Sébastien Faure
La podredumbre parlamentaria
Camaradas:
Quiero, ante todo, relacionar esta tercera conferencia a las dos precedentes, a fin de que podáis, de un modo más fácil, apercibir su unión.
En mi primera conferencia he dicho: Este continente sobre el cual vivimos ha sido en dos ocasiones teatro de una falsa redención; la primera vez, hace un poco más de diez y nueve siglos, por el cristianismo; la segunda hace ciento treinta años, por la revolución francesa.
Consagré la primera conferencia a la bancarrota de la redención cristiana y la segunda a la de la redención burguesa. Estas dos bancarrotas has llegado: la primera a la dictadura del cristianismo, desde el comienzo del siglo V hasta el fin del siglo XVIII; la segunda a la dictadura de la clase burguesa, desde 1789 hasta nuestros días.
He concretado lo que habría que entender por estas palabras: dictadura de la burguesía. Y las resumí en una fórmula tan concisa como comprensible: dominación absoluta de la clase burguesa sobre la clase obrera, dominación económica por el capital, dominación política por el Estado.
Se comprende fácilmente que la clase que posee a la vez el poder y el dinero pueda hacer pesar el yugo de su dictadura sobre la clase que no posee el dinero ni el poder.
El capital, es decir, el dinero, no será nunca nada sin el apoyo del poder, es decir del Estado.
Sin el Estado, el capital sería como una ciudad abierta, expuesta a todos los asaltos, a merced de todas las sorpresas, de un simple golpe de fuerza. El Estado burgués tiene por misión vigilar las maniobras de la clase obrera, impedir que ésta agrupe sus fuerzas, que fortifique su acción, y si acontece que esta clase obrera, saliendo de su torpeza, de su apatía habitual, libra batalla, la misión —no, no diré la misión, la expresión es demasiado noble—, el rol del Estado es intervenir por la fuerza y derrotar a los insurrectos.
El Estado no es sólo, como se cree comúnmente, un agente de administración; es, sobre todo, un agente de represión. Es como el perro de guardia que, atado a su casilla, previene a los propietarios del lugar, al principio por sus gruñidos, luego por sus ladridos furiosos, de la aproximación del enemigo; y sí, no dejándose intimidar por los ladridos del perro de guardia, el enemigo penetra en el lugar, el Estado se convierte en la fuerza encargada de la defensa de la caja de caudales y de salvarla a toda costa, aún a costa de la sangre.
Bajo los aspectos falaces de administrador de la cosa pública, de defensor de la ley, de protector del orden, el Estado no es, en el fondo, más que el gendarme presupuesto a la salvaguardia, por la violencia, sistemáticamente organizada, de las instituciones establecidas. Sin duda, el Estado tiene por función administrar la cosa pública. Sólo que no hay cosa pública, y no puede haberla en un régimen donde, políticamente, todos obedecen a algunos y donde, económicamente, todo pertenece a unos pocos. Los intereses son diversos, opuestos, contradictorios. No hay interés común, no hay interés general, no hay cosa pública.
El Estado es igualmente el defensor de la ley. Pero la ley — contrariamente a lo que un vano pueblo piensa — no es hecha para proteger a los pequeños, a los humildes y a los pobres contra los grandes, los poderosos y los ricos. Es hecha para defender los privilegios de los grandes, de los poderosos, de los ricos contra las reivindicaciones constantes y las tentativas periódicas de los despojados y los esclavizados.
En fin, el Estado es protector del orden. Es él quien tiene el encargo de asegurar el orden y no falta a esta obligación. Pero lo que se llama orden en la jerga oficial, orden burgués, es el desorden más ignominioso y más criminal. Escuchad lo que dijo Kropotkin:
«El orden, hoy — lo que ellos entienden por orden — en las nueve décimas partes de la humanidad trabajando para procurar el lujo, los placeres, la satisfacción de las pasiones más execrables a un puñado de haraganes.
El orden es la privación de estas nueve décimas partes de todo lo que es condición necesaria a una vida higiénica, a un desenvolvimiento racional de las cualidades intelectuales. Reducir nueve décimas partes de la humanidad al estado de bestias de carga, viviendo al día el día, sin atreverse jamás a pensar en los placeres procurados al hombre por el estudio de las ciencias, por la creación artística, ¡he aquí el orden!
El orden es la miseria, el hambre, convertida en el estado normal de la sociedad.
El orden, es la mujer que se vende para alimentar a sus hijos; es el niño reducido a ser encerrado en una fábrica o a morir de inanición; es el obrero reducido al estado de máquina.
Es el fantasma del obrero insurreccionado a las puertas del rico, el fantasma del pueblo insurreccionado a las puertas de los gobernantes.
El orden es una íntima minoría elevada en las cátedras gubernamentales, que se impone, por esta razón, a la mayoría y que prepara a sus hijos para ocupar más tarde las mismas funciones a fin de mantener los mismos privilegios por el engaño, la corrupción la fuerza, la masacre.
El orden es la guerra continua de hombre a hombre, de oficio a oficio, de clase a clase, de nación a nación. Es el cañón que no cesa de tronar, es la devastación de las campiñas, el sacrificio de generaciones enteras en los campos de batalla, la destrucción en un año de las riquezas acumuladas por siglos de ruda labor.
El orden es la servidumbre, el encadenamiento del pensamiento, el envilecimiento de la raza humana mantenida por el hierro y por el látigo. Es la muerte repentina por el grisú o la muerte lenta por el encierro de centenares de mineros, desgarrados o enterrados cada año por la avaricia de los patronos y ametrallados o perseguidos a la bayoneta cuando se atreven a quejarse.
El orden, en fin, es el ahogamiento en sangre de la Comuna de París. Es la muerte de treinta mil hombres, mujeres y niños, desmenuzados por los obuses, ametrallados, enterrados en la cal viva, bajo el adoquín de París.
¡He ahí el orden!
¿Y el desorden, lo que ellos llaman desorden?
Es la sublevación del pueblo contra este orden innoble, que quebranta sus cadenas, que destruye los obstáculos y marcha hacia un porvenir mejor. Es lo que tiene la humanidad de más glorioso en su historia.
Es la revuelta del pensamiento en la víspera de las revoluciones; es el derrumbamiento de la hipótesis sancionada por la inmovilidad de los siglos precedentes; es la aparición de toda una ola de ideas nuevas, de invenciones audaces; es la solución de los problemas de la ciencia.
El desorden es la abolición de la esclavitud antigua; es la insurrección de las comunas, la abolición de la servidumbre feudal, las tentativas de abolición de la servidumbre económica.
El desorden de la insurrección de los campesinos contra los sacerdotes y los señores, que queman los castillos para hacer lugar a las chozas, que salen de sus guaridas para buscar un puesto al sol.
En la Francia aboliendo la realeza y asestando un golpe mortal a la servidumbre en toda la Europa occidental.
El desorden en 1848, que hace temblar a los reyes y proclama el derecho al trabajo. Es el pueblo de París que combate por una idea nueva y que, aún sucumbiendo en las masacres, lega a la humanidad la idea de la comuna libre, le abre el camino hacia esa revolución de que sentimos la aproximación, y cuyo nombre será el de Revolución Social.
El desorden —lo que ellos llaman desorden—, son las épocas durante las cuales generaciones enteras soportan una lucha incesante y se sacrifican para preparar a la humanidad una existencia mejor, liberándola de las servidumbres del pasado. Son las épocas durante las que el genio popular adquiere su libre expansión y da, en algunos años, pasos gigantescos, sin los cuales el hombre habría quedado en el estado de esclavo antiguo, de ser rastrero, envilecido en la miseria.
El desorden es el florecimiento de las más bellas pasiones y de las más grandes abnegaciones; es la epopeya del supremo amor a la humanidad».
No se podría decir nada mejor y es por esto que os leí esta página de Kropotkin, que es de un vigor magistral. ¿Cuáles son los servicios que el gobierno, el poder, el Estado hace a la clase obrera en cambio de lo que exige de ella? Porque, en fin, si el Estado exige de la clase obrera una sumisión absoluta; si la agobia con impuestos, confiscando así en su provecho único una parte de su trabajo; si él exige al trabajador varios años de su juventud, durante los cuales éste es encerrado en el cuartel; si no da a los proletarios viejos más que un irrisorio retiro, sería razonable esperar que en cambio de todo esto el Estado preste a la clase obrera algunos servicios.
Y bien, ¿es el Estado quien cultiva la tierra, quien siembra el grano, quien recoge la cosecha, quien muele el pan, quien construye las casas, quien teje los vestidos, el que en la fábrica y en el taller maneja las máquinas y transforma inteligentemente la materia prima en productos manufacturados? En una palabra, ¿es el Estado el que asegura, por su trabajo, la producción necesaria a la satisfacción de las necesidades de la población? ¿Es él quien, obtenida esta producción, asegura el transporte, vigila el reparto equitativo de modo que evite el espectáculo repulsivo de un puñado de individuos que tienen demasiado y que derrochan, mientras que una multitud de otros seres no tienen bastante, se privan de lo necesario y se «ajustan el cinto»? ¡Hay! No: el Estado no trabaja, consume; no produce, devora.
En el dominio intelectual, ¿hace el Estado algún servicio a la humanidad? ¿Distribuye generosamente la instrucción a los niños del pueblo, a fin de que ninguna de estas inteligencias quede en las tinieblas y para que, por consiguiente, cualesquiera que sean, se convierten en lumbreras destinadas a iluminar la ruta dolorosa de la humanidad? ¿Es el Estado el que escribe los libros, el que crea las obras de arte? ¿Es él quien favorece los descubrimientos geniales, quien suscita las iniciativas fecundas, quien lanza el pensamiento por nuevos derroteros, quien rompe las barreras que nos separan del porvenir, quien remueve las montañas y amplía los horizontes?
¡Ay! No. El Estado no puede más que mantener en las masas la ignorancia profunda, porque sabe que es el mejor medio de sujetarlas, de expoliarlas y de domesticarlas.
Veis bien, por consiguiente, que el Estado no presta ningún servicio.
¡Sí! Presta uno. Pero no a vosotros, no a mí, no a nosotros, no a los que trabajan, no a los que sufren. Presta un servicio —y señalado, importante, indispensable—, pero a la clase burguesa: la defiende, defiende sus privilegios, enseña los dientes a cualquiera que se acerque a la caja de caudales, salva la caja siempre que es amenazada; no tiene, por decirlo así, más que un papel, uno solo: el de gendarme. Lo demás no es más que milagro y prestidigitación.
Y, anteriormente, camaradas, he claramente definido y precisado — lo espero, al menos — la función del Estado, y es preciso preguntarse por qué juego de manos el gobierno, el Estado llega a disimular su verdadero rol a los ojos de la muchedumbre, rol que, si fuese conocido, sublevaría de indignación a la masa obrera.
Como todas obras malas, como todas las instituciones del crimen, el Estado se refugia en el misterio.
Para simular sus manejos criminales, tiene necesidad de obrar en la sombra, lleno de engaños y de trampas; a la sombra del dogma, del no sé qué, religioso o laico, que se opone a todo control y a toda discusión.
¿Cuál es el dogma sobre el que, en el presente, se apoya el Estado? Este dogma, y lo conocéis. Se dice que reside en nosotros, en vosotros y en mí, en mí y en vosotros: es el dogma de la soberanía del pueblo.
¡La soberanía del pueblo! Palabras cabalísticas que gargarizan de buena gana las gargantas republicanas y democráticas sobre los mil y mil tablados donde es corriente hacer oír el verbo democrático y republicano y ver agitarse los titiriteros de la política.
El discurso — iba a decir la charlatanería — es siempre el mismo. Todos los comediantes de la política dicen:
»Pueblo, no escuches a los Sebastián Faure de tu tiempo ni a sus amigos. Ellos te dicen que no eres libre, que sufres una dictadura.
¡Impostura y mentira! Pueblo, eres libre, porque eres soberano. Es una verdad tan evidente que no es necesario establecer la demostración, es una de esas verdades tan palpables que sería inútil insistir sobre ella: tú eres libre porque eres soberano. Sin duda, hay duda no puedes ejercer directamente esta soberanía. Pero es porque hay una imposibilidad material que, en la práctica, nos aleja de lo que sería el ideal; el ideal sería que el pueblo estuviese perfectamente reunido, discutiendo o considerando las condiciones de su existencia, haciendo oír su opinión, expresando su sentimiento y haciendo prevalecer su voluntad sobre todos los problemas que atormentan o apasionan a la humanidad en marcha hacia el porvenir. Esto sería el ideal, un ideal hermoso, pero tú sabes bien, pueblo, que es imposible. ¿Cómo se obtendría el trabajo, la producción necesaria a las necesidades de la vida? ¿Cómo se realizaría la producción y ejecutaría el trabajo, si la población tuviese que preocuparse de estudiar primero, y luego de discutir y solucionar los problemas que, por millares, conciernen al bienestar público? Tú ves, pueblo, que si posees la soberanía, no te es posible ejercerla directamente. Pero serénate: nuestra fraternal y democrática constitución lo ha previsto todo; lo ha regulado todo; ha dividido el país en circunscripciones electorales, basadas en las divisiones administrativas, en la superficie y en la cifra de la población.
»Ciudadanos, reuníos en vuestros colegios electorales; estudiad juntos el programa sobre el que podáis poneros de acuerdo; estableced el pliego de vuestras reivindicaciones comunes; después, cuando hayáis hecho este trabajo, elegiréis entre vosotros los mejores, los más honrados, los más competentes, aquellos en quien tengáis más confianza y los encargáis de vuestros intereses; ellos pensarán, trabajarán, hablarán, decidirán por vosotros; y en todas las asambleas: comunales, departamentales, nacionales, por su intermedio, vuestra voluntad se afirmará; de suerte que, teniendo representantes en todas partes, eres tú en realidad, ¡oh, pueblo! el que, por la intervención de tus delegados, administras la comuna, el distrito y la nación.
»Sin duda, el parlamento dictará la ley y vosotros, trabajadores, estaréis en la obligación de inclinaros ante ella, de conformaros a sus mandatos, a las decisiones del legislador.
Pero pensad que ese legislador es vuestro delegado, vuestro representante; pensad que la ley no será más que la expresión de vuestra voluntad y de vuestra aspiración, o lo que es lo mismo, que sois vosotros mismos quienes hacéis la ley y, cuando se obedece uno a sí, es como si no obedeciese a nadie. Veis perfectamente que sois libres, todo lo que puede haber de más libres, puesto que sois soberanos. Y en fin, si acontece que, por casualidad, vuestra elección fue desgraciada, que vuestro mandatario desconoce vuestras intenciones, traiciona vuestras promesas, tendréis siempre el derecho de renovarlo y de elegir a otro que sea más digno. Veis que, al fin de cuentas, ciudadanos, es siempre a vosotros, nada más que a vosotros, a quien pertenece la última palabra. Antes soportabais el Poder, hoy lo ejercéis vosotros. En la edad media, el poder descendía del cielo, hoy sube de la tierra. En tiempos en que la religión era omnipotente, llenaba de tinieblas los cerebros y obscurecía las conciencias; los gobernantes eran aquí abajo los representantes de Dios; hoy los gobernantes son los representantes del pueblo. En la aristocracia, el Estado estaba en manos de una casta privilegiada; hoy, en la democracia, el Estado está en manos del pueblo. En la monarquía, el Estado era personal, revestía un carácter de autoridad absoluta; un monarca dijo: «¡El Estado soy yo!»; hoy el Estado está en vosotros, está en mí, está en todo el mundo.
«¿Soberano? Sí, pueblo, tú lo eres, puesto que en realidad tú haces y deshaces los soberanos».
«¡A las urnas, ciudadanos! ¡Votad! ¡Nada de abstenciones! No sólo el votar es un derecho imprescriptible sino que es un sagrado deber. ¡A las urnas, a las urnas!».
Este discurso lo hemos oído todos. Y los hombres de mi generación lo oyeron centenares y centenares de veces. Es siempre el mismo. Y, cosa increíble, el elector ingenuo, crédulo, confiado, se deja siempre atrapar. Cree de un modo tan inverosímil, que nos preguntamos cómo puede existir todavía un animal tan milagroso, tan incomprensible, tan inexplicable como el elector.
¿Cuál es el artista que podrá, con la riqueza de colorido necesario y el lujo de detalles suficiente esbozar el retrato de ese ser problemático, fantástico, extraordinario, incomparable, milagroso que se llama un elector?
Un caso más. (Reconoceréis que no tengo el hábito de abusar): Yo sé que la cita hace pesado el discurso, y es por eso que evito todo lo que me sea posible recurrir a ella. Pero no me resisto al deseo de leeros esta página de Octavio Mirbeau, que se expresa mejor de lo que yo sabría hacerlo. Escuchad:
»Una cosa me asombra prodigiosamente — me atrevería a decir que me deja estupefacto — y es que en el momento científico en que escribo, después de las innumerables experiencias, después del escándalo diario, pueda existir todavía en nuestra querida Francia (como dicen en la Comisión de Presupuesto) un elector, un solo elector, ese animal irracional, inorgánico, alucinado, que consienta en desarreglar sus asuntos, sus sueños o sus placeres, para votar en favor de alguno o de alguna cosa. Cuando se reflexione un solo instante, este sorprendente fenómeno ¿no es propio para derrotar las filosofías más sutiles y confundir la razón? ¿Dónde estará el Balzac que nos dé la fisiología de elector moderno? ¿Y el Charcot que nos explique la anatomía y la mentalidad de ese incurable demente? Los esperamos. Comprendo que un estafador encuentre siempre accionistas, la censura de los defensores, la Opera-cómica de los dilettantis; comprendo a Mr. Chantavoine obstinándose en encontrar rimas; lo comprendo todo. Pero que un diputado, un senador encuentre un elector, es decir, el mártir improbable, que los alimente con su pan, que los vista con su lana, que los engorde con su carne, que los enriquezca con su dinero, y no tenga más perspectiva que la de recibir, a cambio de esas prodigalidades, garrotazos en la nuca, puntapiés en salva sea la parte, cuando no balazos en el pecho, verdaderamente, eso sobre pasa las nociones ya tan pesimistas que me había formado hasta ahora de la tontería humana.
»Se entiende que hablo aquí del elector convencido, del elector teórico, del que se imagina, ¡pobre diablo! cumplir una obligación de ciudadano libre, desplegar en soberanía, expresar sus opiniones, imponer —¡oh, locura admirable y desconcertante!— programas políticos y reivindicaciones sociales, y no del que «conoce el paño» y que se burla de su soberanía.
»Hablo de los serios, de los austeros, de los del pueblo soberano, de los que dicen: «¡Yo soy elector! Nada se hace sin mí. Soy la base de la sociedad moderna». ¿Cómo existe todavía esa ralea? ¿Cómo, por testarudos, por orgullosos, por paradojales que sean, no se desalentaron y avergonzaron de su obra en tanto tiempo? ¿Cómo es posible que se encuentre en alguna parte, aún en el fondo de las landas perdidas de la Bretaña, o en las inaccesibles cavernas de Cevennes y de los Pirineos, un filisteo tan estúpido, tan irrazonable, tan ciego a lo que se ve, tan sordo a lo que se dice, para votar por los azules, los blancos o los rojos, sin que nada le obligue, sin que se le pague o sin que se le emborrache? ¿A qué sentimiento extravagante, a que misteriosa sugestión puede obedecer ese bípedo pensante, dotado de una voluntad, según se pretende, que marcha altivo y recto, seguro de que cumple un deber, a depositar en una caja electoral cualquiera una boleta cualquiera, poco importa el nombre en ella escrito?... ¿Qué es lo que pensará, en su interior, que justifique, o que explique simplemente su extravagancia? ¿Qué es lo que espera? Porque, en fin, para consentir en darse amos ávidos que le pegan y le acogotan es preciso que se diga o que se espere algo extraordinario que nosotros no suponemos. Es preciso que, por poderosas desviaciones cerebrales, la idea de diputado corresponda en él a las ideas de ciencia, de justicia, de desinterés, de trabajo y de probidad. Y es esto de lo que verdaderamente espanta. Nada le sirve de lección, ni las cometidas más burlescas ni las más siniestras tragedias.
«¿Qué le importa que sea Pedro o Juan el que le pida el dinero y el que le exija la vida, puesto que está obligado a despojarse del uno y a dar la otra? ¡Y bien, no! Entre estos ladrones y estos verdugos, él tiene preferencia, vota por los más rapaces y los más feroces votó ayer, votará mañana y votará siempre Los carneros van al matadero no se dicen nada y no esperan nada. Pero, al menos, no votan por el carnicero que habrá de matarlos, ni por el burgués que habrá de comerlos. Más carnero que las bestias, más carneros que los carneros, el elector nombra su carnicero y escoge su burgués. Hicieron falta muchas revoluciones para conquistar este derecho».
Cuantas más promesas haga el candidato, más probabilidad hay de obtener un mandato: los hombres están hechos de tal modo que, cuanto más se les prometa, más confianza tienen. Todo candidato promete. Lleva sus manos al corazón, eleva los ojos al cielo, como si así quisiera atestiguar la sinceridad de sus convicciones, declarara que está pronto a sacrificarse por el bien público y que, en ese fin, no retrocederá ante ningún esfuerzo. ¡Y llega el día!
Este consiste en despojar al ciudadano de su soberanía, simulando conservársela. En engaño consiste en suprimir la soberanía que está en lo bajo, en principio, para instalarla en lo alto, de hecho.
Luego, el parlamento es elegido. ¿De qué elementos se compone? ¿Qué hace? ¿Cómo funciona? ¿Qué puede esperarse de él?
Toda la acción parlamentaria, camaradas, la he resumida en cuatro palabras: Absurdidad, Hipocresía, Corrupción y Necessitate.
Primero absurdidad. Hablemos… Vivimos en una sociedad en que todos los intereses están en conflicto. Esto salta a la vista. Los intereses del patrón y del obrero son contradictorios; el interés de los gobernantes está en oposición con el de los gobernados; el interés del propietario está en conflicto con el del inquilino; el interés de los comerciantes es inconciliable con el de los consumidores. Uno tiene el deseo de vender lo más caro posible; el otro, de comprar lo más barato que pueda. Lo mismo sucede con patrones y obreros propietarios e inquilinos. Todos los intereses están en conflicto.
¿No es absurdo suponer que un hombre, el mismo hombre pueda representar completamente solo, intereses tan contradictorios?
Helo ahí, en el Parlamento, llamado a pronunciarse sobre una cuestión en la cual están empeñados, del modo más serio, por ejemplo, los intereses de los patrones y de los obreros, de los inquilinos y de los propietarios Representa a la vez a unos y a otros. Estará, entonces, obligado a favorecer a unos en detrimentos de los otros, fatalmente. Y sin embargo, fue elegido por un colegio electoral determinado, que comprendía 10.000 ó 100.000 electores, según el modo de sufragio —no es esto lo que discuto, pues son tan malos unos como otros—. Ese elegido representa a la vez los intereses más contradictorios. Es absurdo confiar al mismo individuo intereses que chocan, que se repelen. Por lo demás, aunque esos intereses fuesen armónicos, el número de los electores es demasiado considerable para que puedan ponerse de acuerdo sobre los múltiples aspectos de un programa de conjunto. Lo sabemos perfectamente; en cuanto somos solamente ocho o diez discutiendo sobre varios puntos, basta agitar ciertas cuestiones para que inmediatamente nos apasionemos en la discusión y cesemos de estar de acuerdo. ¿Cómo queréis que millares y millares de individuos, que tienen mentalidad diferente y a menudo opuesta, que no pertenecen a la misma clase ni tienen la misma cultura intelectual, ni viven en el mismo medio, cómo queréis que esos hombres, ruta dolorosa de la humanidad? ¿Es él quien favorece aun cuando sus intereses no estén en oposición, puedan entenderse, ponerse de acuerdo? Y, por consiguiente, ¿cómo queréis que un individuo, refleje en él la totalidad de esas mentalidades, de esas aspiraciones, de esas culturas intelectuales, de esos medios diversos? Es imposible.
Voy más lejos. Aún en el caso de que los electores se concertaran casi sobre todos los puntos, las cuestiones que el legislador tiene que estudiar, debatir y resolver, son demasiado numerosas, pertenecen a una porción de dominios diversos, para que pueda, a satisfacción de todos, llevar a cada una de esas cuestiones una solución adecuada.
Y además, es un contrato el que se establece entre el elegido y el elector, y un contrato de cuatro años. ¡Cuántos acontecimientos en el curso de cuatro años, pueden presentarse y modificar sensiblemente la manera de pensar de cada uno! Puede acontecer que en 1912 nosotros estemos de acuerdo sobre tal o cual punto. Pero en 1916 ¿continuaremos de acuerdo, cuando sucesos de la más alta importancia se produjeron en la vida social y han introducido en nuestra vida particular elementos nuevos, inesperados: la guerra? Y sin embargo, es el único individuo nombrado en tiempo de paz para determinadas tareas —nadie había previsto que dos años más tarde se encontraría frente a una situación excepcional—, es el mismo hombre el que continúa siendo nuestro representante durante la guerra, lo mismo que durante la paz.
¡Es insensato! Hablo de la guerra porque es un gran acontecimiento que domina en este momento la situación. Pero, en cuatro años, hay casi siempre algún suceso más o menos grave que transforma o subvierte la situación, no en el pensamiento, sino en los hechos. Y entonces es una locura encargarse de esos intereses variables, durante cuatro años, a un hombre.
Y además, se ha tenido el hábito de decir que, para la solución de problemas complejos, delicados, que conciernen al interés público, hacen falta hombres competentes y que en la masa, hay pocas personas que tengan esa cualidad. La masa es ignorante, ineducada, obra por instinto, no piensa, por decirlo así, por su cuenta. Pero es a esa multitud, que acusáis de ignorante, a la que negáis totalmente lucidez, a la que exigís el acto que necesita, quizás, más delicadeza, previsión y psicología el de elegir a uno entre varios, el de fijar su elección y decir: es este el que tiene más inteligencia, más convicciones, el que defenderá mejor mis intereses. ¿Cómo no os apercibís de esta contradicción? De una parte se dice: la masa es torpe, estúpida, ignorante, y de otra parte se le exige a esa misma masa la acción que necesita más conciencia más inteligencia y más psicología. Esto es absurdo.
Otro argumento que traigo de los que os presento bajo el título de la absurdidad del régimen representativo, es la imposibilidad en que se encuentra el legislador de ponerse al corriente de todas las cuestiones sobre las que es preciso pronunciarse. Sería preciso que fuese omnisciente. Y la omnisciencia es a la vez, para el legislador, indispensable e imposible.
Indispensable porque es preciso que el legislador sea a la vez marino para pronunciarse sobre las cosas concernientes a la marina, guerrero para votar las cosas de la guerra, financista cuando se trata el presupuesto —mecanismo complicado y delicado—, administrador para opinar sobre cuestiones administrativas, educador, diplomático, ingeniero; en una palabra, que tenga todos los conocimientos.
Imposible porque, en la hora que vivimos, el campo científico se ha hecho tan vasto que, para brillar en un solo punto, es indispensable que un hombre inteligente y estudioso consagre toda su vida a especializarse; no es sino tras largos y tenaces estudios, después de haber adquirido una experiencia indiscutible, que un hombre, sobre un punto determinado puede hacerse competente o superior; ¡y se pide al legislador que sea competente y superior en todo! ¡Es preciso que sea marino, guerrero, financista, administrador, diplomático, ingeniero, educador, todo! Pero vivimos en una época en que eso es imposible. ¡No estamos ya en los tiempos de Pico de la Mirándola! No hay un hombre capaz de disertar sobre todas las cosas. Cuando un hombre es competente sobre uno o dos puntos, ya es mucho. Es demasiado pedirle, el pedirle una competencia universal. Por consiguiente, la omnisciencia será necesaria, pero es imposible y es absurdo pedir que alguien la posea.
He ahí, camaradas, un cierto número de argumentos que tenía que presentaros sobre la primera parte: la absurdidez de la representación parlamentaria.
Pasemos a su impotencia. ¿Quienes son los que componen el parlamento? ¿De qué elementos son constituidas las asambleas parlamentarias? No os haré la injuria de pensar que creéis en la superioridad de los elegidos y de los que se sientan en las asambleas parlamentarias. Tampoco creéis que representan lo que hay en Francia de más glorioso en las artes, de más ilustre en las ciencias, de más profundo en la filosofía, de más competente en todas las materias, de más honrado en las finanzas. Lanzad una mirada a la Cámara y al Senado. Veréis sin duda, lo reconozco, algunos hombres de valor real, ¡muy pocos!, porque el hombre de un valor real se aleja de la política, la considera como algo inferior a su superioridad, creería caer y mancharse si descendiese hasta esa farsa, hasta las mentiras, hasta las vulgaridades que exige la batalla electoral. El hombre verdaderamente superior permanece siendo lo que es, al margen de la política, unido a su ideal. No se rebaja hasta el pantano de la política.
Pasad revista a nuestros parlamentarios. Encontraréis médicos sin clientela, abogados sin pleitos, a menos que no sean abogados de comerciantes dudosos, de financistas que no están nunca lejos del correccional, o que estén en el Parlamento como representantes de la alta Banca; un haz de mediocridades y de incompetencias que, unidas, forman un conjunto más formidable todavía de incompetencias y de nulidades.
Montesquieu ha dicho con razón: «Tomad, hombres inteligentes, ponedlos juntos, reunidos; y, por un fenómeno singular, inexplicable, esos hombres inteligentes se convertirán en brutos o imbéciles tan luego como estén agrupados, reunidos en asamblea».
No soy yo quien lo digo; es Montesquieu el que ha hecho esa observación profunda y exacta.
Pero aunque las asambleas estuvieran pobladas de hombres que se recomendaran por sus méritos personales, por los brillantes servicios prestados, por la integridad de su conciencia, por la firmeza de sus convicciones, por todo un pasado meritorio, ¿qué podrían hacer?
El parlamentarismo es la impotencia. Es como una especie de lago rodeado de montañas. Pueden producirse sobre ese lago algunas tempestades, una cierta agitación, pero esa agitación no pasa de los límites del lago, sujetado, aprisionado en las montañas que lo dominan. En el Parlamento, las violentas cóleras, las exasperaciones, los juramentos solemnes, las promesas sagradas no son nunca otra cosa que pequeñas tempestades, agitaciones de superficie sin repercusión en las profundidades; la calma, pasada la agitación se restablece inmediatamente y no deja señal alguna. ¡Impotencia, sí! Aunque estos hombres hicieran reformas ¿serían atribuibles al Parlamento mismo? Si lo creéis así, os engañáis. Nunca vienen de lo alto esas reformas. No es el que come copiosamente el que piensa en mejorar la existencia del que vive de las sobras. No es el que habita en departamentos lujosos el que se preocupa de introducir alguna comodidad, alguna higiene, alguna limpieza, en el zaquizamí miserable. No es el que no trabaja el que puede darse cuenta de las condiciones deplorables en que la clase obrera desarrolla su labor. No es el ocioso el que intentará mejorar las condiciones del trabajo, ni disminuir la jornada y aumentar las horas de holgura. Es siempre de abajo de donde vienen las ideas de reformas. En el crisol del sufrimiento humano, donde se elabora el deseo de mejoramiento. Son aquellos que sufren en carnes propias, aquellos sobre los que pesa el yugo, los que están sometidos a las humillaciones, los que conocen la angustia, las incertidumbres del mañana; son los que preocupados, atormentados, acosados por el porvenir, se comunican poco a poco sus ideas, cambian sus impresiones entre unos cuantos al principio; después, insensiblemente, la idea nueva abre su camino. Y no es sino después de haberse hecho poderosa, irresistible, que un partido político se apodera de ella y la presenta como originaria de él mismo. Se encuentra siempre un partido que se hace campeón del éxito de tal o cual reforma y que, a fuerza de insistir, acaba por hacerla triunfar. Pero cuando triunfa es que está sostenida por una masa tan poderosa y cuyo esfuerzo se hizo tan irresistible que sería peligroso no registrarla en la ley. Las reformas, lo veis bien, no vienen de arriba; vienen siempre de abajo. No es preciso contar con el parlamentarismo para realizarlas, sino solamente para registrarlas.
Si quisiéramos profundizar el problema veríais que las reformas son, por otra parte, ineficaces, dado el medio social. No son nunca positivas ni fecundas.
Las reformas no reforman. ¡Se ha reformado bastante! Hubo centenares, millares, decenas de millares de reformas introducidas en la legislación. Pero abrid los ojos. ¿Veis que haya cambiado algo? Se habló mucho, los electores se dejaron embaucar. Pero, en realidad, las reformas no han reformado nada, los pretendidos mejoramientos no han mejorado nada.
Para acabar, en lo que concierne a la impotencia del régimen representativo, se me ocurre la idea de contaros una pequeña historia, una especie de parábola o de apólogo, que traerá a esta discusión, un poco seria, una nota ligera, agradable y humorística.
He visto, hace una veintena de años, en la campiña, a los niños que tenían el hábito de ir casi todos los días al bosque vecino. El bosque estaba plagado de pájaros, y de rumores. De cuando en cuando, un ruido de hojas, una carrera rápida sobre el tronco de un árbol, sobre una rama, y se veía aparecer repentinamente uno de esos pequeños cuadrúpedos que conocéis bien: una ardilla ligera, ejecutando grandes esfuerzos, saltos peligrosos y acrobacias incomparables. Los niños tuvieron la idea de capturar uno de estos animalitos. Llegaron y se trajeron una ardilla con ellos. Un viejo aldeano les dijo:
— Yo conozco eso, he tenido uno hace años; un día desapareció; la jaula no estaba probablemente bien cerrada y se fue.
— Préstenos, entonces, su jaula, ¿quiere?
— Con mucho gusto, niños. Hace tiempo que no está habitada y se contentará de tener un inquilino.
Y los niños pusieron la ardilla en la jaula. Vosotros la conocéis, es de esas jaulas cilíndricas. Y he aquí que la ardilla, teniendo necesidad de movimiento, se pudo a dar vueltas alrededor. Los muchachos estaban maravillados y encontraban eso soberbio. Pero, después de cuatro o cinco días, acabaron por constatar que el espectáculo no era muy variado y se imaginaron que la ardilla se burlaba de ellos. ¡Era tan hermosa, cuando estaba en el bosque, saltando de rama en rama! Los muchachos dieron libertad al cautivo.
Volvieron al bosque y capturaron una segunda ardilla. La pusieron en la misma jaula, donde dio vueltas y se burlo de ellos como la primera, de suerte que, al fin de algunos días, los muchachos pusieron en libertad a este segundo cautivo. Volvieron al bosque y cogieron otra. Pero, después de cuatro o cinco experiencias de este género, acabaron por comprender que la ardilla no teniendo libertad en sus movimientos, estaba condenada a dar vueltas en la jaula.
Camaradas, esta historia es la del elector —muchacho— y el candidato —la ardilla—.
Durante los meses que preceden al escrutinio, el candidato salta de rama en rama, ejecutando maravillosas piruetas; y el niño, el lector, deslumbrado por sus tours de force se dijo: «¡Si pudiese cogerlo! ¡Si pudiese echarle mano! ¡Qué contento me pondría!».
No cuesta mucho trabajo, cuando se es elector, el apoderarse de su candidato. El candidato no quiere más que eso Se le envía al Palais-Bourbon, que es su jaula Y allí, este hombre que dejaba estupefacto al pueblo —niño—, por su actividad, por su gracia, por su sutileza, por su agilidad, no hace nada. Una vez en la jaula se vuelve impotente.
Al fin de cuatro años, el muchacho se dice: ¡Oh, este se burla de mí! Voy a buscar otro que no me haga el mismo juego. Vuelve al bosque. Desgraciadamente, el segundo le hace la misma jugada que el primero. Hace, camaradas, cincuenta años que el candidato hace al elector idénticas malas jugadas. Y sin embargo, el elector no está convencido todavía. Continúa cada cuatro años, cambiando la ardilla y poniéndola en la misma jaula. Creed que tenemos derecho a decirle: ¡Pero, desdichado, no es la ardilla la que es preciso cambiar; hay que romper la jaula!
Decir que el régimen representativo es un régimen de corrupción es ya una banalidad y me imagino que no es necesario entrar sobre este punto, en un desarrollo considerable. Sería, creo yo, superfluo. Sabéis todos que las tareas políticas son unas tareas sucias, que los medios políticos están corrompidos, y por excelencia, el Parlamento, porque es en el Parlamento donde se encuentran todos los apetitos, todas las codicias, todas las rivalidades, todas las ambiciones, y por lo mismo, no se pueden realizar en él más que trabajos sucios, y los que toman parte en ellos no pueden ser más que sucios también.
He visto de cerca estas cosas y mi larga experiencia me ha enseñado que en la política —hablo de la política que se estila en el Parlamento, de la política práctica y no de la política como ciencia—, no hay más que dos ideas: la primera es que, cuando se es minoría debe intentarse todo para llegar a ser mayoría; la segunda es que cuando se ha llegado a ser mayoría y gobierno, se debe recurrir a todos los medios posibles para seguir siendo gobierno y mayoría.
No creáis que esto sea un hallazgo de mi imaginación proficua. No. Es una observación basada en la experiencia. No quiero remontarme mucho en la historia. Pero, examinemos, si queréis, los cincuenta años que nos separan de la proclamación de la tercera República.
Al principio es la República de los Thiers, de los Mac-Mahon, la República conservadora de quien Thiers decía: «La República será conservadora o no será nada». Pero había una minoría, convertida más tarde, con los 363, en mayoría, cuando Gambetta y sus amigos, los oportunistas de entonces, se esparcieron por el país, fueron a todas las regiones a sublevar en favor de la democracia y de la idea republicana, las masas campesinas y urbanas. Cuando volvieron como mayoría a la Cámara, conquistaron el poder, y, después de haber sido, durante cinco años, minoría y oposición, se hicieron a su vez mayoría y gobierno. En esta forma se mantuvieron todo el tiempo que les fue imposible.
Pero, durante este tiempo, había otra minoría republicana con Brisson, Floquet, Goblet, Clemenceau, Pelletan: ¡Menciono a los mejores! Esta minoría marchaba al asalto del poder. Permanecieron durante dieciocho años como minoría en la oposición. Un día, estos opositores se apoderaron del poder; derribaron a los oportunistas, de los cuales se estaba cansado, pues prometían siempre y no cumplían nunca. A su vez, la minoría radical se hizo mayoría y gobierno.
Pero había otro partido, aún, el radical-socialista. No se sabe exactamente si es más bien radical que socialista o más bien socialista que radical. Lo cierto que se intitulaba radical-socialista. Y este partido, entonces minoría y oposición quería, también él, apoderarse del Poder. Se han visto misterios en donde estaban representadas las ideas radicales, las ideas radicales-socialistas y aun las ideas socialistas, en dosis casi proporcionales. Coaliciones, nacidas de las ambiciones y los apetitos, sostenidas por las intrigas financieras, apoyadas en turbias combinaciones de negocios y de política, cuyo fin verdadero es gobernar. Ya veis que tengo razón al decir que en la política no hay más que dos ideas: cuando no se es nada, tratar de serlo todo; cuando se es todo, tratar de conservar la situación.
Tal sistema no es hecho para educar el pensamiento, fortificar, esclarecer las conciencias, ni para afirmar los corazones en la solidez de los principios. Tales procedimientos son forzosamente corruptores. Y ¿cómo queréis que estos hombres, constantemente mezclados con los deshonestos, escapen a la corrupción? Es imposible. ¡No hablo ni de los escándalos que estallan y hacen ruido, ni de los escándalos más numerosos aun que se ahogan! Todo esto es cosa sabida.
Además, hay una certidumbre científica: que el hombre se adapta al medio en que vive. Y desde el momento que el medio es un medio político en que se hacen concesiones recíprocas, en que se prestan servicios unos a otros, en que nadie se preocupa más que de su interés, al adaptarse a ese medio ¿dónde queda el interés del país? He conocido hombres convencidos, cuya conciencia era recta, cuyo pensamiento era elevado, cuyo espíritu era generoso, cuyo corazón era sensible; los he visto entrar en la política, penetrar en el Parlamento. ¿Qué fue de ellos? Hablo de los que entraron llenos de entusiasmo, con el deseo de hacer bien y que fueron obligados a constatar que si en el Parlamento se es impotente para el bien, en cambio, se es omnipotente para el mal. Unos se retiraron, descorazonados; otros cedieron, y, una vez en la pendiente, llegaron hasta el fin. Creían que se preservarían del contagio, pero el contagio fue más fuerte que ellos y los arrastró. La mayoría de los parlamentarios están corrompidos de antemano. Aquellos no tienen necesidad de esperar para corromperse; aportan una corrupción más, la que lleva consigo.
Me recuerdo ahora de un caso particular que os voy a relatar, ya que se me ha ocurrido la idea. Eso os hará reír un poco.
Era en 1901. Yo había ido a Lyon a dar conferencias. Un diario socialista Le Peuple, acababa de aparecer. Los amigos me dijeron: «Es preciso fundar un periódico; fundémoslo contigo que eres conocido en la región». Acepté y fundamos Le Quotidien.
Siete u ocho meses después, si no muy holgadamente, se mantenía y en región de Rhone, de Loire, de Isere, del Saone et-Loire, es decir en los cinco departamentos limítrofes, estaba bastante difundido.
Teníamos en todas partes corresponsales, sobre todo en la Loire, en esa región industrial que va de Rivede Gier a Firminy, por St-Chamond, La Ricamarie y el Chambon.
Un día, leía los periódicos de la región y de París, cuando llamaron a la puerta y entró uno de mis buenos amigos, que venía de París, el cual me dijo:
— Me alegro de verte.
— ¿En qué puedo servirle?
— ¿Usted sabe lo que vengo a hacer aquí?
— ¿Qué es ello?
— Vengo a presentar mi candidatura en Loire.
— ¿Sí...?
— No estoy todavía seguro, pero he sido designado; soy secretario general del Partido socialista y conozco a fondo, por consiguiente, todo el mapa electoral de Francia; he puesto los ojos en la segunda circunscripción de Saint-Etiene y estoy seguro de ser elegido; vengo simplemente a sondear un poco el terreno y a crearme algunas amistades. ¿Sabe lo que usted mismo debiera hacer?
— No.
— Pues bien; hay cerca, en Rive de Gier, una circunscripción aprovechable, y si usted quiere ser candidato, estoy seguro del éxito. No tendrá necesidad de molestarse: yo haré la campaña como si fuese para mí.
Y entonces me miró y me dijo:
— ¡Oh, Sebastián, dos hombres como usted y yo en la Cámara; yo estratega mañoso y hábil; usted orador lleno de fuego, impetuoso; eso sería soberbio, eso sería la Revolución en la Cámara!...
¿Sabéis quien hablaba así? Vosotros lo habéis adivinado, seguramente: era Briand. Yo me imité a decirle, palmeándole familiarmente en la espalda:
— Volveremos a hablar de esto dentro de un año; de aquí a seis meses, será usted, probablemente, diputado; si ello puede satisfacerle, le deseo el triunfo; pero no cuente conmigo para hacer el viaje; continuaremos la conversación dentro de un año.
El se asombró:
— ¿Qué quiere decir? ¿Es que, por casualidad, cree que allá no seré lo que soy ahora? Hemos luchado juntos en circunstancias bastante peligrosas para que dude usted de la sinceridad de mis convicciones.
Yo respondí:
— Tengo la certidumbre que dentro de seis meses será usted diputado y de que, dentro de un año, habrá cambiado de hombro el fusil.
Vosotros sabéis camaradas, que no me engañé. ¡Y cuántos he conocido así!
Pero, sigamos.
El régimen representativo, en fin, tiene un cuarto defecto: es nocivo, es decir, es perjudicial.
Desde el momento que es favorable a la clase capitalista se deduce que es dañino para la clase obrera.
La corrupción domina sobre todo a los trabajadores que, de tanto en tanto, figuran en la escena del Parlamento.
Un burgués vive allí como el pez en el agua. Está en su medio. Tiene el hábito del mundo parlamentario. Su vida, por decirlo así, no ha cambiado. Sus intereses están quizás, mejor servidos. Antes era burgués, y burgués sigue siendo.
Pero el trabajador, el obrero al que un escrutinio favorable substrae de su trabajo, donde se esforzaba ocho, nueve y diez horas por día para ganar un salario de hambre; un hombre cuya situación es en tal modo subvertida, se ve claramente, ofrece a la corrupción un campo fértil, una especie de caldo de cultivo en que se desarrolla fácilmente el microbio de la podredumbre.
He ahí porqué es más peligroso para un trabajador el extraviarse en el Parlamento.
El burgués está corrompido ya, por anticipado; esto no lo cambia; no está sino un poco más podrido, un poco más corrompido; pero el obrero que conoció las angustias del mañana y que, perdiendo de golpe el contacto con sus camaradas de trabajo, entra bruscamente en el Parlamento, se hace six centiéme de roi.
Esto se hace para darle vuelta y trastornar las condiciones de su existencia.
No es extraordinario que sea transformado. ¡Espera conquistar, absorber el Poder, un día, en provecho de su clase y es el Poder el que lo absorbe a él!
Es preciso, por otra parte, que el medio sea apropiado al fin y que el proletario no se contente con reformas que, digámoslo una vez más, no reforman nada, con mejoramientos que nada mejoran.
La clase obrera debe querer una revolución profunda, una transformación social integral.
La supresión del salario, la liberación del trabajo, no puede ser obra del Parlamento sino de la revolución.
Todas estas verdades son admitidas hoy por todos los socialistas convencidos, sinceros y esclarecidos.
Solamente, dicen, ¿por qué descuidar un medio que es quizás de alguna utilidad, a condición de que se sepa servir de él? ¿Por qué no conducir conjuntamente las dos acciones, la acción parlamentaria y la acción obrera, la batalla en lo alto y la batalla desde abajo? ¿Por qué privarnos voluntariamente de una de esas secciones? Eso es disminuir nuestra fuerza. Es reducir nuestro campo de batalla.
Los que hablan así, quiero creerlos sinceros, no ven claro. No se dan cuenta de la labor hecha por un lado y descuidada en el otro, de una actividad obrando en un sentido y de una actividad obrando en el sentido opuesto. El bien que, por excepción, se pueda obtener desde arriba es ampliamente sobrepasado por el malestar que se sufrirá abajo. No hay que creer que los esfuerzos gastados en lo alto y en lo bajo, en el dominio parlamentario, electoral, y en el dominio obrero popular, se combinen y se sumen. No se suman, sino que se restan. La operación no da una adición, sino una substracción. No son la misma cosa, son cosas exactamente opuestas.
Y además, ¿no sentís el peligro que tiene el decir al pueblo, al mundo obrero, que su deber es depositar una vez cada cuatro años, un minuto cada quince mil horas, piadosamente, tranquilamente, sin esfuerzo y sin riesgo, una boleta en la urna del sufragio? La batalla exige algo más que ese gesto periódico. Exige una actividad constante. Todos los socialistas creen llegar más pronto al fin propuesto atacando al mundo burgués desde arriba y desde abajo, introduciéndose en las asambleas para decir, desde lo alto de esa tribuna magnífica, su doctrina y sus esperanzas. Así creen llegar más pronto. Suponen que los anarquistas son ideólogos, y no tienen más que sonrisas desdeñosas para lo que ellos llaman utopía libertaria.
A aquellos que pretenden inspirarse solamente en los hechos, les invito a consultar los hechos. Verán que los hechos desmienten sus afirmaciones. Hace al menos treinta años —desde 1890, podría decir cuarenta, pero quiero quedar más acá de la verdad—, que los socialistas toman parte de una manera activa, en las elecciones. ¿Cuántos hay desde entonces en el Palais-Bourbon? Son sesenta. Sin duda, fueron más; pero hoy son sesenta. No me importa saber si eran cien hace algunos años. Confirmo solamente que hace treinta años que los candidatos socialistas se presentan a las elecciones y se ocupan de acción parlamentaria y que, después de treinta años de lucha, son sesenta diputados. Esto es, por consiguiente, dos diputados por años. De suerte que, habiendo de conquistar la mayoría, es decir unos 300 diputados en el Palais-Bourbon y 150 senadores en el Luxemburgo, o sea 450 elegidos, serían necesarios 225 años para ello. ¡Si consideráis que eso es marchar rápido, yo estimo que es mentira! Si entre los sesenta diputados actualmente en el Parlamento hay talentos y lumbreras del partido —supongo que el partido socialista no envió a la Cámara a los menos elocuentes, a los menos talentosos, si no al contrario a los más elocuentes y a los más cultos—, les dijo: «Salid del Parlamento, clausurad sus puertas, arrojad vuestra dimisión a la cara de vuestros colegas, como un escupitajo». Y después, cuando hayáis hecho esto, os esparciréis por el país, iréis a todos los lugares, a las ciudades y a las aldeas, con el bastón del peregrino, recorriendo los montes y los valles, no pidiendo nada a nadie, por lo cual tendréis razón para decir: «He aquí lo que podemos hacer juntos, no os pedimos mandato alguno, ni un asiento en el Palais-Bourbon, queremos permanecer con vosotros, es junto a vosotros que queremos combatir». ¡Qué fuerza no os daría tal desinterés! Y de ese modo, estoy convencido de que no harían falta 225 años para apasionar a este país haciéndole oír la palabra revolucionaria. Si hubiese así 50 o 60 apóstoles recorriendo a Francia, inspirando el espíritu de la revuelta y animando con ese soplo el pensamiento del pueblo entero, en bien poco tiempo levantaríamos una fuerza revolucionaria que haría temblar y retroceder al Poder.
Es hora, camaradas de concluir.
La soberanía del pueblo es un engaño y una mentira; un juego de palabras, un gesto de prestidigitación. El parlamentarismo es un hogar de podredumbre. El parlamento es un régimen absurdo, impotente, corrompido y nocivo.
Parlamentarismo es un régimen absurdo, impotente, corrompido y nocivo.
La acción parlamentaria es un terreno excelente para la clase burguesa, pero un mal terreno, el peor, para la clase obrera.
Es preciso desertar de ella y permanecer resueltamente en el campo de la batalla revolucionaria.
Únicamente, los anarquistas luchan contra la sociedad capitalista de un modo constante, consciente y activo por el abstencionismo, que no consiste solamente en no servirse del arma irrisoria que la Constitución pone en nuestras manos: la papeleta del voto.
Su abstencionismo es consciente y activo. Los anarquistas tienen un cuerpo de doctrina y de métodos de acción que deben, creo yo, impresionar a los hombres de buen sentido, de convicción, de corazón y de voluntad independiente.
Únicamente, los anarquistas se abstienen, porque están convencidos de que la acción parlamentaria es nefasta y de que la lucha electoral es nociva; porque saben que la acción política es perniciosa.
En el dominio electoral se está obligado a hacer más o menos concesiones.
No se puede nunca decir lo que se piensa todo lo que se piensa; y los anarquistas desean permanecer independientes ante su pensamiento, ante su conciencia y reservarse la posibilidad de decir, sin rodeos, lo que piensan, todo lo que piensan, nada más que lo que piensan.
Los anarquistas se abstienen, porque no quieren participar en los crímenes gubernamentales, y porque saben que, cuando se acerca uno al poder, se hace cómplice, no implícita sino explícitamente, de todos los crímenes cometidos por los gobiernos.
Los anarquistas no quieren tener la menor participación en estos crímenes, y no quieren cargar sobre este punto, con ninguna responsabilidad.
Se abstienen, porque quieren permanecer en la muchedumbre, porque desean quedar en contacto permanente con la masa que trabaja brutalmente, que sufre, que soporta la autoridad y que está sublevada y exasperada.
Se abstienen, porque entienden, de ese modo, conservar intacto su derecho a la revuelta. Si votáis perdéis el derecho a la insurrección y desde entonces os inclináis por anticipado, es lógico, ante la ley del número, ante esa fuerza ciega y estúpida de la mayoría. Si me sirviese de la papeleta del voto, tendría la certidumbre de que pierdo mi derecho a la revuelta, pues acepto, de esa manera, la ley de la mayoría y exijo, implícitamente, que todo el mundo se incline ante ella.
Yo que no voto, tengo el derecho de decir: Venga de donde venga, cualesquiera que sean sus orígenes y sea quien sea el legislador, la ley no puede más que mantener y agravar la iniquidad. Aun cuando ella la disminuya en cierta medida, la iniquidad queda. Yo me rehúso a reconocer la ley, porque es la inepta aplicación de la fuerza ciega y estúpida del número, como si hubiese algo de común entre el número y el progreso, el derecho, la justicia y la humanidad. Quiero conservar mi derecho a la revuelta y he ahí, por qué me abstengo. Si los anarquistas se abstienen, es porque quieren permanecer fieles a su alta y pura filosofía.
Esta filosofía consiste en alejarse con tanto cuidado de la autoridad que se ejerce como de la que se sufre.
Consiste en mantener una guerra implacable a los que hacen la ley y a los que la soportan: a los unos, porque abusan de la autoridad, a los otros, porque se humillan ante ella.
El anarquista se distingue y se separa de todos, porque no quiere ser amo ni esclavo. No quiere inclinarse ante nadie, pero tampoco quiere que los otros se inclinen ante él.
No quiere ser esclavo y ejecutar órdenes extrañas; pero tampoco quiere ser amo ni ordenar a nadie.
Tiene horror a la autoridad que se le impone, como tendría horror a la autoridad que él impusiera a otro.
Admite esta fórmula maravillosa que inspirará probablemente, a la humanidad futura: «Ni amo, ni esclavo».
Y para terminar, diré que, en el estado presente, ante la sociedad en que vivimos y que hemos de sufrir hasta que tengamos fuerzas para derribarla, haremos nuestra la frase lapidaria de uno de nuestros camaradas más ilustres, Elíseo Réclus: «Ante la iniquidad y en tanto que ella persista, los anarquistas están y permanecen en estado de insurrección permanente».