también queremos nosotros verlos suprimidos, y como que tenemos muchos enemigos comunes y en común tendremos, sin duda, que librar más de una batalla, es inútil, cuando no perjudicial, tratarlos violentamente, dado que por ahora lo que nos divide es una diferencia de opinión, y tratar violentamente a alguno porque no piensa u obra como nosotros es una prepotencia, es un acto antisocial.
La propaganda y la polémica que hacemos entre los elementos de los demás partidos, tiende a persuadirles de la bondad de nuestras razones, a atraerlos a nuestro ambiente. Lo que hemos dicho anteriormente en líneas generales, es decir, que se persuade mal al que se trata mal, es más aplicable en línea particular tratándose de elementos asimilables: de obreros, de jóvenes, de inteligencias ya despiertas, de hombres que ya están en camino hacia la verdad. El choque de la violencia, al contrario, lejos de empujarles, los detiene en este camino, por reacción. Algunos de sus jefes pueden obrar de mala fe, pero decidme: ¿estamos seguros de que entre nosotros no haya también personas que obren del mismo modo? Debemos procurar atacarles cogiéndoles, como suele decirse, en el garlito, cuando realmente se ve que obran de mala fe, y no involucrar en el ataque a todo el partido. Ciertamente que muchas doctrinas suyas son erróneas, pero para demostrar su error no son necesarios los insultos; algunos de sus métodos son nocivos a la causa revolucionaria, pero obrando nosotros de modo diferente y propagando con el ejemplo y la demostración razonada, les enseñaremos que nuestros métodos son mejores.
Todas las consideraciones de este trabajo me han sido sugeridas por la constatación de un fenómeno que he observado en nuestro campo. Nos hemos acostumbrado tanto a ahuecar la voz siempre y en todo, que hemos ido perdiendo gradualmente el valor de las palabras y de su relatividad. Los mismos adjetivos despreciativos nos sirven de igual modo para atacar de frente al cura, al monárquico, al republicano, al socialista y hasta al anarquista que no piense como nosotros. Y eso es un defecto primordial. Si alguna diferencia se establece, más bien es en beneficio de nuestros peores enemigos. Se puede decir que los anarquistas y los socialistas no hemos dicho nunca tantas insolencias a los curas y a los monárquicos como a los republicanos, y que los anarquistas nunca dijeron tantas a los burgueses como llevan dichas a los socialistas. Más diré todavía: especialmente en los últimos tiempos, ha habido anarquistas que han tratado a otros anarquistas, que no pensaban exactamente como ellos, como jamás trataron a los clericales, explotadores y policías juntos.
Sin querer insistir sobre las innumerables veces que entre buenos compañeros nos hemos llamado mixtificadores, clericales, locos, cobardes y otras lindezas semejantes, basta un ejemplo que he hallado y que cito con disgusto, en un periódico que se llama anarquista. Helo aquí: en la lista de los suscriptores había un donante que firmaba —no quiero decir su nombre— augurando que en el Congreso de los socialistas-anarquistas, que entonces se preparaba para ser celebrado en Roma, se les arrojara a los congresistas una bomba. Parecerá una burla, una triste burla por cierto, si toda la índole del periódico no fuese un testimonio de que aquella frase expresaba verdaderamente un rencor, casi un odio.
Suele decirse que entre hermanos es donde más abundan las peleas... Triste hermandad por cierto. Yo pienso que urge reaccionar contra estos métodos dolorosos y lamentables, y el único medio adecuado me parece que será el de no recoger nunca los insultos, o, a lo sumo, limitarse a señalar a quien emplea semejante lenguaje del mismo modo que señalamos a los que vienen a sembrar la discordia y la confusión en nuestro campo. A estos antes nos conviene hacerles el honor de la discusión, y si nos vemos obligados a discutir, jamás debemos imitar su estilo ni descender a su terreno, tanto si se trata de adversarios más o menos afines, como si se trata de sedicentes compañeros. En lugar de discutir con ellos sobre ideas, mejor será darles nociones de educación.
Y aún creo que sería mejor que procurásemos conocernos, y, sobre todo, trabajar sin perder nunca de vista que en frente tenemos al enemigo, al verdadero enemigo que acecha el momento de nuestra debilidad para asestarnos sus golpes. Porque nunca como en medio de los partidos en que la acción es la única razón de vida, se puede decir con mayor motivo que el ocio es el peor de todos los vicios y el primero de éstos es el de la discordia. No siempre, especialmente entre los que saben manejar la pluma, la violencia contra los compañeros o contra los amigos de los partidos afines, se emplea del modo más rudo, que acaso no sería peor. ¡Cuántos alfilerazos propinados con sabia malignidad! ¡Cuántas elegantes ironías, cuánto sarcasmo, cuánto deseo de tumbar a un adversario! Especialmente se usan estas armas cuando sabemos que no tenemos razón, cuando la conciencia nos dice que atacamos a quien no lo merece y a quien más bien es digno de alabanza. Y entonces, por tratarse de persona superior, se daña doblemente la propaganda, porque no tan sólo no logramos convencer al atacado, sino que disgustamos a los demás que le estiman.
Otro defecto gravísimo cuando se polemiza con alguno y se le critica, es el de suponerle a priori de mala fe. Naturalmente, con quien discute de mala fe, es necesario poder aducir pruebas evidentes para todos. Bastará presentar estas pruebas para dar por terminada decorosamente la polémica. Y si la prueba no puede darse, y no se tiene la certeza absoluta, sería erróneo basar una ruda polémica sobre presunciones vagas y simples. Es preferible, aunque se sospeche lo contrario, suponer una buena fe en el adversario, sin perjuicio de vapulearle cuando más tarde su mala fe resultase evidente. En general, cuando se trata de propaganda o de polémica proselitista, es necesario plantear la discusión sobre la base de la recíproca buena fe admitida a priori, dado que el objeto es convencer con preferencia al mayor número posible de oyentes afines del adversario. Si me pongo a discutir con un jefe de partido político sobre la conquista de los poderes públicos, sé muy bien que difícilmente lograré convencerle, pero lo que primordialmente me interesará es hacerme escuchar de la gente que le sigue. Pues bien: para que sea posible una discusión semejante, para no darle pretexto de negarse a la controversia, tendré interés en tratarle como si fuese de buena fe.
Por lo demás, este deber de tratar con respeto a las ideas y las personas que las sostienen, se impone cuando se discute con gente que no conocemos y que vive lejos de nosotros. Imagináos que tuviéramos que discutir con otros anarquistas de localidades distintas a la nuestra. ¿Qué se diría si les tratásemos como si fuesen gentes equívocas y de mala fe, basándonos en la arbitraria interpretación de un hecho aislado o sobre frases que se nos han dicho de ellos, o sobre un artículo de un periódico, o sobre cualquier otro dato simple de esta índole? ¿Qué se diría si les imputáramos errores en que acaso nosotros mismos hubiésemos incurrido? ¿Qué se diría si les atribuyéramos ideas que no tienen, propensos a pensar de ellos mal antes que bien? ¿Qué se diría, en suma, si les tratáramos, no como a compañeros sinceros, sino como a gente mal intencionada y adversaria a la que se debe o se quiere vilipendiar o anular? Pués se diría que somos unos mal educados, unos maliciosos, unos intolerantes que pretenden ahogar la voz del que no piensa como ellos. Se diría que más deseamos difamarles para arrebatarles la estimación del público que les sigue, y por espíritu de supremacía a todo trance. Tal vez no fuesemos tan culpables, pero se tendría razón en suponerlo.
Puesto que estamos hablando de la violencia en el lenguaje, hablemos también, antes de terminar, de aquella violencia dirigida, no ya contra las personas, sino contra las ideas, y a la que podríamos llamar violencia retórica.
Cuando hacemos propaganda, tenemos la costumbre, para causar más impresión, de hablar y escribir de modo figurado, por medio de contrastes, de hipérboles, de similitudes. Es un método natural, al que nos obliga el tener que dirigirnos a personas o poco cultas o de ánimo sencillo, y, por lo tanto, más impresionables, a las cuales nuestras ideas se les pueden inculcar más viva y sentidamente en forma imaginativa que con razones demasiado frías y matemáticas.
Pero esta utilidad tiene un peligro. Por la tendencia natural que todos tenemos a exagerar el argumento y las imágenes cuando escribimos o hablamos de cosas que nos apasionan, la misma exageración consigue a veces neutralizar el efecto de nuestras palabras.
En el fondo, muchas de las consideraciones ya desarrolladas sobre la apreciación de las personas, son, en cierta medida, válidas también para la apreciación de los hechos.
Para explicar mi pensamiento, me valdré de un ejemplo personal. Una vez me encontraba entre buenísimos compañeros reunidos en una ciudad de las Marcas. Era el día veinte de septiembre, aniversario de la caída del poder temporal de los papas. Entre otras cosas, se me escapó decir que ésta era una fecha de importancia histórica relevante y que para el progreso la caída del poder temporal fue una fortuna. ¡Qué efecto produjeron mis palabras! Habituados los compañeros a decir y a oir decir todos los días que actualmente estamos peor que bajo el gobierno de los curas, habían acabado por creerlo, y por más que me esforcé por dar mis razones y en demostrar que no por esto me había vuelto monárquico, aquellos compañeros se quedaron con la convicción de que yo era un anarquista muy poco convencido y muy poco conciente.
Otro ejemplo: hace algún tiempo, leí en un periódico anarquista, a propósito de la política anticongregacionista francesa, un bello artículo sobre la inanidad de la legislación anticlerical, en lo cual yo estaba de completo acuerdo con el articulista. Pero la conclusión del artículo era que la mentira laica es más peligrosa que la mentira religiosa. La mentira es siempre despreciable, sea laica, sea religiosa, sea anarquista. Pero en el sentido que a la palabra mentira daba el articulista, la conclusión suponía un gran error. Y este error consistía en tener por peor la tiranía laica que la religiosa.
Entendámonos. A mi me parece que los anarquistas no debemos hacer muchas distinciones: que el gobierno, sea monárquico, teocrático, socialista o republicano, es para nosotros casi lo mismo y que debemos combatirlos a todos.
Pero si alguna distinción debe hacerse, no debemos hacerla precisamente a beneficio de los peores. Por esto no puede decirse que la mentira laica sea peor que la religiosa.
La mentira religiosa es siempre la más potente y nociva de todas, en modo superlativamente mayor que la laica, la cual, no por mérito suyo, sino por su debilidad intrínseca, es menos nociva. Y de hecho, más facilmente venceremos a ésta que a aquella.
Me explicaré mejor. Si sois víctimas de un accidente y, al mismo tiempo, sufrís de mal de muelas, seguramente, refiriéndoos al segundo caso no diréis en serio que es peor el mal de muelas que un ataque de apoplejia. Ciertamente, es preferible no sufrir de ninguna de las dos cosas, de acuerdo. Pero si alguna distinción se debe hacer, francamente, preferimos el dolor de muelas. ¿No os parece?
Esto mismo decía Carlos Malato a propósito de la revolución rusa de 1905, polemizando con ciertos compañeros que sostenían, por amor a las hipérboles, que en Francia se estaba peor que en la Rusia de los zares, exageración que llevaba a la consecuencia de desinteresarse por el movimiento ruso y no tomar parte en la protesta que el mundo intelectual y obrero de París llevaba en pro de los revolucionarios rusos. Bien contrario era lo que debía decirse. Debía decirse que si el gobierno francés era más liberal que el ruso, no es por mérito suyo, sino porque el pueblo francés supo hacer la revolución, la Comuna, y, por tanto, ha sabido resistir a todas las violencias reaccionarias. Debía decirse: deseamos que el pueblo ruso sepa hacer más que el pueblo francés, y mejor...
Deben, pues, dejarse a un lado las exageraciones inútiles, las inútiles violencias, las polémicas fraticidas; y debe trabajarse para hacer algo, por poco que sea, pero algo, en lugar de perder el tiempo charlando demasiado.