Albert Libertad
Número 13
¡Estás en Francia! ¡En París! Conocerás Les Halles[1] y el Elíseo, la lonja y el palacio Borbón. Te compadezco, oh rey, más esclavo que el esclavo. Se abrirán tus orejas y no oirás nada. Mirarán tus ojos y no verás. No, no oirás nada, no verás nada verdadero, nada sincero; no sabrás nada de esta tierra de Francia sobre la que, durante algunos días, habrás caminado.
Cuántos cumplidos, cuántos brindis, cuántas mentiras escucharán tus oídos; cuánto aparato, cuánto trampantojo, cuánto estuco, cuánto maquillaje, cuánta bisutería verán tus ojos. Jamás tuviste, y acaso jamás tengas, la dicha de saber.
Si un rostro te sonríe, nunca sabes si se trata de un signo de amistoso agrado o de mezquino cortejo. Si una voz solloza, nunca sabes si se trata de una pena auténtica, que busca tu simpatía, o de un dolor engañoso que pretende tu piedad financiera.
En Francia, como en España, no tendrás a tu alrededor más que a pícaros, cuyas palabras y gestos sonarán a ensayo teatral. Las damas de Les Halles forzarán la misma sonrisa que la madre Loubet.[2] Y el que te abra la puerta, ya sea general o limpiabotas, te ofrecerá la misma flexión de espaldas que sire Delcassé.[3]
¿Comprendes? Jamás tendrás la dicha de conocer una impresión verdadera. A tu alrededor todo está trucado. Ya en el vientre de tu madre, eras puro artificio. Como feto, conocías los honoras; tu pipí, cuando aún estabas en mantillas, discurría a la par que los arroyos de sangre y de lágrimas. Que el lacayo o el rey que te eyaculó hubiese hecho su gesto antes o después en un vientre distinto y serías acaso un hombre. Pero no eres más que un rey. Y desde tu nacimiento, todo a tu alrededor es mentira. Las sonrisas, los llantos, los cumplidos, las maldiciones... todo está trucado.
No eres un hombre, eres un símbolo. Ni siquiera el puño que se alza a tu paso o la maldición que pueda resonar en tus oídos son por tu causa. Tú no existes. La corona ciñe tu frente del mismo modo que la picota aprisiona el cuello del presidiario. Ya no eres un hombre; también tú eres un número: el número 13.
Puesto que vivo en esta tierra denominada Francia, se podría decir que eres un poco mi huésped. ¿Qué podría hacer por ti? Comerás y beberás a placer. Guardo, pues, mi pan duro y mi agua fresca. Conocerás las comodidades de la lujosa piltra: no abriré, entonces, mi cama para acogerte. Los cicerones, los lacayos te guiarán por la ciudad, lejos de la calle Muller, a no ser que tu madre te haya recomendado el Sacré-Coeur, emplazado en el vecindario, así que no me moveré de mi trabajo. ¿Qué me queda, pues, para resultarte útil? Hacer lo que esté en mi mano para arrancarte la librea, presidiario real número 13.
Te mentirán, habrá labios que deslicen mentiras en tus oídos. Yo quisiera, yo quiero gritarte la verdad. Arráncate la venda que te ponen sobre los ojos y mira, mira —te dijo—, mira. ¿Ves, allí, a lo lejos, hasta España? El pueblo está hambriento. Tan pronto se ha marchado la Guardia Civil, que protegía tus pasos y hacia que se gritasen «vivas», se elevan con fuerza las maldiciones contra ti.
Cada paso tuyo hace que se viertan lágrimas. Por doquiera que pases se hacen siniestras talas. Arrancan el padre a los niños, el hijo a la madre, el amigo al amigo. Todos los que levantaron la cabeza, todos los que arrojaron la maldición a tu cara y a la cara de tus lacayos han sido aplastados por tus emisarios.
No eres más que un adolescente y produces el efecto de la peste, cuyos heraldos son la muerte y el dolor. Tienes la tara de ser rey, que es acaso peor que la tara de ser esclavo. No eres un amo, no eres fuerte; eres un rey. No tienes necesidad de ser inteligente, de ser sutil; lo eres por el azar de un desfogue sexual. Podrías ser conocido para la historia como Alfonso el Cretino o el Loco. Eres rey, a pesar de todo. No mandas; eres el maniquí real.
Nadie conoce a Alfonso; solo conocen al número 13. Puedes ser delicado, afable, espiritual, amante... nadie lo sabrá jamás. Eres el representante del régimen que hizo Montjuich, Alcalá del Valle; y en las prisiones que parecen estar a tus órdenes se descoyuntan miembros y se arrancan uñas.
Escucharás aclamaciones; yo te hablo de lágrimas. Hasta mí, que puedo oír, han llegado ya tantos gemidos, tanta desolación y tanto odio que te asustaría si pudieras adivinar siquiera la milésima parte.
Para cebar tu panza, se despilfarra lo que alimentaría los estómagos de millares de labradores. Para que tus noches se iluminen como el día al sol de la electricidad, las mujeres deben inclinar la frente sobre su labor al débil resplandor de una candela.
Holgazán, improductivo, para que tú tengas palacios, para que tu manto esté sembrado de oro, para que tu mesa esté guarnecida con finos manjares, tu pueblo se muere de miseria.
Eres el Alfonso de un pueblo, pero no conseguirás siquiera los voluptuosos besos de una fregona. No tendrás a tu disposición más que la carne legitimada del número que adherirán al tuyo por razones que ignorarás, o de la cortesana que se venda a ti. Hombre de veinte años, no conocerás el amor. No eres un hombre; eres un rey.
Te escribo una carta que no leerás jamás, pues los reyes no saben leer. Te compadezco al escribirte, Alfonso, como yo de carne y hueso, con aspiraciones y deseos acaso generosos... y pienso, sin embargo, que si estuviera en mi mano, te destruiría, a ti y a tus semejantes, con la conciencia de hacer un trabajo útil. ¿Entiendes, número 13?
[1] Es decir, el mercado de abastos de París. Creados durante el Segundo Imperio, los mercados cubiertos de París llegaron a ocupar una decena de hectáreas entre los distritos primero a cuatro de la capital francesa. En la década de los sesenta del siglo XX, y debido a los problemas de tráfico que ocasionaban, fueron trasladados a Rungis, muy cerca de Orly.
[2] Marie-Louise Loubet (1849-1938), esposa de Émile Loubet, Presidente de la República Francesa entre 1899 y 1906.
[3] Théophile Delcassé (1852-1923). Político francés, miembro del Partido Radical. En la época en la que escribe Libertad, Delcassé ocupaba la cartera de Asuntos Exteriores, desde donde trazaría la política de alianzas vigentes hasta después de la I Guerra Mundial.