Murray Bookchin
Autogestión y tecnología
El concepto de autogestión, en toda la riqueza y variedad de sus significados, ha estado siempre estrechamente relacionado con la idea de progreso técnico; a menudo, hasta tal punto, que a esta conexión no se le ha prestado la atención específica que merecería. No pretendo proponer una teoría —inevitablemente tosca y reductiva— basada sobre el determinismo tecnológico. Está claro que el hombre es un ser social que crea valores, instituciones y relaciones culturales que favorecen o impiden la evolución técnica. Viene ahora al caso, recordar que invenciones técnicas consideradas de importancia vital (como, por ejemplo, la máquina de vapor), ya eran conocidas en la civilización helénica hace más de dos mil años. El que esta fuente vital de energía haya sido siempre considerada poco más que un juguete, demuestra claramente qué enorme influjo han tenido los valores y las culturas de la antigüedad en el desarrollo de la técnica y, particularmente en los períodos históricos no caracterizados por una mentalidad mercantilista.
Sin embargo, sería igualmente prueba de escaso valor y, en cierto sentido, sería también reductivo no reconocer que la técnica, al tiempo que se consolidaba en una u otra forma, ha contribuido ampliamente a hacer que el hombre definiera e interpretase el concepto de autogestión. Esto es cierto sobre todo hoy que la autogestión se entiende en sentido preferentemente económico, como «control obrero», «democracia industrial», «participación económica», e incluso, por parte del anarcosindicalismo, como «propuesta revolucionaria de colectivización económica». Veremos después cómo esta interpretación puramente economicista de la autogestión ha conseguido quitar cualquier valor a las restantes interpretaciones del término, es decir a aquellas formas de organización que se remontan a las confederaciones municipales de la sociedad medieval, a las secciones de la Francia revolucionaria de 1793 y a la Comuna de París. Sin embargo, hay una cosa que está clara: cuando se habla de «autogestión» hoy, nos referimos a una forma determinada de sindicalismo. Nos referimos a una concepción económica relativa a la organización del trabajo, al empleo de las máquinas y los aparatos, al uso racional de los recursos materiales. En resumen, nos referimos a la técnica.
Sin embargo, si apelamos a la técnica abrimos el camino a una serie de paradojas que no pueden liquidarse con bonitos artificios retóricos o con moralismos de andar por casa. Si el papel de la técnica en el desarrollo de la sociedad y del pensamiento a menudo ha sido sobrevalorado por escritores de diversas tendencias en el campo social, como Marshall MacLuhan y Jacques Ellul, no por ello se puede ignorar su influencia en el proceso de formación de las instituciones sociales y de las orientaciones culturales. El significado exquisitamente economicístico que tan a menudo atribuimos al término «autogestión», constituye, por sí mismo, una clara demostración de la medida en que la sociedad industrial tiende a «industrializar» su propio lenguaje.[1]
El término «autogestión» se disocia intelectualmente en sus dos componentes, ideológicamente contrapuestas la una a la otra. La «gestión» tiende a prevalecer sobre el «auto» (de sí para sí); la administración tiende a asumir el control sobre la autonomía del individuo. Gracias a la influencia ejercida por los valores tecnocráticos sobre el pensamiento del hombre, la individualidad —que reviste una importancia fundamental en la concepción libertaria de la organización de la vida en todos sus aspectos—, tiende a ser sustituida, con un juego sutil pero inexorable, por las virtudes de eficaces estrategias administrativas. Como consecuencia, se va promoviendo la «autogestión» no tanto con finalidad libertaria cuanto por metas funcionales, y esto ocurre incluso en los sindicalistas más comprometidos. Se nos empuja a creer que lo «pequeño es hermoso» porque eso presupone el concepto de «energía» más que el de una dimensión humana capaz de hacer la sociedad comprensible y controlable por todos. La iniciativa individual autónoma y la autogestión se ven como aspectos de la logística industrial para la solución de problemas no morales ni sociales, sino económicos y técnicos. Y por eso, la propia sociedad tecnocrática, negadora de la individualidad del hombre, propone los términos del discurso para quien quiere sustituirla por una sociedad más libertaria. Es la propia sociedad tecnocrática quien estimula la sensibilidad de sus feroces adversarios, quien establece los parámetros de la crítica y de la práctica subversiva «industrializando» el sindicalismo.
No menos paradójica parece la limitada naturaleza del propio concepto de «autogestión» cuando demuestra que no es capaz de poner a discusión sus propias premisas tecnológicas. ¿Podemos quizá afirmar sin temor a desmentidos, que las empresas colectivizadas, controladas por los trabajadores, han cambiado de forma decisiva el status social, cultural e intelectual de los obreros? ¿Las fábricas, las minas y las grandes empresas se han transformado, quizá, en paraísos libertarios sólo porque están dirigidas —incluso anárquicamente— por comités obreros? ¿Eliminando la explotación económica nos hemos liberado realmente de la dominación social? ¿Haciendo desaparecer las clases hemos destruido las estructuras jerárquicas? En resumen: ¿las técnicas de hoy pueden continuar siendo substancialmente las mismas si los hombres que las controlan deben transformar profundamente su propia naturaleza de seres Humanos?
He aquí que los conceptos de «control obrero», «democracia industrial» y «participación económica», deben enfrentarse con la explotación tecnológica en sus formas más acérrimas. Quizá la crítica más convincente al concepto sindicalista de organización económica está representada, precisamente, por la evidencia del carácter intrínsecamente autoritario de la tecnología. Una crítica tal se ha avanzado, como veremos, no sólo por los ideólogos de orientación claramente burguesa, sino también por los presuntos exponentes del área «radical». Desde cualquier perspectiva política, esta crítica se sostiene en la común convicción de la neutralidad social de la tecnología. La concepción funcional según la cual la tecnología no es más que el instrumento inanimado a través del cual se realiza el «metabolismo» del hombre con la naturaleza, es ampliamente aceptada y asumida. Que las fábricas sean los «lugares» de la autoridad se considera como un hecho natural (es decir, un hecho que trasciende la esfera ética y es independiente de cualquier consideración de carácter social).
Desgraciadamente cuando se sacan de su contenido histórico y social las consideraciones éticas sobre la tecnología, tienden a prevalecer las meramente funcionales (y es por el mismo motivo por el que desaparecen tas primeras): unas y otras, de hecho, dan por descontado que la tecnología es un hecho puramente proyectual, algo «dado» que puede ser más o menos eficiente. Sólo muy recientemente se ha comenzado a poner en duda este carácter de cosa «dada» atribuido a la tecnología, y se ha visto, en particular, a propósito de las instalaciones para la explotación de la energía nuclear. Después del método de Three-Mile-lsland, en Harrisburg, ha comenzado a difundirse la idea de que incluso él «átomo pacífico» es, por su naturaleza intrínseca un «átomo demoníaco». Lo que es particularmente significativo a propósito de este «incidente» nuclear, es el hecho de que los críticos de la energía atómica hayan conseguido atraer la atención pública sobre las nuevas tecnologías, ecológicas e implícitamente más humanísticas, que solamente esperan ser perfeccionadas y aplicadas. La distinción entre tecnologías «buenas» y «malas» —o sea, la valoración del progreso técnico en términos éticos—, está hoy más viva y difundida de cuanto lo había estado nunca, desde los tiempos de la primera revolución industrial.
Lo que quería resaltar aquí es la necesidad, para quienes luchan en favor de la autogestión, de luchar sobre bases éticas, como hacen los que se oponen a las centrales nucleares. Aparte, también quería verificar si las fábricas, las minas y las empresas agrícolas modernas, pueden ser legítimamente consideradas lugares en los cuales aplicar el concepto anarquista de autogestión (y en caso contrario, cuáles son las posibilidades alternativas de legitimar este concepto a un nuevo nivel ético, social y cultural). El problema es hoy más importante que nunca porque la autogestión esto siendo cada vez más reducida a un puro problema técnico relativo a la dirección empresarial, y, por tanto consonante con los sectores más sofisticados de la burguesía y de los movimientos neo-marxistas. El «control obrero» puede incluso entrar a formar parte de las más normales estrategias de dirección empresarial, con tal de que los trabajadores no aspiren a convertirse en algo diferente. Puede ser incluso deseable —e incluso «productivo»— que sean ellos quienes «tomen las decisiones», a pesar de lo «extremado» que resulte su lenguaje y lo originales que sean las instituciones por medio de las cuales «gestionen» la empresa, con tal de que contribuyan a la racionalización técnica de las operaciones industriales.
Sin embargo, sí la autogestión no es más que una manera diferente de gestionar las formas tecnológicas existentes; si el trabajo de gestionar se limita a ser socializado o colectivizado, en lugar de transformarse en una forma significativa de expresión autónoma (y si estos íntimos, e incluso diría insidiosos, cambios de las condiciones materiales de vida coinciden con la idea de «libertad»), entonces la autogestión se convierte en un objetivo privado de todo valor. Desde este punto de vista, si incluso la libertad debe ser recuperada por la semántica tecnocrática, es necesario reexaminar a fondo el propio concepto de autogestión. Y lo mejor será que analicemos, y muy a fondo, los dos elementos del término auto-gestión —sobre todo en relación con el progreso tecnológico—, antes de sintetizarlos de nuevo en un ideal libertario.
El «auto» deriva del concepto helénico de autonomía, de autogobierno (self-rule) del individuo. Es sobre el término «gobierno» que queremos insistir. Hoy, el significado que se atribuye al término «autonomía», es decir el de simple «independencia», testimonia nuestra tendencia a reducir en sentido economicista términos que tenían un valor bien distinto en épocas históricas ajenas o la mentalidad mercantilista. Para los griegos, los conceptos de «individualidad» y de gobierno, de gobierno social, estaban estrechamente relacionados, y se valoraba la capacidad del individuo para participar directamente en el gobierno de la sociedad, antes incluso de que estuviera en condiciones de resolver sus intereses económicos. El propio término «economía» tenía una connotación más doméstica —relativa al oikos— que social, y las actividades a que se refería, aunque necesarias, se consideraban, en cierto sentido, inferiores en relación a las concernientes a la participación en la vida comunitaria de la polis.
La individualidad, por tanto, estaba ligada no tanto a la organización de la vida material, como al poder del ciudadano en la gestión de la vida social. En efecto, la capacidad de ejercitar poder en el interior de la sociedad —la posibilidad de ser un «individuo»—, presuponía una libertad material garantizada por una eficiente gestión de la economía doméstica. Pero dado que la oikos estaba garantizada, la «individualidad» presuponía mucho más, y este más asume un enorme significado en nuestros días que han reducido el ego a la impotencia y la individualidad a un eufemismo para definir el egoísmo. Para empezar, la individualidad suponía el reconocimiento de la competencia individual. El concepto de autonomía, de autogobierno, habría perdido todo significado si la confraternidad de individuos que constituían la polis helénica (y en particular la democracia ateniense), no hubiera estado formada por hombres de carácter fuerte, capaces de cumplir las enormes responsabilidades de gobierno. En resumen, la polis se basaba en la seguridad de que sus ciudadanos podían ser investidos de «poder», porque estaban dotados de las capacidades individuales necesarias para gestionarlo de un modo digno. La educación de los ciudadanos en el gobierno era, por ello, una educación en la competencia, en la inteligencia, en la probidad moral y el compromiso social. La ecclesia de Atenas, la asamblea popular de los ciudadanos que se reunía al menos cuarenta veces al año, era el banco de pruebas de esta educación; la verdadera escuela, en cambio, era el agora, la plaza pública donde se desarrollaban todas las transacciones de negocios y las discusiones. La individualidad se originó, sobre todo, por una política de la personalidad, y no por un proceso de producción.[2] Desde un punto de vista etimológico no tiene casi sentido disociar el término «auto» de la capacidad de ejercitar un control sobre la vida social, de «gobernar» en el sentido que entendían los griegos. Si disminuimos su significado caracterial —de sus connotaciones fuerza y probidad moral—, la individualidad se convierte en sinónimo de puro «egoísmo», de aquel semblante de personalidad humana, neurótico y vacío como una cáscara que yace entre las basuras de la sociedad burguesa como una escoria de la producción industrial.
Quitar a la autonomía individual estas connotaciones personales significa desnaturalizar, responsablemente, el sentido de las palabras formadas por el prefijo «auto». La «iniciativa autónoma», para usar otro término corriente, implica la activación de estas fuertes connotaciones personales de los procesos sociales. También ésta se basa en una política de la personalidad que educa al individuo y lo hace capaz de intervenir directamente para modificar el curso de los acontecimientos sociales y, en el plano activo, tomar parte en una práctica social común. Sin la capacidad personal de juicio, la fuerza moral, la voluntad y la sensibilidad para actuar en este sentido total y directo, el individuo se atrofiaría y su actividad se reduciría a una relación de obediencia y mandato. En este sentido, iniciativa autónoma solamente puede querer decir acción directa. Pero la acción directa como norma puede entenderse solamente como práctica del individuo comprometido en el proceso social que estos mismos términos presuponen. El «auto», la educación en la individualidad y su ejercicio —casi un entrenamiento cotidiano para la formación de la personalidad individual—, constituyen un fin en sí, el momento culminante de los que tenemos la costumbre de definir como «proceso de auto-realización».
La organización anárquica, con su política de acción directa, es, por definición, el instrumento educativo para la consecución de estos antiguos objetivos. Es el agora donde, como antaño, se realiza la política de la personalidad. En su medio, los «grupos de afinidad» representan una forma de asociación única en su género, fundada sobre el reconocimiento de la capacidad y la competencia de todos sus miembros o, por lo menos, sobre el reconocimiento de la necesidad de alcanzar este nivel de individualidad. Cuando estos grupos cesan de ejercitar su obra educativa en este sentido, se convierten en otra cosa. Peor aún, «producen» militantes y no anarquistas, subordinados y no individuos. En su acepción ideal, el grupo anarquista de afinidad es una asociación sobre bases éticas de individuos libres y dotados de gran fuerza moral, con capacidad para autogobernarse consensualmente utilizando y respetando las respectivas capacidades y competencias. Sólo si alcanzan esta condición, y consecuentemente, sólo si alcanzan a través de un proceso revolucionario el estado de individuos, sus miembros pueden definirse como verdaderos revolucionarios: ciudadanos de una futura sociedad libertaria.
He tratado estos aspectos del problema del «auto», de la autonomía individual —y sólo la escasez de espacio me impide profundizarlos ulteriormente como merecerían—, porque se han convertido en los puntos débiles del concepto de «autogestión». Hasta que no se haya alcanzado, al menos, a un nivel mínimo, este grado de individualidad, el concepto de «autogestión» continuará siendo una contradicción en sus términos. La autogestión, si no existen individuos capaces de gestionarse autónomamente, corre el riesgo de transformarse en cualquier cosa que sea exactamente su opuesto: una jerarquía basada en la obediencia y el mandato. La abolición de las clases no compromete mínimamente la existencia de estas relaciones jerárquicas. Estas pueden subsistir en el interior de la familia, entre los sexos y entre los diferentes grupos de edad, entre los grupos étnicos y en el interior de los organismos burocráticos, lo mismo que en los grupos sociales administrativos que pretenden realizar la política de una organización o de una sociedad libertaria. Ninguna organización social, ni siquiera los más intransigentes grupos anarquistas, pueden ser inmunizados contra el virus de la jerarquía, si no es a través del filtro de la autoconsciencia, derivada de la «autorrealización» de las potencialidades existentes en cada individuo. Este es el mensaje que todas las filosofías occidentales, de Sócrates a Hegel, nos han lanzado. Su llamada al discernimiento y a la autoconsciencia como únicas vías para acceder a la verdad y a la iluminación interior del conocimiento, tienen hoy un valor aún mayor del que tenía en épocas remotas, y socialmente menos confusas, que la nuestra.
Antes de examinar los problemas que, plantea la tecnología en el proceso de autoformación, es importante recordar que el concepto de autogobierno —de autonomía—, precede históricamente, al más moderno de autogestión. Paradójicamente, es significativo el hecho de que hoy autonomía sea sinónimo de independencia, con referencia al ego materialista burgués, más que al individuo comprometido socialmente. El autogobierno se entiende para toda la sociedad en su conjunto y no sólo para la economía. La individualidad helénica encontraba su expresión más plena en la polis sobre la oikos, en la comunidad social sobre la comunidad técnica. Si rozamos apenas los confines de la historia, la autogestión se nos aparece como forma de gobierno de los pueblos, de los barrios y de las ciudades. La esfera técnica es del todo secundaria en relación con la esfera social. En las dos revoluciones que inauguran la era moderna de la política del siglo —la americana y la francesa—, el concepto de autogestión nace de las asambleas ciudadanas libertarias que se reúnen por todas partes, de Boston a Charlestón, y de las secciones populares de los barrios de París. La naturaleza profundamente cívica de esta autogestión contrasta netamente con aquella, puramente económica, que hoy se le atribuye. En sus escritos, Kropotkin discutió ya ampliamente este problema, y no es el caso de profundizarlo más en este trabajo con otros ejemplos. Queda, sin embargo, el hecho de que en la práctica Iibertaria, el concepto de autogestión tiene un significado mucho más amplio y profundo del que se le da corrientemente en nuestros días.
En esta transformación la tecnología ha jugado un papel mucho más determinante que el que se le atribuye. Los procesos de producción artesanal de las sociedades precapitalistas garantizaban siempre un espacio material para el desarrollo subterráneo de un proceso libertario, incluso cuando la centralización política del estado se encontraba notablemente desarrollada. En la base de las instituciones imperiales de las naciones europeas y asiáticas, se encontraban sistemas de organización social como los clanes, los pueblos y las confraternidades, que ni los ejércitos, ni los onerosos impuestos sobre la producción agrícola, podían destruir. Tanto Marx como Kropotkin han descrito, en sus obras, esta estructura social arcaica —un mundo antiguo—, prácticamente inmóvil y aparentemente anónimo, inmutable e indestructible.
La polis helénica y la congregación cristiana añadieron al cuadro el toque de individualidad —de autonomía y de autoconsciencia—, a fin de que el concepto de autodeterminación no brillara demasiado en un mundo netamente caracterizado en sentido individualista. En las democracias urbanas de la Europa Central y de Italia, como en las polis griegas, la autodeterminación municipal de la ciudad, con dimensiones apropiadas a la medida del hombre, floreció, si bien por poco tiempo, en su significado más completo. Se habían puesto así las bases de aquel individualismo socialmente comprometido que caracterizaría, algunos siglos más tarde, el espíritu de la revolución americana y francesa, y habría definido, en nuestra época, las concepciones más avanzadas de autonomía individual, de sociabilidad, de autogestión.
No es posible, ni social ni tecnológicamente, regresar a aquellas épocas del pasado. Sus límites los tenemos hoy demasiado claros para que se pueda justificar la más mínima nostalgia del tiempo que fue. Pero las fuerzas sociales y tecnológicas que han causado la ruina de aquellos valores son mucho más transitorias de lo que generalmente pensamos. Me limitaré aquí a tomar en consideración las dimensiones tecnológicas del problema, dejando aparte los aspectos institucionales. Entre todos los elementos de transformación tecnológica que separan nuestra época del pasado, la «invención» más importante es precisamente aquella que tiene menos características «mecánicas»: la fábrica. A riesgo de parecer exagerado, querría afirmar aquí que ni la máquina de vapor de Watt, ni el convertidor de Bessemer, tuvieron un significado y un peso similares al simple proceso de racionalización del trabajo, de su transformación en una máquina industrial para la producción de bienes de consumo. La mecanización, en el sentido convencional del término, favoreció enormemente este proceso —pero fue la sistemática racionalización de la fuerza de trabajo al servicio de una cada vez mayor especialización productiva, la que demolió completamente la estructura tecnológica de las sociedades autogestionadas, y acabó con la habilidad profesional del trabajador singular—, o sea, la autonomía individual en la esfera económica.
Parémonos un momento a pensar en el significado de estas afirmaciones. El artesanado se basa sobre la habilidad manual del singular y sobre el uso de pocos instrumentos y aparatos. Pero sobre todo, es importante la habilidad del singular: el ejercicio y la experiencia en las expresiones manuales, a menudo con connotaciones culturales; la habilidad en el uso de las manos y la coordinación de los movimientos; la reacción a una vasta serie de estímulos y la expresión original de la propia individualidad. La atmósfera es aquella de los cantos del trabajo, la espiritualidad aquella inserta en el placer de disfrutar y plasmar las posibilidades latentes en las materias primas, para conseguir formas útiles y agradables. No es casualidad que, según Platón, la divinidad no sea más que un artesano que imprime forma a la materia. Es evidente cuáles son los presupuestos sobre los que se fundan las líneas características de esta actividad: un virtuosismo personal lleno, profundo, que no es puramente técnico, sino ético, espiritual y estético. La dimensión artesano es amor, y no esclavitud del trabajo. Estimula y agudiza los sentidos, no los obstruye. Da, en lugar de arrebatar, dignidad al hombre. Libera el espíritu, no lo esteriliza. En el campo técnico, constituye la expresión por excelencia de la individualidad, de la caracterización personal, de la conciencia, de la libertad. El sentido de estas palabras se desprende de cualquier obra de arte y de cualquier objeto de buena producción artesanal.
El trabajador en la fábrica no tiene más que una lejana memoria, y vive sobre ella. El alboroto de la fábrica ahoga cualquier pensamiento, por no hablar de los cantos; la división del trabajo no permite al obrero ninguna relación con lo que produce, la racionalización del trabajo obtura los sentidos y agota el cuerpo. No hay ningún espacio en la fábrica para las formas de expresión del artesano —por el arte o la espiritualidad—, sino únicamente una interacción con los objetos que reduce a objeto al propio trabajador. La distinción entre obrero y artesano no necesita muchas explicaciones. Pero hay dos buenos motivos para considerar una verdadera calamidad, tanto desde el punto de vista social como desde el caracterial, la transformación de la producción artesanal en producción manufacturera. En primer lugar la deshumanización del obrero y su transformación en elemento de una masa; en segundo lugar, la reducción del trabajador a elemento de una estructura jerárquica.
Es bastante significativo que Marx y Engels hayan adoptado la involución del artesano en obrero como prueba de la naturaleza intrínsecamente revolucionaria del proletariado. Y precisamente en esta burda mistificación del destino del proletariado es en la que, a menudo, el sindicalismo sigue la vía trazada por el marxismo. Es común, en ambas ideologías, la convicción de que la fábrica es la «escuela» de revolución (en el caso del sindicalismo, de reconstrucción social), más que lo contrario.
Ambas ideologías, por otra parte, tienen una gran confianza en el papel de la fábrica, como lugar de movilización social.
Para bien o para mal, Marx y Engels expresan esta concepción mucho mejor de lo que suelen hacerlo los teóricos del sindicalismo, y del anarcosindicalismo. Concebido como masa o como clase, el proletariado marxista se convierte en un puro y simple instrumento de la historia. Esta misma despersonalización, para colmo de ironías, le libera de cualquier caracterización humana, más allá de las necesidades «urgentes, que no pueden ocultarse, absolutamente imperativas...» Como simple «clase» o «agente» social, no tiene voluntad personal, sino únicamente histórica. Es un instrumento de la historia en el más puro sentido del término. Por eso, para Marx, «el problema no es qué cosas éste o aquél proletario, ni siquiera todo el proletariado, consideran como objetivos. El problema es qué cosa es el proletariado, y qué cosas, como consecuencia de su ser, deberá hacer».
El ser, por tanto, es diferente de la persona, la acción no depende de la voluntad, la actividad social está separada de la individualidad. En efecto, es precisamente este despojar al proletariado de su individualidad —este deshumanizarlo—, el que le confiere la cualidad de agente social «universal», el que le confiere cualidades sociales casi trascendentales. Los conceptos que he citado, sacados de «la sagrada familia» de los primeros años 4O, impregnan todos los escritos de Marx durante algunos decenios. Si no se tienen presentes al leer las obras posteriores éstas resultan incomprensible, llenas como están de retórica acerca de la superioridad moral del proletariado. Como consecuencia, no sorprende que Marx conciba la fábrica como una especie de coso eclesiástico para la educación de «su» gente social. La tecnología asume, por tanto, la función no sólo de un instrumento para la realización del metabolismo del hombre con la naturaleza, sino incluso del metabolismo del hombre consigo mismo. Paralelamente con la centralización de la industria, a través de la competición y la expropiación, «crecen la miseria, la opresión, la esclavitud, la degradación y la explotación; pero, al mismo tiempo, crece también la rebelión de la clase trabajadora, una clase cada vez más numerosa, instruida, unida y organizada por el propio mecanismo del proceso de producción capitalista», afirma Marx en una de las últimas páginas del primer volumen de «El Capital». “El monopolio capitalista se transforma en un tronco en los pies del propio modo de producción, que se ha desarrollado a su lado y por debajo... el cordón que lo une se rompe. Para la propiedad privada capitalista suena la campana de muerte. Los expropiadores son expropiados» (el subrayado es mío).
La importancia de estas famosas palabras de Marx reside en la importancia que concede a la fábrica, a su función educativa, de unificación y de organización del proletariado por Obra del «propio mecanismo del proceso de producción capitalista». Se podría casi decir que la fábrica «produce» revolucionarios con la misma impersonalidad con que «produce» bienes de consumo. Pero aún más significativo es el hecho de que «produzca» también al proletariado. Esta concepción es también típica del sindicalismo. En ambos casos, la estructura de la fábrica no es simplemente una estructura técnica, sino también una estructura social. Marx tiende a despreciarla históricamente como reino de necesidades materiales, cuya influencia sobre la vida deberá, al final, atenuarse por el tiempo libre a disposición del comunismo.
Estamos por tanto frente a la paradoja que constituye el inquietante nudo de la cuestión: la fábrica, de hecho, lejos de actuar como fuerza de cambio social, lo hace como fuerza regresiva. Tanto el marxismo como el sindicalismo, en virtud de su concepción de la fábrica como enclave social revolucionario, deben reformular la idea de autogestión para significar la gestión industrial del individuo. Para Marx esto no representa un problema. No pueden darse individualidades en el interior de la fábrica. La fábrica no sirve sólo para movilizar e instruir al proletariado, sino también para deshumanizarlo. La libertad no hay que buscarla en el interior, sino fuera de ella. La libertad, en efecto, «no puede consistir en otra cosa que en el hecho de que el hombre socializado, los productores asociados, regulen de forma racional sus relaciones de intercambio con la naturaleza y asuman colectivamente el control, en lugar de ser dominados por una fuerza ciega...», observa Marx en el tercer volumen de «El Capital». «Pero queda siempre el reino de las necesidades materiales. Por encima de él se inicia ese desarrollo de la potencialidad humana que constituye su propio fin, la verdadera dimensión de la libertad la cual, sin embargo, puede basarse y desarrollarse sólo sobre las necesidades. Su premisa fundamental es la reducción del horario de trabajo».
Obviamente, la fábrica concebida como “reino de necesidades materiales”, no exige necesariamente la autogestión. Es más, se trata de la antítesis exacta de una escuela de auto formación, de formación del individuo, como el agora con su concepción helénica de la educación. Remedando a sus adversarios sindicalistas al pedir el «control obrero» sobre la industria, los marxistas contemporáneos no hacen más que tergiversar el espíritu del concepto de la libertad de Marx. Esto significa disminuir, haciéndolo en su nombre, a un gran pensador, al usar términos completamente extraños a sus ideas. Engels, en cambio, en el ensayo «Sobre la autoridad» extrema burdamente la crítica de Marx al anarquismo precisamente sobre la base del funcionamiento de la fábrica. La autoridad concebida como «la imposición de nuestra voluntad sobre la de los otros», como «subordinación», es inevitable en una sociedad industrial, incluso comunista. Es un fenómeno connatural a la tecnología moderna, indispensable (según Engels) como la propia fábrica. Engels procede, por tanto, a exponer detalladamente esta concepción adversa al anarquismo con toda la ramplonería filistea de una mente victoriana. La coordinación de las operaciones industriales requiere disciplina y subordinación al mando, más aún, al «despotismo» de las máquinas automáticas, y presupone la «necesidad de una autoridad... de una autoridad imperiosa”, (lo subrayado es mío). Engels no elude ni siquiera los más obtusos prejuicios sobre este argumento. Pasa con ligereza, de la «autoridad» de las máquinas hiladoras (¡nada menos!), a la «obediencia inmediata y absoluta» debida al capitán de un barco. Confunde la coordinación con el mando, la organización con la jerarquía, el acuerdo con la dominación, y más aún, con la dominación «imperiosa».
Pero aún más significativas que los sofismas del escrito de Engels son las insidiosas verdades que contiene. La fábrica es, en realidad, exactamente el reino de las necesidades materiales — de la libertad. Es una escuela jerárquica, de obediencia y mandato, no revolucionaria y liberadora. Reproduce en cada momento, en cada hora, el servilismo del proletariado, y no su despegue revolucionario de sentido histórico. No impide, ciertamente, que sea reducido a objeto, sino que atenta contra su individualidad, contra su capacidad de trascender las necesidades. Como consecuencia, puesto que la autodeterminación, la iniciativa autónoma y la individualidad son la propia esencia de la «dimensión de la libertad», hay que negarlas a la «base material» de la sociedad, para poder encontrar una afirmación sólo en las «superestructuras» (al menos hasta que la fábrica y las técnicas de producción capitalista sean concebidas exclusivamente desde el punto de vista técnico, como elementos connaturales a la producción.)
Debemos presumir, por otra parte, que este reino deshumanizado de necesidades, —avalado por una «autoridad imperiosa»— puede en alguna forma, elevar y acrecentar la conciencia de clase del trabajador deshumanizado, transformándola en una conciencia social universal; y que este obrero, despojado y privado de cualquier individualidad en una vida de trabajo cotidiano, pueda de alguna forma recuperar el compromiso y la competencia social necesarias para un proceso revolucionario a gran escala, y para la construcción de una sociedad verdaderamente libre, basada en la autodeterminación en el sentido más auténtico del término. En fin, debemos pensar que esta sociedad libre pueda eliminar la jerarquía por una parte, mientras la conserva «imperiosa» por otra. Llevado a la lógica extrema, la paradoja adquiere proporciones absurdas. La jerarquía, como un mono de trabajo, se convierte en instrumento del que se desviste al «reino de la libertad» para colocárselo al «reino de las necesidades». Como un columpio, la libertad oscila en el punto en que situamos el eje social: quizá en el centro de la mesa en una determinada «fase» de la historia, o más desplazada hacia una u otra extremidad en otra «fase», pero siempre de forma que la medida sea equiparable a la «jornada de trabajo».
Esta fatal paradoja es común al comunismo lo mismo que al sindicalismo. Lo que redime a este último es la implícita complicidad —igualmente implícita, también, en las obras de Charles Fourier—, de la necesidad de privar a la tecnología de su carácter jerárquico y gris, monótono, para poder crear una sociedad libre. En las doctrinas sindicalistas, sin embargo, esta complicidad es, a menudo, distorsionada por la aceptación de la fábrica como infraestructura de la nueva sociedad en el interior de la vieja, como paradigma de la organización de la clase obrera y como escuela para la humanización del proletariado, así como para su movilización como fuerza social revolucionaria. La tecnología, por tanto, constituye un grave dilema para la concepción libertaria de la autogestión. ¿De dónde sacaron los trabajadores —y en general, todos los oprimidos: las mujeres, los jóvenes, los ancianos, los grupos étnicos, las comunidades culturales—, la subjetividad necesaria para el desarrollo de la individualidad? ¿Con qué tecnologías se puede sustituir la movilización jerárquica de la fuerza de trabajo en las fábricas? En fin, ¿cuáles son las componentes de la «gestión» que conllevan el desarrollo de una verdadera, auténtica competencia, de probidad moral y de discernimiento?
La respuesta a cada una de estas preguntas requeriría un libro entero. En este ensayo me limitaré a responder brevemente a la segunda cuestión: es decir, a esbozar cuáles son las nuevas tecnologías, potencialmente no jerárquicas, con las que será posible sustituir las fábricas por una sociedad anarquista.
La tecnología no es un hecho más «natural» de lo que pueden serlo los alimentos tratados químicamente con que nos nutrimos, y las bebidas fermentadas sintéticamente que bebemos, lejos de ser una cosa fija, inmutable, es, potencialmente uno de los modos más maleables con que el hombre entra en relación «metabólica» con la naturaleza. Las instituciones, los valores y las fórmulas culturales a través de las cuales el hombre crea una relación «metabólica» con el mundo natural, son a menudo menos modificables que los aparatos y las máquinas que les confieren una tangibilidad material. Su función «primaria» respecto a las relaciones sociales, a pesar de lo que afirman los teóricos del determinismo tecnológico, no es más que un mito. Están inmersas, en cambio, en un universo social de interacciones, necesidades, voluntad e interacción humanas.
La fábrica resalta su dimensión social como por venganza. Su aparición en el mundo no estuvo determinada por factores puramente mecánicos, sino orgánicos. Constituye un medio para racionalizar el trabajo, no para adornarlo con nuevos instrumentos. Si esto se comprende bien, la fábrica deja de gozar aquella autonomía que le fue atribuida por Engels y sus acólitos. Será el «reino de las necesidades» únicamente mientras existan necesidades que justifiquen su existencia. Estas necesidades, sin embargo, no tienen una naturaleza exclusivamente técnica; por el contrario, son en gran parte de tipo social. La fábrica es el reino de la jerarquía y de la dominación, no el campo de batalla de los conflictos entre «el hombre» y la naturaleza. Y una vez que sus funciones como elemento de dominación resultan evidentes, podemos empezar a preguntarnos qué objetivo tiene perpetuar su existencia. De la misma manera, el dinero, las armas y las instalaciones nucleares, son los instrumentos de una sociedad enloquecida. Pero, si la sociedad consigue curarse de su locura, nos preguntamos de nuevo: ¿para qué conservarlos? Las necesidades son un fenómeno que depende de condicionamientos sociales —y Marx lo sabía muy bien—, que pueden tener carácter racional o irracional. Por eso, el «reino de las necesidades» es tan elástico y sus límites tienen, en fin de cuentas, escaso significado; de hecho, resulta socialmente «necesario» como la concepción que el hombre tiene de la libertad. Separar uno de la otra es pura abstracción ideológica, ya que la libertad podría no estar, de hecho, «basada» sobre «el reino de las necesidades», sino ser, por el contrario, el elemento determinante.
En los mejores escritos de Fourier se contiene, implícitamente, esta conclusión. Los dos «reinos», de la necesidad y de la libertad, se han vuelto a sintetizar a un nivel más elevado de comportamiento y de valores sociales, en el que la felicidad, la creatividad y el placer, son fines en sí mismos. La libertad prevalece sobre las necesidades y la felicidad sobre el trabajo. Pero una concepción tan amplia y radical no puede expresarse sólo de forma abstracta; debe tener un fundamento concreto, de lo contrario las enormes posibilidades de lo real se convierten en categorías elusivas que niegan la reivindicación de la imaginación. De aquí el enorme poder del pensamiento utópico en sus formas más elevadas: La habilidad de dar una representación casi visual de aquello que, a menudo, queda confinado en el ámbito abstracto de ideologías contrastantes. Consideremos concretamente, y por tanto utópicamente, las alternativas en base a las cuales es posible transformar una ardua fatiga en una fiesta gozosa: una recolección en los campos acompañada de danzas, fiestas, cantos y desfiles, parangonada con la monotonía del propio trabajo mecanizado. La primera forma refuerza la comunidad; la otra favorece el aislamiento en un sentido opresivo. Un mismo trabajo que desarrollado con espíritu estético puede resolverse en una obra de arte, realizado, en cambio, bajo el yugo de la dominación puede ser una fatiga insoportable. La afirmación según la cual todo trabajo oneroso es también tormentoso, constituye un juicio social determinado por la propia estructura de la sociedad, no por las condiciones técnicas del propio trabajo. El empresario que pide silencio a sus obreros, no es más que un proveedor de trabajo, un patrono. En ausencia de constricciones sociales que identifiquen la responsabilidad con la renuncia y la eficiencia con la sobriedad, el propio trabajo se podría efectuar en forma de juego, creativa, fantasiosa, incluso artística.
En otro escrito he enumerado las alternativas posibles hoy a las formas tecnológicas existentes.[3] Desde entonces, tendría mucho que cambiar y mucho que añadir a lo que escribí. Quizá, más importante aún que lo que puede encontrarse en buenos libros como «Radical Technology» y otras obras de libertarios ingleses, hay algunos principios que quería subrayar en este escrito. Está naciendo una nueva tecnología, una tecnología no menos significativa para nuestro futuro de lo que lo es la fábrica para el presente.
Potencialmente, ésta se presta a una criba concienzuda de las formas tecnológicas existentes según el grado de integridad económica y según la capacidad para influir sobre la libertad del hombre. Por sí misma, puede consistir en una tecnología fuertemente descentralizada a la medida del hombre, simple desde el punto de vista constructivo, y orientada en sentido naturalista. Puede sacar provecho de la energía del sol y del viento, de los residuos reciclados y de los recursos renovables, como la madera. Ofrece la posibilidad de cultivar el alimento en formas espiritual y materialmente gratificantes de horticultura. Es respetuosa con el ambiente natural y, lo que resulta todavía más significativo, con la autonomía del individuo y de la comunidad.
Se podría definir esta tecnología como «tecnología popular». Los huertecillos comunitarios de cultivo intensivo explotados por los habitantes de Nueva York en las escuálidas áreas del ghetto, los colectores solares de construcción casera que empiezan a aparecer sobre los techos de las casas de vecindad, los pequeños molinos de viento que les añaden para generar corriente eléctrica, todo esto es la expresión de nuevas iniciativas asumidas por comunidades hasta ahora pasivas, que reivindican el derecho a ejercitar control directo sobre la propia vida. Lo importante no es que una cooperativa alimenticia pueda sustituir a un gigantesco supermercado, o que un huerto comunitario proporcione alternativamente, los productos de la industria agrícola, o que un generador accionado por viento sustituya a un servicio público ya drásticamente obsoleto. Las cooperativas, los huertos y los molinos de viento son los símbolos tecnológicos de un renacimiento de aquella individualidad que ha estado siempre negada a los «masas» del ghetto, y de un sentido creciente de competencia que, regularmente, le viene siendo negado al ciudadano-cliente. La imagen de la fábrica de la ciudad, e incluso de los ciudadanos, se ha disparado tan lejos en reprimir incluso los menores destellos de vida pública, que las alternativas técnicas e institucionales representan quizá la única posibilidad de hacer renacer la autogestión en sus formas cívicas tradicionales.
Si se da por descontado el silencio dé las fábricas, las voces más fuertes que invocan el derecho a la autogestión, se elevan de los barrios de centros urbanos (quizá su lugar de origen más natural), de los movimientos feministas y ecológicos, de las «masas» que han conquistado un nuevo grado de autonomía personal, cultural, sexual y cívica. La nueva tecnología a que apuntan no ha iniciado este proceso de desarrollo. Al menos ese puede ser el resultado de un nuevo sentido de la competencia y la individualidad, producido por una tecnología opresiva y represiva. La energía solar y eólica, y los huertos comunitarios, son medios técnicos mucho más antiguos que la fábrica. El hecho de que la tecnología popular los haya recuperado es síntoma de una fuerte voluntad de cortar los puentes con un sistema social que tiene su punto más débil, y al mismo tiempo más fuerte, en su naturaleza omnicomprensiva. Sin embargo, estas tecnologías alternativas determinan un nuevo contexto, quizá de valor histórico, para la transformación social. Demuestran la posibilidad tangible para una recuperación de la autogestión con toda la riqueza de matices que tenía en el pasado, pero sin volver atrás en el tiempo. Su concreción la hace profundamente utópica, no visionaria sino realista. Finalmente, como instrumentos educativos para la comunidad, tienden a crear una política de la personalidad que se puede parangonar a la de los «grupos de afinidad» anarquistas.
Las alternativas están en conflicto unas con otras en una medida parangonable sólo al grado de corrupción de la sociedad tradicional en las vísperas de la era capitalista.
También la nueva tecnología puede caer en el error de la centralización corporativa: las bases para la explotación de la energía solar, los satélites especiales, una industria agrícola «orgánica» parangonable a aquella envenenada por los productos químicos de hoy.
Los huertos, los paneles solares, los molinos de viento, los centros de reciclaje descentralizados, pueden ser centralizados, industrializados y organizados según estructuras jerárquicas. Ni los marxistas, ni el sindicalismo pueden comprender la naturaleza de estas alternativas y todavía menos las sutiles implicaciones que de ellas pueden derivarse. Y sin embargo, pocas veces ha habido mayor necesidad de un análisis profundo y serio acerca de las posibilidades que se intuyen, de las nuevas direcciones que la humanidad puede seguir por los caminos de la historia. A falta de una interpretación libertaria de estas vías, de una consciencia libertaria que articule la lógica de la nueva estructura tecnológica, podremos quizá asistir a la integración de la «tecnología popular» en lo sociedad tenocrática y managerial. En este caso, nos veremos reducidos como un coro griego, a fomentarnos y a lanzar maldiciones contra un destino que se deja controlar por fuerzas superiores a su control de decidir con anticipación el futuro de la sociedad. Y esta será una actitud no sólo poco heroica, sino inútil y vana.
[1] Téngase en cuenta, como prueba de cuanto se ha dicho, la medida en que, por ejemplo, han entrado en el lenguaje cotidiano los términos propios de la cibernética. Cuando discutimos no preguntamos, el parecer de nuestro interlocutor, sino su «feedback»; es más, no mantenemos ya «diálogos», sino que solicitamos un «input». Esta siniestra invasión del mundo del «logos» (en su significado más amplio del mundo de la palabra y el pensamiento), por parte de la terminología electrónica de la tecnocracia moderna, representa una subversión no sólo de la interacción humana o cualquier nivel de experiencia social, sino incluso de la personalidad del hombre como fenómeno orgánico y de desarrollo, «man, a Machine» («El hombre máquina») de La Mattrie, asume la dimensión moderna de un sistema cibernético, y no sólo en los atributos físicos, sino incluso en su propia subjetividad.
[2] Evidentemente, uso el término «política» en el sentido helénico de la administración de la polis, y no en el sentido electoral. Los atenienses consideraban la administración de la ciudad no sólo una actividad social de importancia vital en la que todos los ciudadanos debían tomar parte, sino también un proceso educativo continuo.
[3] Ver Tecnología y Anarquismo, p. 23, cap. «Hacia una tecnología liberadora», Ed. Antorcha. México 1984.