Federica Montseny
La mujer, problema del hombre
I [1]
Con motivo de la creación, en Madrid, de un Club femenino, el siempre ecuánime Andrenio publicó, hace pocos días, un artículo en La Voz, hablando del cambio de costumbres, mejor dicho, de la evolución de las costumbres, que ha permitido a un núcleo de mujeres cultas españolas fundar un Lyceum femenino sin peligro de servir de protagonistas a sainetes y a chascarrillos, con más frecuencia estúpidos que graciosos.
El hecho de que Andrenio haya visitado ese Club en compañía y por invitación de Victoria Kent, joven abogada madrileña, parece demostrar que no se trata de un «Solo para mujeres» prolongación femenil y voluntaria de los gineceos trasladados a la vida colectiva y de sociedad.
Pero el objeto del Lyceum está aún ajustado a la rancia moral española. Es un apartado femenino, responde al mismo espíritu que separa los sexos en las iglesias y que pretendió separarlos en los cines, teatros y casi, casi, en las calles. El Club se ha creado para que las señoras tengan un hogar social suyo, un punto de reunión discreto y a salvo de los celos del marido, los temores del padre y la susceptibilidad propia, muy interesada en guardar las formas. No sé si entre sus estatutos entra la prohibición de entradas varoniles en este hogar social. Creo que no. Pero, desde luego, la sola creación de este Club femenino español, genuinamente español, demuestra que harían mal en ridiculizarlo los clásicos que mantienen la buena tradición de «la mujer, la pierna quebrada y en casa», de que hablaba Andrenio.
La promiscuidad, la fraternidad, la franca camaradería de los sexos, es algo que está fuera de la mente de las españolas y lejos de la mollera de los españoles. Quizá sea de ello causa la raza, el sol nuestro, que calienta más que el pálido sol norteño. Preguntad a una muchacha estudianta, a cualquier fémina que haya hecho vida común con hombres, sin tener al lado la clásica «carabina», si ha podido poner en práctica la camaradería de sexos, y os informará, contenta, indignada o escéptica, según sus ideas y su temperamento, del natural tenoriesco de los varones de raza hispana.
Estas mujeres, la mayoría mujeres de mundo, que han viajado y vivido, unidas para fundar en Madrid el Lyceum que me ocupa, quizá saben el terreno que pisan. Quizá no hay en ellas tampoco audacia ni franqueza suficientes para fundar un Club bisexual, un Club libre, un Club que brinde un momento de expansión cordial, de verdadera y bella camaradería de sexos, a hombres y a mujeres, camaradería que es el único factor que establecerá un conocimiento íntimo, que descubrirá los sexos el uno al otro en sus matices diversos, superiores, insospechados. Íntimos y morales; que los descubrirá noblemente, fuera del brutal descubrimiento que una moralidad salvaje y profundamente inmoral impone.
Porque los sexos aún se han de descubrir mutuamente. El hombre es el enigma de la mujer y la mujer el enigma del hombre. Lo es hoy aun más que ayer. ¿Ha de ser así siempre?, ¿Tan diferentes son los hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres, para que jamás pueda llegar la identificación total, el absoluto conocimiento, para que jamás los secretos de las dos esfinges sean descifrados? Por el contrario, la ciencia nos demuestra las analogías, la misma superposición de los sexos; cuán difícil es establecer, fuera del dominio externo, la diferenciación interna de los dos géneros. Moral y prácticamente, se ha demostrado también la identidad de capacidades, que iguala a los dos sexos para el disfrute de idénticas libertades e idénticos derechos.
No hay enigma. No hay, no puede haber enigma. Y, sin embargo, el enigma existe. Se ha planteado distintamente en la época moderna al adquirir la mujer personalidad propia. No nos comprendemos, quizá porque no sabemos explicarnos, porque en ningún hombre ni en ninguna mujer ha habido la suprema franqueza y la suprema audacia de ser francos.
Y el problema no es solo español. Es universal. Hasta Francia, la gaie Francia; la Francia que tiene nombre de mujer y sonrisa femenina, la Francia cuyos cetros intelectuales, morales y políticos han estado siempre intervenidos por blancas manos de mujer, Francia también, en el teatro, en la novela, en el libro, discute el extraño problema que es la mujer moderna para el hombre.
Se llevan a la literatura las diferentes manifestaciones de la nueva personalidad femenina. Abogadas y doctoras son pasto de las plumas que sobre ellas emborronan cuartillas, después de haberse ensañado a su gusto en las femmes de lettres. Estos son los tipos ridiculizables y discutibles para los hombres. Pero de la crítica y de la voracidad literaria tampoco escapan las pobres mujeres que se ganan la vida valerosamente, que conquistan el pan propio y el de sus hijos; otras una libertad harto restringida y dolorosa. Una mujer que trabaja, estudia, cura, enseña o escribe, para los hombres es compleja; desde luego poco femenina. Anatole France se burlaba de los dedos sucios de tinta de las hadas literarias que dejaban de ser hadas al convertirse en «literatas». Mme. Arman de Caillavet, su exquisita amiga, hubo de publicar en secreto, bajo un pseudónimo y con auxilio de un amigo discreto e incondicional, un cándido volumen, acción que solo resultaba delictiva porque el pobre fruto de su ingenio era harto insignificante. Mme. Arman de Caillavet fue el guía, el consultor literario de Anatole France. Pero solo continuaría siéndolo a condición de que permaneciese amante y musa. Los dedos de rosa podían mancharse de tinta con los borradores de su insigne amigo; escribiendo obras propias, ¡jamás!
Hoy París asiste, en el teatro de la Renaissance, a las representaciones de una obra, La Vocation, que es un tono nuevo, modernizado y parisienizado[sic], es decir, hecho más amable y más piadoso y más humano, en el fondo quizá más cruel, de los cuentos y obrillas que el ingenio de Taboada ayer, de Fernández Flórez hoy, basaron en ese tema inagotable de la mujer llamada, despectiva y con frecuencia injustamente, «intelectual». Una «intelectual» o un «intelectual» son, en realidad, seres perfectamente ridículos, algunas veces abominables. Una o un «intelectual» son entes esmirriados, que llevan gafas ahumadas, carecen de sexo y están cargados de vanidad. De inteligencia, frecuentemente ayunos. Pero no es posible llamar intelectuales a los hombres ni a las mujeres de verdadero talento, que engalanan a la especie humana con sus figuras y que han servido a la causa de la Humanidad, poniendo muchas veces junto a los oprimidos su prestigio y su esfuerzo.
Tampoco es posible llamar intelectuales a estas mujeres generosas y esforzadas, desbrozadoras del camino humano, que han llevado a la ciencia, al trabajo cotidiano, a las especulaciones filosóficas, a la labor de forja de la enseñanza su nota amable, su actividad y su instinto embellecedor y materno, que solo pueden ser ridiculizadas por seres de baja condición moral, figuras femeninas que merecen el nombre de bienhechoras, de heroínas, de madres del presente y del porvenir.
Y, sin embargo, encuentran en el hombre en general, en todo el ambiente masculino, una animosidad inconsciente y secreta. Y, cuando no, una actitud de expectación y reserva, quizá una incomprensión aun agrandada. Vense convertidas en nuevos enigmas, o en un enigma renovado y prolongado. Para el hombre, la mujer que cuida a sus hijos, le cose la ropa, le lava los platos, le hace la cama; la otra mujer que le vende sus caricias; hasta la misma coqueta que juega con su corazón, no son tan enigmas como esta mujer medianamente clara, que se gana la vida, que la emplea en un fin que tiende al bienestar y al adelanto social, que ha conquistado valerosamente, con frecuencia dolorosamente, su independencia, el derecho a disponer de sí.
Hace pocos días, una abogadita parisién intentó suicidarse. Por fortuna, su cobardía no fue coronada por un triste éxito. En el fondo de ese intento de suicidio se percibe un pobre drama de amor; un episodio, que pudo ser trágico, de ese problema que cada día adquiere nuevos aspectos. La abogadita, al conquistar con su carrera su independencia económica, perdió el derecho a ser feliz. Como ella, ¡cuántas otras!
Poco valientes para sobreponerse al ambiente, poco audaces para despojarse de la rémora obscura, de las influencias burguesas, apréstanse a crear una nueva categoría de mujeres: las que plantearán el problema en su aspecto más angustioso y más absurdo.
* * *
He titulado este artículo «La mujer, problema del hombre». Sobre este tema pienso desarrollar otros. Puede desarrollarse todo un estudio, todo un tratado de humanidades.
La mujer es hoy el problema del hombre. Es el hombre mismo el que lo convierte en problema. El enigma, en vez de simplificarse, se complica, se hace más hermético; indescifrable, quizá.
Hasta ahora la mujer habla sido «lo que el hombre quería que fuese». Hoy es, ha de ser, será cada día más, lo que ella quiera ser. ¿Qué importa que al principio su paso sea vacilante, su personalidad confusa, la vida libremente vivida por ella con frecuencia errónea, sus mismas ideas sobre sí misma equivocadas? Está aprendiendo a andar sin andaderas. Hasta ahora, sus andaderas, andaderas forzadas, contra las cuales se rebelaba como podía, habían sido el hombre.
Una mujer hecha al gusto masculino, forjada por él, muñeca en sus manos, imbuida de las ideas que el hombre le inoculó desde la cuna, cohibida por una religión y unas costumbres y unas morales por hombres creadas, para él elásticas y vulnerables, despiadadas e inflexibles para la mujer, solo era enigma y problema por sus rebeliones impotentes, por sus venganzas con frecuencia terribles, que con las propias manos del hombre se tomaba. Venganzas de débil, venganzas traidoras, pero humanas y legítimas.¿Hay más humana y más legítima venganza para una mujer joven y bella, casada con un viejo decrépito, sujeta a él, esclava de él por una ley y una moral inhumanas, que el adulterio, «la más sabrosa venganza»? La coquetería, la hipocresía, que tomaron para disfrazarse el nombre de feminidad, son otras manifestaciones de su rebelión. Pero así la mujer era mujer. Es decir, una gata voluptuosa, con frecuencia rabiosa, que ronroneaba y clavaba las rosadas uñas en el corazón. Así era femenina. Feminidad, ya lo sabemos, se llamó a la coquetería y a la hipocresía. Cuanto más coqueta y más hipócrita una mujer, más femenina. Las mujeres sencillas y valerosas y las que poseían y poseen un relieve personal, eran y son temperamentos varoniles.
Hombres de izquierda usan aún un ditirambo hiperbólico, hablando de una mujer muy inteligente: «Tiene un talento macho». En la literatura, una mujer que posea estilo precio y vigor y originalidad, que no sea cursi, en una palabra, «tiene un estilo macho». El estilo hembra es la cursilería y la vulgaridad.
Recuerdo estos detalles, insignificantes y que diariamente podemos comprobar, que corroboran la existencia de este problema grave, de este problema que cada día, a cada nueva afirmación de la personalidad femenina, se agrava. Del problema que es la mujer para el hombre. Del problema que debemos esforzarnos en solucionar, porque de su solución depende que se subsanen y eviten errores dolorosos, depende la dicha futura y el futuro desenvolvimiento de toda la especie, que está compuesta de hombre y mujer, y no de hombres y mujeres separados.
II [2]
Este problema, que intento abordar, es en España, por ahora a lo menos, de difícil solución. Resuelto, sin embargo, en sus líneas generales, en su exterioridad, no resuelto en el fondo, espíritu y esencia de la cuestión.
Por resuelto lo dimos también nosotros, al crear la palabra “amor libre”. Pero,
¿quién, hasta ahora, ha puesto en práctica el verdadero amor libre? El que hasta ahora hemos conocido solo se diferencia en prescindir de la consagración religiosa y legal. Pero, aparte esto, continúa siendo la unión subordinada de una mujer a un hombre, unión más penosa, más coaccionadora de la libertad femenina, porque, al prescindir del beneplácito social, la deja, en la debilidad de su desorientación y del equívoco moral en que ambas morales la colocan, más a merced del varón. Es decir, el esfuerzo hecho al libertarse, casi siempre por amor, muy pocas veces por íntima convicción, del lazo matrimonial, la ofrece temerosa e indefensa al capricho masculino ante la animosidad familiar y social.
Sé de algunas pobres mujeres que, de estar casadas en vez de estar unidas, hubieran ya abandonado al marido —marido, amo y señor y nada más— que las engañó con el espejuelo de una palabra hoy aun ilusoria. Y no se separan por el que dirán, por el orgullo doloroso de no dar motivos al enemigo para cantar victoria. Y no hablemos de ese otro amor libre que consiste en catar mujeres, abandonándolas al cabo de dos meses con la insolencia triunfante del seductor. No hablemos tampoco, fuerza es decirlo, de ese otro amor libre, practicado por no pocas mujeres, que en nada se diferencia de la prostitución.
Tema delicado y difícil es este. Tema que requiere largos debates, y, desde luego, el paso progresivo de la vida y el combate continuo para lograr la consolidación de la personalidad femenina y la humanización, naturalización de los dos sexos.
El problema sexual solo preocupa a los seres humanos. Bien es cierto que solo entre ellos disfrutan de los beneficios de una moral sinuosa, múltiple y variable. La moral de los demás animales, simple y única, les exime de toda preocupación, les deja libres e independientes dentro del marco de la Naturaleza. Nosotros, seres superiores, vivimos encerrados dentro de los espesos muros de una serie de frases huecas, de vacíos conceptos, que han ido emitiendo cuantos, para su conveniencia propia, necesitaban echar un candado más en la cadena que nos ata. ¿Cómo desligarnos de esa serie de encadenamientos, cómo huir de esa superposición de ataúdes morales que nos mantienen en el fondo de un enorme sepulcro?
¿Será preciso volver al dadá inicial, aplicar a la vida humana el caprichoso juego de palabras de un pasatiempo literario?
El problema, para los superficiales, los domesticados y los simples, no existe. Para los primeros, la vida humana y la palabra amor carecen de transcendencia. Para los segundos, animales domésticos, están perfectamente regulados dentro de las paredes de su gallinero, bajo la mirada benévola del juez, el cura y la opinión del mundo que ambos representan. Para los terceros, viven en una seminconsciencia que les permite desenvolver su vida, es decir: nacer, existir, procrear y morir, mecánicamente.
El problema solo se plantea para los inquietos y los inadaptados, para los que viven, en una palabra. Para los que, en otro mundo, ante otra moral, ante ninguna moral, poetizarían, impulsarían y crearían la vida maravillosa, diversa y múltiple del sentimiento, la sensibilidad y el intelecto, la vida intensa y completa de la insaciable sed y el hambre infinito.
* * *
No obstante, me doy cuenta de que, abandonando la idea central que me hace escribir estos artículos, me enfrasco en una serie de consideraciones que desvían la atención del lector del tema propuesto.
La mujer, indiscutiblemente, es hoy un problema para el hombre. Un problema múltiple y diverso, en cualquiera de sus fases y en todas sus manifestaciones vitales. No hablemos ahora del distinto problema que es el hombre para la mujer.
Algunas veces, conversaciones oídas y mujeres observadas, me sugirieron un pensamiento singular: Admiré profundamente que, un mundo donde la mayoría de las mujeres son tan estúpidas, hubiera dejado, relativamente, por lo menos, un considerable lastre de estupidez en el correr de los siglos.
La mujer, por causas fácilmente explicables, de las que el imperativo sexual es de las principales, es, inconscientemente, el eje del mundo. Su influencia sobre el hombre, desde la infancia hasta la edad madura, resulta considerable. Todos hemos visto hombres formales, muy dueños de sí, inteligentes y capaces, perder los estribos ante la sonrisa insinuante de una mujer coqueta. Todos sabemos que, en el fondo de la historia de todos los pueblos, la mano femenina ha detentado unas extrañas e invisibles riendas. Y esto, siendo esclava; y esto, mantenida en la ignorancia, bestia de placer o máquina incubadora de hijos. Y, como es natural, esclava, ha esclavizado; embrutecida, ha embrutecido; debilitada por las leyes y morales, solo ha pensado en debilitar a su tirano, que, mientras con una mano la encadenaba, con la otra cedía a todos sus caprichos y habilidades de gata mimosa.
En países como España, en donde la mayoría de las mujeres son semianalfabetas, en donde muchas lo desconocen todo, criadas para el hogar, siervas del cura, sacerdotisas del dios “qué dirán” y de la diosa “costumbre”, cerradas a toda innovación, sin más horizontes que el matrimonio y la procreación de unos hijos para los que ninguna preparación reciben, a los que nada podrán enseñar, de los que únicamente pueden ser la madre, adorada con un poco de piedad de sentimiento protector; pero, a pesar de todo, y por encima de todo, dominando y desequilibrando al hombre con una sonrisa, con una mirada de coqueta o de virgen maliciosa e hipócrita, en España, repito, admiremos el progreso habido y sorprendámonos de no oír aún, por la noche, el paso lúgubre de la Hermandad del Santo Oficio y de que no veamos aún apedrear a las mujeres adúlteras.
Porque ningún hombre es tan terrible y riguroso en esa materia como una mujer. A este respecto me acude a la memoria que, con motivo de un adulterio famoso en Madrid —no recuerdo exactamente los nombres; sé solo que ella se llamaba María de Lourdes, que el esposo los sorprendió infraganti, y que el cobarde amante la abandonó a las balas del marido— fueron las mujeres las más iracundas, las que con más furor celebraron la muerte de la pobre amadora y la absolución del esposo asesino. Hace ya años de esto. Recuerdo que yo era una adolescente, que aún no había tenido motivos para que me preocuparan estas cuestiones y que aún no había pensado en juzgar y observar. Sin embargo, me exasperaba oír los juicios de las mujeres que hablaban del hecho, que tuvo mucho eco, por la condición social de los protagonistas del suceso. Me desesperaba no comprendiendo su saña contra la infeliz muerta, cuyo único delito había sido amar, y me desesperaba más, oyendo dar la razón al marido, al macho dominador, que mató a la mujer porque era su propiedad. Recuerdo también la indignación que entre un corro de coléricas y pudibundas mujeres produjeron unas palabras mías, que juzgaron insolentes e impropias de mi edad. No hice más que repetir una frase de Jesús: “El que esté limpio de pecado, que tire la primera piedra.”
¿Pero cómo hablar, cómo convencer a una mujer encerrada dentro de sí misma, llevando en ella el atavismo de mil generaciones, naciendo con el cerebro convertido en disco emisor de la serie de conceptos que, en el correr del tiempo, en él fueron estampados? ¿Cómo luchar contra el espíritu invisible de millones de seres, contra ese algo impalpable e indefinible que llaman el medio ambiente?
Yo admiro sinceramente al hombre que logra, a vuelta de razonamientos, poco a poco, a fuerza de una propaganda difícil y extraordinaria, hacer de una muchacha española su compañera. Lo admiraría más, si fuese capaz de ser digno de su obra, si lo supiera continuar. Admiro al que logra serlo y continuarla. Pero, en estas conversaciones laicas, el amor es casi siempre el autor único. Bendigámoslo, si la conversión ha sido algo más que un espejismo de los sentidos, si no ha sido solo una lucha un poco tonta entre dos astucias y dos deseos.
* * *
El trabajo que hay que hacer, trabajo abandonado, del que se preocuparon y se preocupan muy poco cuantos planean la sociedad futura y cuantos discuten los problemas post-revolucionarios, es mayor y más difícil de lo que a simple vista parece. Yo sonrío leyendo las elucubraciones de los teóricos, los profundos pensamientos de los filósofos, las transcendentes conclusiones de los pensadores, y pienso que todo aquello: teorías, pensamientos y conclusiones, estadísticas y planos, sistemas filosóficos y enunciados sociales, puede borrarlos, destruirlos, convertirlos en frases y meras utopías, una mirada femenina.
Y junto a esos planes, a esas estadísticas, a esas consideraciones y organizaciones de sociedades, veo yo una casa y una mujer y unos hijos. Una mujer ignorante, obtusa, cerrada al progreso; una mujer que rezará mientras el hombre se bata; una mujer que transmitirá a los hijos todos sus prejuicios y supersticiones, su debilidad milenaria de ser desconocedor de la Naturaleza y de la Vida; su miedosa mentalidad de salvaje, para el que el relámpago es un rayo de la cólera de Dios y el trueno su voz tonante. Una mujer para la que no existirán grandes causas; que no sentirá los ardores y los entusiasmos ideales de su partenaire en la comedia de la vida. Una mujer que no se preocupará de la sociedad futura, para la que el porvenir se reduce al inmediato mañana en que habrá de ir a la compra y hacer la colada. Una mujer que será, sin embargo, la que moldeará los hijos del hombre, la que, Dios supremo, los hará a su imagen y semejanza.
¿Servirán de algo los planeamientos de sociedades futuras, las estadísticas y los cálculos, la misma sangre generosa que por ello se derrame, ante esa fuerza muerta poderosa, ante esa potencia negativa, ante ese terrible e incalculable factor de retroceso, cadena que nos liga al ayer, que nos enlaza al pasado obscuro, que nos transmite la mentalidad del salvaje y el temor pueril de una eterna infancia?
No, no servirán de nada. Al lado del teórico, del pensador, del filósofo, del revolucionario, para los que la palabra mujer desaparece unida a la abstracción hombre o ser humano, es preciso, es imprescindible, que vaya un sembrador singular y sutil, un maestro en una ciencia nueva, un ser quizá inencontrable y semidivino que recree y rehaga, que refunda, que despierte, que llame al corazón distante y al cerebro cerrado.
En mí estas palabras sorprenderán un poco. Nadie ha defendido más a la mujer; nadie siente con más intensidad la solidaridad y el orgullo del sexo; nadie cree más que yo en la personalidad femenina, que ha de ser cada día, que es ya cada día, más firme, recta y clara. Pero yo me doy cuenta del estado moral de mi sexo, de la gran labor, difícil y extraordinaria, que tenemos, por delante. Difícil y extraordinaria, porque es precisa una creación personal e íntima, una autodidaxia, una autovivificación femenina. No creo en Pigmaliones creadores de mujeres ideales, en Andreidas frías y mecánicas, despojadas del atribulo sublime de la pasión y sus locuras sobrehumanas. Por esto he dicho que es preciso un sembrador singular y sutil, un maestro en una ciencia nueva, un ser quizá, inencontrable y semidivino...
La tarea es ardua y la labor lenta. Y debemos empezar por convencer de la necesidad de ella. Yo ya estoy convencida. Convencida, porque sé la influencia de mi sexo, decisiva, fundamental y absoluta. Sé, y lo repetiré hasta la saciedad, que todo esfuerzo se estrellará, impotente e inútil, si no se ha resuelto antes el problema transcendental, definitivo, que son la mujer para el hombre y el hombre y la mujer para la Vida toda.
Estos artículos, que continuaré, quizá no guarden la necesaria correlación. Los escribo al correr de la pluma, sin plan determinado y exponiendo los pensamientos que he ido acumulando, mediante una observación continua y directa. Quizá un día, enriqueciéndolos con nuevas observaciones, con un nuevo caudal de experiencia y de mayores consideraciones, los refunda y los una, ampliándolos en longitud y esencia.
[1] La Revista Blanca. Sociología, Ciencia y Arte. Año IV, 2ª época, Número 86. Barcelona, 15 de diciembre de 1926, pp. 423-426
[2] La Revista Blanca. Sociología, Ciencia y Arte. Barcelona, Año IV, 2ª época, 1 de febrero de 1927, Número 89, pp. 527-530.