Albert Libertad
La libertad
Muchos piensan que es una simple querella de palabras, una preferencia de términos, la que hace que los unos se declaren libertarios y los otros anarquistas. Yo tengo una opinión del todo diferente. Soy anarquista y mantengo la etiqueta no como adorno, sino porque significa una filosofía y un método diferentes de los del libertario.
El libertario, tal como indica la palabra, es un adorador de la libertad. Para él, es el comienzo y el fin de todas las cosas. Rendir culto a la libertad, inscribir su nombre en todos los muros, levantarle estatuas que iluminen el mundo, hablar de ella en toda ocasión o sin ocasión, declararse libre de movimientos mientras el determinismo hereditario, atávico y circundante os convierte en esclavos... he aquí lo que hace el libertario.
El anarquista, si nos remitimos simplemente a la etimología, está contra la autoridad. Exacto. El anarquista no hace de la libertad la causa, sino más bien la finalidad de la evolución de su individualidad. No dice, incluso si se trata del menor de sus gestos, «soy libre», sino «quiero ser libre». Para él, la libertad no es una entidad, una cualidad, un bloque que existe o deja de existir, sino un resultado que se adquiere a medida que adquiere poder. El anarquista no hace de la libertad un derecho anterior a sí mismo, anterior a los hombres, sino una ciencia que adquiere, que los hombres adquieren, en el día a día, liberándose de la ignorancia, suprimiendo los obstáculos de la tiranía y de la propiedad.
El hombre no es libre de hacer o dejar de hacer por su sola voluntad. Aprende a hacer o dejar de hacer cuando ha ejercido su juicio, iluminado su ignorancia o destruido los obstáculos que le estorbaban. Así, si emplazásemos a un libertario sin conocimientos musicales ante un piano, ¿sería libre de tocar? ¡No! No tendrá tal libertad hasta que haya aprendido música y practicado con el instrumento. Es lo que dice el anarquista. Por eso lucha contra la autoridad que le impide desarrollar sus aptitudes musicales —si las tuviere— o que posee los pianos. Para tener la libertad de tocar, es necesario tener el poder de saber y el poder de tener un piano a su disposición. La libertad es una fuerza que cada cual debe saber desarrollar en su individualidad; nadie puede concederla.
Cuando la República asume la famosa divisa «libertad, igualdad, fraternidad», ¿hace que seamos más libres? ¿Que seamos más iguales? ¿Que seamos hermanos? Nos dice: «sois libres». Son palabras vanas, pues no tenemos el poder de serlo. ¿Y por qué no tenemos ese poder? Sobre todo, porque no sabemos adquirir un conocimiento exacto de él. Tomamos los espejismos por la realidad.
En tanto esperemos la libertad de un Estado, de un redentor, de una revolución, no trabajaremos en desarrollarla en cada individuo. ¿Qué varita mágica transformará a la generación actual, nacida de siglos de servidumbre y de resignación, en una generación de hombres que merezcan la libertad porque son lo bastante fuertes como para conquistarla?
Tal transformación vendrá de la conciencia que los hombres tengan de no tener libertad de conciencia, de que la libertad no está en ellos, de que no tienen el derecho de ser libres, de que no nacen todos libres e iguales... y de que, sin embargo, es imposible alcanzar la felicidad sin la libertad. El día en que posean semejante conciencia, estarán dispuestos a todo para conquistar la libertad. Esta es la razón por la que los anarquistas luchan con tanta fuerza contra la corriente libertaria, que toma a la sombra por la presa.
Para adquirir ese poder, es necesario que luchemos contra dos corrientes que amenazan la conquista de nuestra libertad: hay que defenderla contra el otro y contra uno mismo, contra las fuerzas exteriores y contra las fuerzas interiores. Para encaminarnos hacia la libertad, tenemos que desarrollar nuestra individualidad. Cuando digo encaminarnos hacia la libertad quiero decir encaminarnos hacia el más completo desarrollo de nosotros mismos. No somos, pues, libres de tomar cualquier camino, tenemos que esforzarnos por tomar el «buen camino». No somos libres de ceder a pasiones desarregladas, estamos obligados a satisfacerlas. No somos libres de ponernos en un estado de ebriedad, haciendo perder a nuestra personalidad el uso de su voluntad y sometiéndola a todas las dependencias; digamos, más bien, que sufrimos la tiranía de una pasión bajo la que la miseria o el lujo nos han colocado. La auténtica libertad consistiría en ejercer la autoridad sobre dicho hábito para liberarse de la tiranía y de sus corolarios.
He dicho bien ejercer la autoridad, pues no siento la pasión de la libertad considerada a priori. Yo no soy liberólatra. Si bien es cierto que quiero adquirir la libertad, no la idolatro. No me divierto rehusando el ejercicio de autoridad que me hará vender al adversario que me ataca, ni siquiera rehúso el ejercicio de autoridad que me permitirá atacar a mi adversario. Sé que todo ejercicio de la fuerza es un ejercicio de autoridad. Desearía no tener nunca que emplear la fuerza, la autoridad contra otros hombres, pero vivo en el siglo XX y no soy libre de la dirección de mis movimientos para adquirir la libertad.
Así, considero la revolución como un ejercicio de autoridad de algunos sobre algunos otros, la rebelión individual como un ejercicio de autoridad de uno sobre otros. Y a pesar de que encuentro tales medios lógicos, quiero determinar exactamente su intención. Los encuentro lógicos y estoy dispuesto a cooperar en ellos, cuando ese ejercicio de autoridad temporal tiene como fin destruir una autoridad estable, dar más libertad; los encuentro ilógicos y los bloqueo cuando no tienen como fin más que desplazar a una autoridad. Mediante tales actos, la autoridad aumenta su poder: dispone de aquel que no ha hecho sino cambiar de nombre, más el que se ha desplegado con ocasión de dicho cambio.
Los libertarios hacen de la libertad un dogma; los anarquistas, un término. Los libertarios piensan que el hombre nace libre y que la sociedad los vuelve esclavos. Los anarquistas se dan cuenta de que el hombre nace en la más completa de las dependencias, en la mayor de las servidumbres, y de que la civilización lo lleva por la senda de la libertad.
Lo que los anarquistas reprochan a la asociación de los hombres —a la sociedad— es que obstruya la senda después de haber guiado nuestros primeros pasos por ella. La sociedad libera al hombre del hambre, de las fiebres malignas, de las bestias feroces —evidentemente, no en todos los casos, pero sí en general—, pero lo convierte en presa de la miseria, del agotamiento y de los gobernantes. Lo lleva de Caribdis a Escila. Hace escapar al niño de la autoridad de la naturaleza para ponerlo bajo la autoridad de los hombres. El anarquista interviene. No demanda la libertad como un bien que se le ha arrebatado, sino como un bien que se le impide adquirir. Observa la sociedad presente y constata que es un mal instrumento, un mal medio para llevar a los individuos a su completo desarrollo.
El anarquista ve cómo la sociedad rodea al individuo con un cercado de leyes, con una red de reglamentos, con una atmósfera de moral y de prejuicios, sin hacer nada para sacarlo de la noche de la ignorancia. No cree en la religión libertaria —liberal, podría decirse—, pero quiere cada vez más libertad para sí mismo, del mismo modo que quiere un aire más sano para sus pulmones. Entonces se decide a trabajar, por todos los medios, para romper los alambres de ese cercado, la malla de esa red, y se esfuerza por abrir los ventanales del libre examen.
El deseo del anarquista es poder ejercer sus facultades con la mayor intensidad posible. Cuanto más se instruye, cuanta más experiencia adquiere, cuantos más obstáculos derriba, tanto morales como materiales, más amplía su campo, más permite la extensión de su individualidad, más se vuelve libre de evolucionar y más se encamina hacia la realización de su deseo.
Pero no he de dejarme llevar y debo volver con más exactitud al asunto: el libertario que no tiene el poder de realizar una observación, una crítica cuyo fundamento reconoce, o que incluso no quiere discutirla, responde: «Soy, desde luego, libre de actuar así». El anarquista dice: «Creo que tengo razón al actuar así, pero veamos». Y si la crítica realizada se dirige contra una pasión del que no se siente con fuerza para liberarse, añadirá: «Estoy sometido a la esclavitud del atavismo y del hábito». Esta simple constatación no será benévola. Portará en sí misma una fuerza, acaso para el individuo atacado, pero sin duda para el que la realiza y para aquellos que estén presentes, menos atacados por la pasión en cuestión.
El anarquista no se engaña en cuanto al dominio conquistado. No dice: «¡Desde luego que soy libre de casarme con mi hija si me place!»; «tengo derecho a llevar sombrero de copa si me conviene», porque sabe que tal libertad, tal derecho son un tributo pagado a la moral del medio, a las convenciones del mundo; son impuestas por el exterior en contra de todo querer, de todo determinismo interior del individuo implicado.
De este modo, el anarquista no actúa por modestia, o por espíritu de contradicción, sino porque parte de una concepción por completo diferente de la del libertario. No cree en la libertad innata, sino en la libertad que se ha de adquirir. Y por el hecho de saber que no tiene todas las libertades, tiene aun mayor voluntad de adquirir el poder de la libertad.
Las palabras no tienen valor en sí mismas. Tienen un sentido que es necesario conocer bien, precisar bien, con el fin de no dejarse atrapar por su magia. La gran revolución nos tomó el pelo con su divisa «libertad, igualdad, fraternidad»; los libertarios, los liberales, nos han cantado en todos los tonos su laissez faire con el estribillo de la libertad de trabajar; los libertarios se mienten a sí mismos con su creencia en una libertad preestablecida y hacen críticas en su honor... Los anarquistas no deben querer la palabra, sino la cosa. Están en contra del mando, del gobierno, del poder económico, religioso y moral, pues saben que, cuanto más disminuyan la autoridad, más aumentarán la libertad.
Hay una relación entre el poder del de y el poder del individuo. Cuanto más disminuye el primer término de esta relación, más queda disminuida la autoridad, más aumenta la libertad. ¿Qué quiere el anarquista? Conseguir que los dos poderes se equilibren, que el individuo tenga libertad real de movimientos sin obstaculizar jamás la libertad de movimientos de otro. El anarquista no quiere invertir la relación para hacer que su libertad se levante sobre la esclavitud de los demás, pues sabe que la autoridad es mala en sí misma, tanto para quien la sufre como para quien la posee. Para conocer verdaderamente la libertad, hay que desarrollar al hombre hasta hacer que ninguna autoridad tenga posibilidad de ser.