Comité Invisible
La insurrección que viene
Primer círculo: “I AM WHAT I AM”
Segundo círculo: “La diversión es una necesidad vital”
Cuarto círculo: “¡Más simple, más divertido, más móvil, más seguro!”
Quinto círculo: “Menos bienes, más vínculos”
Sexto círculo: “El medio ambiente es un desafío industrial”
Bajo cualquier ángulo desde el que se observe, el presente no tiene salida. No es la menor de sus cualidades. A quienes quisieran permanecer en la esperanza a toda costa, les retira cualquier apoyo. Aquellos que pretenden impedir las soluciones son desmentidos al momento. Es una cosa sabida que todo no puede sino ir de mal en peor. “El futuro no tiene porvenir” es la sabiduría de una época en la que se ha llegado, bajo sus aires de extrema normalidad, al nivel de consciencia de los primeros punks.
La esfera de la representación política se cierra. De izquierda a derecha, es la misma nada que adopta las poses perrunas o los aires de virgen, las mismas cabezas de góndola que encadenan sus discursos tras los últimos hallazgos del servicio de comunicación. Aquellos que todavía votan dan la impresión de no tener otra intención que la de hacer saltar las urnas a fuerza de votar como pura protesta. Se comienza a adivinar que es contra el voto mismo por lo que se continua votando. Nada de lo que se presenta está, ni de lejos, a la altura de la situación. Incluso en su silencio, la propia población parece infinitamente más adulta que todos los títeres que se pelean por gobernarla. No importa que el chibani de Belleville sea más prudente en sus palabras que ninguno de los que se dicen nuestros dirigentes en sus declaraciones. La tapa de la marmita social se vuelve a cerrar con una triple vuelta mientras en su interior la presión no deja de aumentar. Salido de Argentina, el espectro de ¡Que se vayan todos! comienza a acosar seriamente las cabezas dirigentes.
El incendio de noviembre de 2005 no ha terminado de proyectar su sombra sobre todas las conciencias. Estos primeros focos son el bautismo de una década llena de promesas. El cuento mediático de los-suburbios-contra-la-República, si bien no carece de eficacia, falta a la verdad. Los incendiarios han tomado hasta el centro de las ciudades, que fueron metódicamente acalladas. Calles enteras de Barcelona han ardido en solidaridad, sin que nadie más que sus habitantes lo sepa. Y tampoco es verdad que el país haya dejado de arder desde entonces. Entre los inculpados se encuentran toda clase de perfiles que solo se unifican por el odio a la sociedad existente, y no por la pertenencia de clase, de raza o de barrio. Lo inédito no reside en una “revuelta de los suburbios” que ya no era novedoso en 1980, sino en la ruptura con las formas establecidas. Los asaltantes no escuchan a nadie, ni a sus hermanos mayores ni a la asociación local que debería gestionar el retorno a la normalidad. Ningún SOS Racismo podrá hundir sus cancerosas raíces en este acontecimiento, al que solo la fatiga, la falsificación y la omertà mediáticas han podido poner un fin. Toda esta serie de golpes nocturnos, de ataques anónimos, de destrucciones sin rodeos ha tenido el mérito de abrir al máximo la grieta entre la política y lo político. Nadie puede honestamente negar la carga evidente de este asalto que no formula ninguna reivindicación, ningún otro mensaje más que la amenaza; que no había que hacer la política. Hay que estar ciego para no ver lo que hay de puramente político en esta resuelta negación de la política; o nadie conoce los movimientos autónomos de los jóvenes desde hace treinta años. Los niños perdidos han quemado los fetiches favoritos de una sociedad que no merece más consideración que los monumentos de París al final de la Semana sangrienta, y que lo sabe.
No habrá solución social a la presente situación. En principio porque el vago agregado de medios, de instituciones y de burbujas individuales al que se llama por antífrasis “sociedad” no tiene consistencia, y a continuación porque no existe lenguaje para la experiencia común. Y no se comparten las riquezas si no se comparte un lenguaje. Hizo falta medio siglo de lucha en torno a las Luces para forjar la posibilidad de la Revolución francesa, y un siglo de lucha sobre el trabajo para parir el temible “Estado providencia”. Las luchas crean el lenguaje en el que se dice el nuevo orden. Nada parecido existe hoy en día. Europa es un continente arruinado que va a hacer a escondidas sus compras a Lidl y viaja en low cost para poder hacerlo todavía. Ninguno de los “problemas” que se formulan en el lenguaje social admite solución. El “problema de los jubilados”, el de la “precariedad”, los “jóvenes” y su “violencia” no pueden sino quedar en suspenso, mientras se gestionan soluciones policiales que siempre son más sobrecogedoras que lo que esconden. No se llegará más que a engañar por un mezquino precio a los ancianos abandonados de sí mismos y sin nada que decir. Los que han encontrado menor humillación y mayores beneficios en las vías criminales que en el mantenimiento de las apariencias no rendirán sus armas, y la prisión no les inculcará el amor a la sociedad. La pasión por disfrutar de las hordas de jubilados no soportará intacta las sombrías podas de sus rentas mensuales, y esto no puede sino aumentar más aún ante el rechazo al trabajo de una gran parte de a juventud. Para concluir, ningún beneficio sobrevenido acordado al día siguiente de un cuasi-levantamiento sentara las bases de un nuevo New Deal, de un nuevo pacto, de una nueva paz. El sentimiento social para este propósito se ha evaporado.
Como solución, la presión para que nada se pase, y con ella la organización policial del territorio, no van a parar de acentuarse. El avión de reconocimiento que, por la propia confesión de la policía, ha sobrevolado el último 14 de julio el Seine-Saint-Denis dibuja el futuro en colores más reales que todas las brumas humanistas. Que se haya tomado el cuidado de precisar que no estaba armado enuncia muy claramente el camino en el que estamos atrapados. El territorio será troceado en zonas cada vez más aisladas. Las autopistas construidas en los bordes de un “barrio sensible” levantan un muro invisible construido expresamente para separarle de las zonas residenciales. Piensen lo que piensen las nobles almas republicanas, la gestión de los barrios “por comunidad” es notablemente la más operativa. Las partes puramente metropolitanas del territorio, los principales centros urbanos, mantendrán en una deconstrucción cada vez más retorcida, cada vez más sofisticada, cada vez más resplandeciente, su lujosa vida. Ellas iluminarán todo el planeta con su luz de burdel, dependientes de las patrullas de la BAC, de las compañías privadas de seguridad, resumiendo: las milicias, se multiplicarán hasta el infinito para proporcionar una cobertura legal cada vez más desvergonzada.
El camino sin salida del presente, perceptible por todas partes, es negado en todas partes. Nunca serán empleados tantos psicólogos, sociólogos y literatos, cada uno según su jerga especial en la que la conclusión es particularmente fallida. Bastará con escuchar los cantos de la época, las chispas de la “nueva canción francesa” en los que la pequeña burguesía diseca sus estados de ánimo y las declaraciones de guerra de la mafia K´1Fry, para saber que cierta coexistencia cesará pronto, que una decisión está próxima.
Este libro está firmado por un colectivo imaginario. Sus redactores no son los autores. Se han contentado con poner un poco de orden en los lugares comunes de la época, en lo que se murmura en las mesas de los bares, tras las puertas cerradas de los dormitorios. No hacen sino fijar las verdades necesarias, aquellas por las que el rechazo universal llena los hospitales psiquiátricos y las miradas de pena. El privilegio de las circunstancias radicales es que la precisión lleva en buena lógica a la revolución. Basta con hablar de lo que tenemos ante nuestros ojos y de no eludir la consecuencia.
Primer círculo: “I AM WHAT I AM”
“I AM WHAT I AM”. Esta es la última oferta del marketing al mundo, el último estadio de la evolución publicitaria, adelante, tan por delante de todas las exhortaciones a ser diferente, a ser uno-mismo y a beber Pepsi. Decenas de conceptos para llegar ahí, a la pura tautología. YO=YO. Él corre sobre una cinta transportadora ante el espejo de su gimnasio. Ella regresa del curro al volante de su Smart. ¿Van a reunirse?
“JE SUIS CE QUE JE SUIS”. Mi cuerpo me pertenece. Yo soy mío, tú eres tuyo, y esto va mal. Personalización de la masa. Individualización de todas las condiciones de vida, de trabajo, de desgracia. Esquizofrenia difusa. Depresión rampante. Atomización en finas partículas paranoicas. Histerización del contacto. Cuanto más quiero ser Yo, más tengo el sentimiento de vacío. Cuanto más me exploto más me agoto. Cuanto más corro, más fatigado estoy. Yo tengo, tú tienes, nosotros tenemos nuestro Yo como una fastidiosa taquilla. Nos hemos convertido en representantes de nosotros mismos — este extraño comercio, los garantes de una personalización que tiene todo el aire, al final, de una amputación. Nosotros garantizamos hasta la ruina con una torpeza más o menos disfrazada.
Mientras tanto, yo gestiono. La búsqueda de mi Yo, mi blog, mi apartamento, las últimas tonterías de la moda, las historias de pareja, de culos... ¡aquello que fabrica las prótesis necesarias para tener un Yo! Si “la sociedad” no se hubiera convertido en esta abstracción definitiva, designaría el conjunto de los apoyos existenciales que se me tienden para permitirme ir tirando todavía, el conjunto de las dependencias que he contratado al precio de mi identidad. El minusválido es el modelo de la ciudadanía que viene. No deja de ser premonitorio que las asociaciones que le explotan reivindiquen para él, el (papel de) “regresado a la existencia”.
La conminación, por todas partes, a “ser alguien” mantiene el estado patológico que hace necesaria esta sociedad. La conminación a ser fuerte produce la debilidad por la que se mantiene, hasta el punto de que todo parece tomar un aspecto terapéutico, igual trabajar que amar. Todos los “¿qué tal?” que se intercambian a lo largo de un día suenan a otras tantas tomas de temperatura que, en una sociedad de pacientes, se administran unos a otros. La sociabilidad actual está hecha de mil pequeños nichos, de mil pequeños refugios donde se está caliente. Donde siempre se está mejor que en el gran frío de afuera. Donde todo es falso, pues no es más que un pretexto para calentarse. Donde nada puede surgir porque estar ahí es estar sordamente ocupados en tiritar todos juntos. Esta sociedad pronto no se soportará sino por la tendencia de todos sus átomos sociales hacia una ilusoria curación. Es una central que obtiene su potencial de una gigantesca retención de lágrimas siempre a punto de derramarse.
“I AM WHAT I AM”. Nunca la dominación ha encontrado una palabra de orden más insospechada. El mantenimiento del Yo en un estado de semi-ruina permanente, en un medio-desfallecimiento crónico es el secreto mejor guardado del actual orden de las cosas. El Yo débil, deprimido, autocrítico, virtual es esencialmente este sujeto indefinidamente adaptable que precisa una producción basada en la innovación, la acelerada obsolescencia de las tecnologías, el constante cambio de las normas sociales, la flexibilidad generalizada. Es a la vez, el consumidor más voraz y, paradójicamente, el Yo más productivo, el que se arrojará con la mayor energía y avidez sobre el menor proyecto, para regresar más tarde a su estado larvario original.
“CE QUE JE SUIS”, ¿entonces? Atravesado desde la infancia por los flujos de leche, de olores, de historias, de sonidos, de afectos, de comptines (canciones infantiles), de sustancias, de gestos, de ideas, de impresiones, de miradas, de cantos y de comida. ¿Esto es lo que soy? Atado completamente a los lugares, los sufrimientos, los ancestros, los amigos, los amores, los acontecimientos, las lenguas, los recuerdos, a toda clase de cosas que, evidentemente, no son yo. Todo lo que me ata al mundo, todos los vínculos que me constituyen, todas las fuerzas que me habitan no tejen una identidad, como la que se me incita a blandir, sino una existencia, singular, común, viviente y en la que emerge en algunas partes, en algunos momentos eso que llamo “yo”. Nuestro sentimiento de inconsistencia no es sino el efecto de esta tonta creencia en la permanencia del Yo, y del escaso cuidado que ponemos en aquello que nos produce.
Da vértigo ver presidir así sobre un rascacielos de Shangai el “I AM WHAT I AM” de Reebok. Occidente anticipa por todas partes, como su caballo de Troya favorito, esta agotadora antinomia entre Yo y el mundo, el individuo y el grupo, entre adhesión y libertad. La libertad no es el gesto de deshacernos de nuestros apegos, sino la capacidad práctica de operar sobre ellos, moverse en ellos, establecerles o zanjarles. La familia no existe como familia, es decir, como infierno, sino para el que ha renunciado a falsificar los mecanismos debilitadores o no sabe como hacerlo. La libertad de desgarrarse siempre ha sido el fantasma de la libertad. No nos liberamos de aquello que nos traba sin perder al mismo tiempo aquello sobre lo que nuestras fuerzas podrían actuar.
“I AM WHAT I AM”, pues, no una simple mentira, una simple campaña de publicidad, sino una campaña militar, un grito de guerra dirigido contra todo lo que hay entre los seres, contra todo lo que circula indistintamente, todo lo que une invisiblemente, todo lo que obstaculiza la perfecta desolación, contra todo lo que hace que existamos y que el mundo no tenga por todas partes el aspecto de una autopista, de un parque de atracciones o de una nueva ciudad: puro aburrimiento, sin pasión y bien ordenado, espacio vacío, helado, por donde no transitan más que los cuerpos matriculados, las moléculas automóviles y las mercancías ideales.
Francia no es la patria de los ansiolíticos, el paraíso de los antidepresivos, la Meca de la neurosis sin ser simultáneamente el campeón europeo de la productividad horaria. La enfermedad, la fatiga, la depresión pueden ser tomadas como los síntomas de lo que es necesario curar. Entonces trabajan para el mantenimiento del orden existente, para mi dócil adaptación a las normas débiles, para la modernización de mis apoyos. Ocultan, dentro de mí, la selección de las inclinaciones oportunas, conformes, productivas y aquellas en las que se necesite aceptar tranquilamente la pérdida. “Es preciso saber cambiar, tú sabes”. Pero, tomados como hechos, mis carencias también pueden contribuir al desmantelamiento de la hipótesis del Yo. Se convierten en actos de resistencia en la guerra que se libra. Se vuelven rebelión y centro de energía contra todo lo que conspira para normalizarnos, para amputarnos. El Yo no es quien está en crisis en nosotros, sino la forma con que se busca imprimirlo en nosotros. Se quiere hacer de nosotros unos Yo claramente delimitados, separados, clasificables y censables por cualidades, en resumen: controlables, cuando somos criaturas entre las criaturas, singularidades entre nuestros semejantes, carne viva tejiendo la carne del mundo. Contrariamente a lo que se nos repite desde la infancia, la inteligencia, no consiste en saber adaptarse o si esto es una inteligencia, es la de los esclavos. Nuestra inadaptación, nuestra fatiga no son problemas más que desde el punto de vista de quien nos quiere someter. Siempre señalan un punto de partida, un punto de confluencia para complicidades inéditas. Evidencian un paisaje de otro modo más deteriorado, pero infinitamente más repartible que todas las fantasmagorías que esta sociedad mantiene sobre sus cuentas.
No estamos deprimidos, estamos en huelga. Para quien rechaza gestionarse, la “depresión” no es un estado, sino un pasaje, un hasta luego, un paso al lado hacia una desafiliación política. A partir de ahí, no queda otra conciliación más que la médica y la policial. Para ello está bien que esta sociedad no tema imponer el Ritaline a sus niños más despiertos, inicie a cualquiera en las dependencias farmacéuticas y pretenda detectar desde los tres años los “problemas de comportamiento”. Porque es la hipótesis del Yo la que se agrieta por todas partes.
Segundo círculo: “La diversión es una necesidad vital”
Un gobierno que declara el estado de excepción contra los gamines de quince años. Un país que pone su salud en manos de un equipo de futbolistas. Un poli en la cama de un hospital que se queja de haber sido víctima de “violencias”. Un prefecto que decreta la detención de los que se construyan cabañas en los árboles. Dos niños de diez años, en Chelles, acusados del incendio de una ludoteca. Esta época destaca por lo grotesco de una situación de la que parece querer escapar a cada paso. Hay que decir que los medios de comunicación no ahorran esfuerzos para ahogar en las manifestaciones de la queja y la indignación el estruendo de la risa con que deberían recoger noticias similares.
Un estado de carcajada desatada, es la respuesta adecuada a las graves “cuestiones” que se complace en agitar la actualidad. Para comenzar por la más manida: no existe la “cuestión de la inmigración”. ¿Qué añade donde ha nacido?¿Quién vive donde ha crecido?¿Quién trabaja donde vive?¿Quién vive allí donde vivían sus ancestros? ¿Y de quién son los niños de esta época, de la tele o de sus padres? La verdad es que hemos sido masivamente arrancados de cualquier pertenencia, que no somos sino parte de nada, y que a resultas de esto, tenemos a la vez que una inédita disposición para el turismo, un innegable sufrimiento. Nuestra historia es la de las colonizaciones, las migraciones, las guerras, los exilios, la destrucción de todos los arraigos. Es la historia de todo lo que ha hecho de nosotros extranjeros en este mundo, invitados en nuestra propia familia. Hemos sido expropiados de nuestra propia lengua por la enseñanza, de nuestras canciones por las variedades, de nuestra carne por la pornografía masiva, de nuestra ciudad por la policía, de nuestros amigos por el salario. A todo ello se añade, en Francia, el trabajo de individualización feroz y secular realizado por un poder estatal que apunta, compara, disciplina y separa a sus sujetos más jóvenes, que tritura instintivamente las solidaridades que se le escapan a fin de que no quede más que la ciudadanía, la pura pertenencia, fantasmagórica, a la República. El francés es el desposeído, por encima de cualquier otro, el miserable. Su odio por lo extranjero se funde con el odio de sí mismo como extraño. Su envidia mezclada de pavor por las “ciudades” no habla sino de su resentimiento por todo lo que ha perdido. No puede impedir envidiar esos barrios llamados “de relegación” donde todavía persisten un poco de vida común, algunos lazos entre los seres, algunas solidaridades no estatales, una economía informal, una organización que todavía no es indiferente a los que se organizan. Hemos llegado a este punto de privación donde la única manera de sentirse francés es echar pestes sobre los emigrantes, contra aquellos que son más visiblemente extranjeros como yo. Los inmigrantes tienen en este país una curiosa posición de soberanía: si no estuviesen ahí, puede que los franceses ya no existieran.
Francia es un producto de su escuela, y no a la inversa. Vivimos en un país excesivamente escolar, donde se recuerda el paso por el bachillerato como un momento señalado de la vida. Donde los jubilados te cuentan todavía su fracaso, cuarenta años atrás, en tal o cual examen, y cuánto pesó esto en toda su carrera, en toda su vida. La escuela de la República ha formado desde hace un siglo y medio un tipo se subjetividades estatalizadas, reconocibles entre las demás. Gentes que aceptan la selección y la competición a condición de que las oportunidades sean las mismas. Que esperan que la vida de cada cual sea recompensada por ella misma como en un concurso, según su mérito. Que siempre piden permiso antes de coger algo. Que respetan silenciosamente la cultura, los reglamentos y a los primeros de la clase. Su mismo apego a sus grandes intelectuales críticos y su rechazo del capitalismo están impregnados de este amor a la escuela. Es esta construcción estatal de subjetividades la que se desmorona un poco más cada día con la decadencia de la institución escolar. La desaparición, desde hace veinte años, de la escuela y la cultura de la calle en concurrencia con la escuela de la República y de su cultura de cartón es el traumatismo más profundo que sufre actualmente el universalismo francés. Sobre este punto, la extrema derecha se reconcilia por adelantado con la más virulenta izquierda. El solo nombre de Jules Ferry, ministro de Thiers durante el aplastamiento de la Comuna y teórico de la colonización, debería ser suficiente para poner bajo sospecha esta institución.
En cuanto a nosotros, cuando vemos a profesores salidos de no se sabe qué “comité de vigilancia ciudadana” llegar a lloriquear en 20-Heures que se ha quemado su escuela, recordamos cuántas veces lo habíamos soñado de niños. Cuando escuchamos a un intelectual de izquierdas eructar sobre la barbarie de las bandas juveniles que increpan a los transeúntes en la calle, roban los escaparates, incendian los coches y juegan al gato y el ratón con los CRS, recordamos lo que se decía de los gamberros en los años 1960 o, mejor, de los apaches de la “Belle Époque”: “Bajo el nombre genérico de apaches —escribe un juez del tribunal de la Seine en 1907—, está de moda llamar desde hace algunos años a todos los individuos peligrosos, pandillas de reincidentes, enemigos de la sociedad, sin patria ni familia, desertores de todas las tareas, prestos a los golpes de mano más audaces, a cualquier atentado contra las personas o las propiedades”. Estas bandas, que evitan el trabajo, toman el nombre de su barrio y se enfrentan a la policía son la pesadilla del buen ciudadano individualizado a la francesa: encarnan todo aquello a lo que él ha renunciado, toda la alegría a la que él ya no accederá. Resulta impertinente existir en un país en el que un niño que se pone a cantar es desairado inevitablemente con un “¡cállate, que vas a hacer llover!”, donde la castración escolar descarga un tenso flujo de generaciones de policías empleados. El persistente aura de Mesrine mancha menos su rectitud y su audacia que el hecho de haber emprendido la venganza de aquello de lo que todos deberíamos vengarnos. O más bien que deberíamos vengarnos directamente, allí donde continuamos dando rodeos, difiriendo. Pues no ofrece duda que por mil bajezas inadvertidas, por todas las clases de murmuraciones, con una pequeña y fría maldad, con una venenosa cortesía, el Francés no cesa de vengarse, permanentemente y contra todos, del aplastamiento al que se ha resignado. Era el momento en que el ¡jode al policía! toma el lugar del ¡sí, señor agente! En este sentido, la hostilidad sin matiz de ciertas bandas no hace sino expresar de una manera un poco menos sorda el mal ambiente, el mal espíritu de fondo, el deseo de destrucción salvadora en la que se consume el país.
Llamar “sociedad” a la muchedumbre de extranjeros en medio de la que vivimos es tal usurpación que incluso los sociólogos sueñan con renunciar a un concepto que fue, durante un siglo, su sustento. Ahora prefieren la metáfora de la red para describir la manera en que se conectan las soledades cibernéticas, en la que se anudan las interacciones débiles conocidas bajo nombres como “colega”, “contacto”, “copa”, “relación”, o de “aventura”. Sucede de todos modos que esas redes se condensan en un medio en el que no se reparte otra cosa que códigos y donde no se juega nada sino la incesante recomposición de una identidad.
Se perdería el tiempo en detallar lo que hay de agonizante en las relaciones sociales existentes. Se dice que regresa la familia, que vuelve la pareja. Pero la familia que regresa no es la que se fue. Su regreso no es más que una profundización de la separación reinante, que sirve para engañar, volviéndose ella misma el engaño. Cada uno puede testimoniar las dosis de tristeza que condensan de año en año las fiestas familiares, sus trabajosas sonrisas, los apuros de ver disimular en vano a todo el mundo, ese sentimiento de que hay un cadáver ahí, sobre la mesa, y que todo el mundo hace como si no pasara nada. De flirt en divorcio, de concubinato en reconciliación, cada cual se resiente de la inanidad del triste núcleo familiar, pero la mayoría parece jugar a que sería más triste todavía renunciar. La familia no es tanto la asfixia de la empresa maternal o el patriarcado de las tortas en la cara sino este abandono infantil a una dependencia algodonosa, en la que todo es conocido, este momento de indiferencia frente a un mundo en el que nada puede negar que se derrumba, un mundo en el que “devenir autónomo” es un eufemismo que significa “haber encontrado un patrón”. Se quisiera encontrar en la familiaridad biológica la excusa para corroer dentro de nosotros cualquier determinación ligeramente rompedora, para hacernos renunciar, con el pretexto de que se nos ha visto crecer, un volverse viejo como por causa de la gravedad que ya hay en la infancia. De esta corrosión, es necesario preservarse.
La pareja es como el último escalón de la gran catástrofe social. Es el oasis en medio del desierto humano. Se viene a buscar en ella bajo los auspicios de lo “íntimo” todo lo que ha desertado tan evidentemente de las relaciones sociales contemporáneas: el calor, la sencillez, la verdad, una vida sin teatro ni espectador. Pero pasado el aturdimiento amoroso, la “intimidad” termina en su deserción: ella misma es un invento social, habla el lenguaje de la prensa femenina y de la psicología, es como el resto blindado de las estrategias hasta el hastío. En esto no hay más verdad que en cualquier otra cosa, donde también dominan la mentira y las leyes de extranjería. Y cuando, por fortuna, se la encuentra, esta verdad apela a una repartición que desmiente la propia forma de la pareja. El por qué los seres se aman es también lo que les vuelve amables y arruina la utopía del autismo entre dos.
En realidad, la descomposición de todas las formas sociales es una oportunidad. Es para nosotros la condición ideal para una experimentación masiva, salvaje, de nuevos arreglos, de novedosas fidelidades. La famosa “dimisión paterna” nos ha impuesto una confrontación con el mundo que ha ganado para nosotros una precoz lucidez y que augura bellas revueltas. En la muerte de la pareja, vemos nacer inquietantes formas de afectividad colectiva, ahora que el sexo es usado hasta la saciedad, que la virilidad y la feminidad son unos viejos vestidos apolillados, que tres decenios de continuas innovaciones pornográficas han agotado los atractivos de la transgresión y la liberación. Lo que hay de incondicional en los lazos de parentesco, contamos con hacerlo la armadura de una solidaridad política tan impenetrable a la injerencia estatal como un campamento de gitanos. No hay sino argumentos interminables por los que numerosos padres son conducidos a poner al corriente a su proletarizada prole de que no pueden convertirse en una forma de mecenazgo a favor de la subversión social. “Devenir autónomo”, podría querer decir, también: aprender a pegarse en la calle, a ocupar casas vacías, a no trabajar, a amarse locamente y a robar en los almacenes.
Tercer círculo: “La vida, la salud, el amor son precarios ¿por qué habría de escapar el trabajo a esta ley?”
No hay una cuestión tan embrollada en Francia como la del trabajo. No hay relación más enrevesada que la de los franceses con el trabajo. Id a Andalucía, a Argelia, a Nápoles. En el fondo se desprecia el trabajo. Id a Alemania, a los Estados Unidos, a Japón. Se sueña con el trabajo. Las cosas cambian, es verdad. Hay muchos otaku en Japón, frobe Arbeitslose en Alemania y workoholics en Andalucía. Pero por el momento esto no son más que curiosidades. En Francia, se emplean manos y pies para trepar por la jerarquía, pero se halaga en privado el no trabajar más que el otro. Se queda a trabajar hasta las diez de la noche cuando el curro está desbordado, pero nunca hubo escrúpulos en robar, por aquí y por allá, material de la oficina, o en purgar del stock de la caja las piezas defectuosas para venderlas luego. Tener trabajo es un honor y trabajar una marca de servilismo. En resumen: el perfecto cuadro clínico de la histeria. Se ama detestando, se detesta amando. Y cada uno sabe del estupor y el desarraigo que golpea al histérico cuando este pierde a su víctima, a su maestro. Lo más frecuente es que no se restablezca.
En este país, en el fondo político, que es Francia, el poder industrial siempre ha sido sumiso al poder estatal. La actividad económica nunca ha dejado de estar desconfiadamente dirigida por una administración puntillosa. Los grandes patronos que no provienen de la nobleza de Estado por vía Politechnique-ENA son los parias del mundo de los negocios donde se admite, en secreto, que dan un poco de lástima. Bernard Tàpie es su trágico héroe: adulado un día, en la cárcel al siguiente, siempre intocable. Que ahora cambie de escena no tiene nada de sorprendente. Contemplándole como se contempla a un monstruo, el público francés le mantiene a distancia y, por el espectáculo de una tan fascinante infamia, se preserva de su contacto. Pese al gran bluff de los años ochenta, el culto a la empresa nunca arraigó en Francia. El que escriba un libro para vilipendiarla tiene un seguro best seller. Los managers, sus costumbres y su literatura sirven para pavonearse en público, pero dejan a su alrededor un cordón sanitario de burla sorda, un océano de desprecio, un mar de sarcasmos. El empresario no forma parte de la familia. Como máximo, en la jerarquía de lo detestable, se le prefiere al policía. Ser funcionario sigue siendo, contra viento y marea, contra los golden boys y las privatizaciones, la definición aceptada de un buen trabajo. Se puede envidiar la riqueza de los que la poseen, pero no se envidia su puesto.
Sobre el fondo de esta neurosis, los sucesivos gobiernos todavía pueden declarar la guerra al desempleo, y pretender librar la “batalla del empleo” mientras los ex-ejecutivos acampan con sus portátiles en las tiendas de Médicos del mundo que están levantadas en las orillas del Sena. Cuando las exclusiones masivas de las listas del ANPE se esfuerzan por hacer descender el número de desempleados por debajo de los dos millones a pesar de todos los trucos estadísticos. Cuando solo el RMI y el biz son la garantía, según la opinión generalizada, contra una explosión social posible en cualquier momento. La economía psíquica de los franceses es tanta que la propia estabilidad política del país es la que se juega en el mantenimiento de la ficción del trabajo.
Que se nos permita hacer.
Pertenecemos a una generación que vive muy bien sin esta ficción. Que nunca pensó en la jubilación ni en el derecho laboral, todavía menos en el derecho al trabajo. Que no es tampoco “precaria” como se complacen en teorizarla las facciones más avanzadas de la militancia izquierdista, porque ser precario es definirse todavía en relación a la esfera del trabajo, bajo la especie: en su descomposición. Admitimos la necesidad de ganar dinero, que importan los medios para ello, porque en el presente es imposible pasar sin él, pero no la necesidad de trabajar. Por cierto, nosotros no trabajamos: nosotros chupamos. La empresa no es un lugar en el que nosotros existimos, es un lugar que atravesamos. No somos cínicos, somos solo reticentes a dejar que abusen de nosotros. Los discursos sobre la motivación, la calidad, la inversión personal nos resbalan para mayor angustia de los gestores de recursos humanos. Se dice que estamos decepcionados de la empresa, que esta no ha pagado la lealtad de nuestros padres, despedidos demasiado a la ligera. Se miente. Para estar frustrado, es necesario haber esperado algo. Y nosotros nunca hemos esperado nada de ella: la vemos como lo que es y nunca ha dejado de ser: un juego para víctimas de confort variable. Solo lamentamos que nuestros padres hayan mordido el anzuelo, deux du moins qui y ont cru.
La confusión de sentimientos que rodea la cuestión del trabajo se puede explicar así: la noción de trabajo siempre está oculta bajo dos dimensiones contradictorias: una dimensión de explotación y una dimensión de participación. Explotación de la fuerza de trabajo individual y colectiva por la apropiación privada o social de la plusvalía; participación en una obra común mediante los lazos que se tejen entre los que cooperan en el seno del universo productivo. Las dos dimensiones están viciadamente confusas en la noción del trabajo, lo que explica la indiferencia de los trabajadores, a fin de cuentas, ante la retórica marxista, que niega la dimensión participativa, como ante la retórica del management que niega la dimensión explotadora. De ahí, también, la ambivalente relación con el trabajo, al tiempo deshonrado en tanto nos convierte en extraños a lo que hacemos y adorado en tanto es una parte de nosotros la que se decide. El desastre, aquí, es previsible: reside en todo lo que ha necesitado destruir, en todos aquellos que ha necesitado desarraigar para que el trabajo acabe por aparecer como la única manera de existir. El horror del trabajo es menor en el propio trabajo que la destrucción metódica, desde hace siglos, de todo lo que no es trabajo: familiaridades de barrio, de oficio, de pueblo, de lucha, de parentesco; apego a los lugares, a los seres, a las estaciones, a las maneras de hacer y de hablar.
Ahí reside la actual paradoja: el trabajo ha triunfado sin duda sobre el resto de las maneras de existir, incluso en un tiempo en el que los trabajadores se han convertido en superfluos. Los aumentos de productividad, la deslocalización, la mecanización, la automatización, la numerización de la producción han progresado tanto que han reducido a casi nada la cantidad de trabajo vivo necesario para la realización de cualquier mercancía. Vivimos la paradoja de una sociedad de trabajadores sin trabajo donde la diversión, el consumo, las distracciones no hacen sino acentuar todavía la carencia de aquello de lo que nos deberían distraer. La mina de Carmaux, que se hizo célebre hace un siglo por sus violentas huelgas, ha sido reconvertida en Cap Découverte. Es un “sector multiocio” hecho para el skateboard y la bicicleta, y que se enseña en un “museo de la Mina” en el que se simulan las explosiones de grisú para los veraneantes.
En las empresas, el trabajo se divide siempre de la manera más visible en empleos altamente cualificados, concepto, control, coordinación, comunicación unidos para la realización de todos los saberes necesarios del nuevo proceso de producción cibernética, y en empleos descualificados de subsistencia y mantenimiento del proceso. Los primeros son una pequeña cantidad, muy bien pagados y consiguientemente convencidos de que la minoría a la que pertenecen no permitiría dejar escapar ni una migaja. Su trabajo y ellos no producen más que una angustiosa presión. Directivos, científicos, lobbystas, investigadores, programadores, consultores, ingenieros no cesan literalmente jamás de trabajar. Hasta sus culos planos aumentan su productividad. “Las empresas más creativas son también aquellas en las que las relaciones íntimas son más numerosas” teoriza un filósofo para RRH. “Los colaboradores de la empresa, confirman en Daimler-Benz, forman parte del capital de la empresa (...) Su motivación, su saber hacer, su capacidad de innovación y su preocupación por los deseos de la clientela constituyen la materia prima de los servicios innovadores (...) Su comportamiento, su competencia social y emocional tienen una importancia creciente en la evaluación de su trabajo (...) Este nunca más será evaluado por el número de horas de presencia sino en base a objetivos claros y a la calidad de los resultados. Ellos son los empresarios”.
El conjunto de las tareas que no pueden ser confiadas a la automatización forman una nebulosa de puestos que, al no poder ser ocupados por las máquinas, son ocupables por no importa qué humanos — manipuladores, almacenistas, trabajadores en cadena, temporeros, etc. Esta flexible mano de obra, indiferenciada, que pasa de una tarea a otra y nunca se queda demasiado tiempo en una empresa, no puede constituirse en una fuerza, no estando nunca en el centro de los procesos de producción sino pulverizada en una multitud de intersticios, ocupada en tapar los agujeros de lo que no ha sido mecanizado. El interino es la figura de este obrero que nunca es uno, que no tiene otro oficio sino las capacidades que vende a lo largo de sus tareas, y en las que la disponibilidad es todavía un trabajo.
Al margen de este núcleo de trabajadores eficaces, necesarios para el buen funcionamiento de la máquina, se extiende a partir de ahora una mayoría convertida en supernumeraria, que es ciertamente útil al flujo de la producción, pero no mucho, y que empuja la máquina hacia el riesgo, en su desocupación, de ponerse a sabotearla. La amenaza de una desmovilización general es el fantasma que se aparece al actual sistema de producción. A la pregunta “¿Por qué trabajar, entonces?” no todo el mundo responde como aquel ex Rmiste a Libération: “Por mi bienestar. Es necesario que me ocupe en algo”. Existe un serio riesgo de que terminemos por encontrar un empleo a nuestra desocupación. Esta población flotante debe ser ocupada, o mantenida. O es que no se ha encontrado a día de hoy un método disciplinario mejor que el asalariado. Será entonces necesario continuar el desmantelamiento de las “experiencias sociales” para devolver al regazo salarial a los más rebeldes, a los que no se rinden ante la alternativa entre morir de hambre y pudrirse en la cárcel. La explosión del sector esclavista de los “servicios personales” debe seguir: empleadas domésticas, restauración, masaje, asistencia a domicilio, prostitución, cuidados médicos, ocio terapéutico, ayuda psicológica, etc. Todo ello acompañado de una continua revalorización de las normas de seguridad, de higiene, de conducta y de cultura, de una aceleración en la fugacidad de las modas, que asientan por sí mismas la necesidad de estos servicios. En Rouen, los parquímetros han dejado paso al “parquímetro humano”: alguien que se aburre en la calle os expide un ticket de estacionamiento y os alquila, si es el caso, un paraguas para un chaparrón.
El orden del trabajo fue el orden del mundo. La evidencia de su ruina contagia el tétanos a la única idea que resulta de todo esto. Trabajar, hoy, se vincula menos a la necesidad económica de producir mercancías que a la necesidad política de producir de los productores y los consumidores, de salvar por cualquier medio el orden del trabajo. Producirse a sí mismo, está en trance de convertirse en la ocupación dominante de una sociedad en la que la producción ha devenido sin objeto: como un carpintero al que se hubiera desposeído de su taller y que se pusiera, por su desesperación, a cepillarse a sí mismo. Esta es la razón del espectáculo de esos jóvenes que se entrenan para sonreír durante su entrevista de trabajo, que se hacen blanquear los dientes para ascender, que van a los bares nocturnos para estimular el espíritu de equipo, que aprenden inglés para estimular su carrera, que se divorcian o se casan para actualizarse, que hacen cursos de teatro para convertirse en líderes mediante el “desarrollo personal” para mejor “gobernar los conflictos” — “El desarrollo personal más íntimo, pretende cualquier gurú, llevará a una mejora de la estabilidad emocional, a una más fácil apertura a las relaciones, a una agudeza intelectual mejor dirigida, y por consecuencia a un mejor resultado económico”. El bullicio de este pequeño mundo que espera con impaciencia ser seleccionado por entrenarse para ser natural revela una tentativa de salvamento del orden del trabajo mediante una ética de la movilización. Ser movilizado es regresar al trabajo no como actividad, sino como posibilidad. Si el parado que se quita sus piercings, va al peluquero y ejecuta los “proyectos”, trabaja correctamente en “su empleabilidad”, como se dice, es que testimonia su movilización. La movilización, es este ligero desprendimiento respecto de uno mismo, este desgarramiento mínimo en lo que nos constituye, esta condición de extranjería a partir de la que el Yo puede ser tomado como objeto de trabajo, a partir del que se convierte en posible venderse a sí mismo y no su fuerza de trabajo, hacerse remunerar no por lo que se hace sino por lo que se es, por nuestra exquisita maestría en los códigos sociales, nuestros talentos en las relaciones, por nuestra sonrisa y nuestra manera de presentarnos. Es la nueva norma de socialización. La movilización opera la fusión de los dos polos contradictorios del trabajo: aquí, se participa en su explotación y se explota toda participación. Se es uno mismo, idealmente, una pequeña empresa, su propio patrón y su propio producto. Se trata, se trabaje o no, de acumular contactos, competencias, la “red”, en resumen: el “capital humano”. La conminación planetaria a movilizarse bajo el menor pretexto — el cáncer, el “terrorismo”, un terremoto, los SDF-resume la determinación de las potencias reinantes de mantener el reino del trabajo más allá de su desaparición física.
La presente apariencia de producción es pues, de un lado, esta gigantesca máquina de movilizar psíquicamente y físicamente, de chupar la energía de los seres humanos convertidos en excedentarios, de otro es esta máquina de clasificar que determina la supervivencia de las subjetividades conformes y abandona a los “individuos de riesgo”, a todos aquellos que encarnan otro empleo de la vida, y por lo tanto, resisten. De un lado, se hace vivir a los fantasmas y, por otro se deja morir a los vivos. Esta es la función propiamente política del presente aparato de producción.
Organizarse por todo esto contra el trabajo, desertar colectivamente del régimen de la movilización, manifestar la existencia de una vitalidad y de una disciplina en la propia desmovilización es un crimen que una civilización desesperada no puede perdonarnos; esta es la única manera efectiva de sobrevivir a ella.
Cuarto círculo: “¡Más simple, más divertido, más móvil, más seguro!”
Que ya no se nos hable más de “la ciudad” y de “el campo”, y menos aún de su antigua oposición. Eso que se extiende a nuestro alrededor no la recuerda ni de cerca ni de lejos: esta es una única capa urbana, sin forma y sin orden, una zona desolada, indefinida e ilimitada, un continuum mundial de hipercentros museificados y de parques naturales, de grandes urbanizaciones e inmensas explotaciones agrícolas, de zonas industriales y urbanizadas, de casas rurales y de bares de moda: la metrópolis. Existió la ciudad antigua, la ciudad medieval o la ciudad moderna: no hay ciudad metropolitana. La metrópolis quiere ser la síntesis de todo el territorio. Todo cohabita en ella, no tanto geográficamente sino por el tejido de sus redes.
Porque acaba de desaparecer es por lo que ahora la ciudad se ha fetichizado, como la Historia. Las manufacturas de Lille terminan en los teatros, el centro de hormigón del Havre es patrimonio de la Unesco. En Pekin, los hutongs que rodean la Ciudad prohibida son destruidos para ser reconstruidos, un poco más allá, lejos de la atención de los curiosos. En Troyes, se construyen las fachadas ensamblando las vigas sobre edificios en parpaing (muros de piedra tallada), un arte del plagio que no existe sin evocar las boutiques de estilo victoriano de Disneyland París. Los centros históricos, durante tanto tiempo asientos de la sedición, encuentran sensatamente su lugar en el organigrama de la metrópolis. Son entregados al turismo y al consumo ostentoso. Son los islotes de los festivos comerciales, que se mantienen por el guirigay y la estética, y también por la fuerza. La asfixiante cursilería de los mercadillos de Navidad se paga con más vigilantes y patrullas municipales. El control se integra maravillosamente en el paisaje de la mercancía, mostrando su cara autoritaria a quien la quiera mirar. La época es una mezcla, mezcla de musiquillas, de matracas telescópicas y de algodón de azúcar. Aquello que implica vigilancia policial, ¡el hechizo!
Este gusto de auténtico entrecomillado y de control que va con, que acompaña a la pequeña burguesía en su colonización de los barrios populares. Alojada fuera de los hipercentros, va a buscar allí una “vida de barrio” que nunca encontraría entre los edificios Phénix. Y expulsando a los pobres, los coches y los inmigrantes, y dejando el terreno limpio, expulsando los microbios, destruye lo que ella misma venía buscando. Sobre un cartel municipal, un barrendero tiende la mano a un guardián de la paz; un slogan: “Montauban, ciudad honesta”.
La decencia que obliga a los urbanistas a no hablar ya de “la ciudad”, que ellos mismos han destruido, sino de “lo urbano”, debería incitarles también a no hablar más de “el campo”, que ya no existe. Eso que existe, en su lugar, es un paisaje que se enseña a los locos estresados y desarraigados, un pasado que se puede representar ahora que los campesinos han sido reducidos a tan poco. Es un marketing que se despliega sobre un “territorio” donde todo ha de ser valorado o constituido en patrimonio. Siempre es la misma vida congelada que conquista hasta los lugares más recónditos.
La metrópolis es esta muerte simultánea de la ciudad y el campo, la encrucijada donde convergen todas las clases medias, en este medio de la clase media, que se estira indefinidamente desde el éxodo rural hasta la “suburbanización”. La vitrificación del territorio mundial favorece el cinismo de la arquitectura contemporánea. Un instituto, un hospital, una mediateca son otras tantas variaciones sobre el mismo tema: transparencia, neutralidad, uniformidad. Las construcciones, masivas y fluidas, concebidas sin la necesidad de saber lo que acogerán y que podrían estar tan bien aquí como en cualquier otra parte. ¿Qué hacer con las torres de oficinas de la Défense, de la Part Dieu o de Euralille? La expresión “flamante” contrae en sí todo su destino. Un viajero escocés, después de que los insurgentes quemasen el Ayuntamiento de París en mayo de 1871, testimonia el singular esplendor del poder en llamas: “(...) nunca había imaginado nada más bello; es soberbio. Las gentes de la Comuna son horriblemente deshonestas, no lo niego; pero ¡qué artistas! ¡Y no han sido conscientes de su obra! (...) He visto las ruinas de Amalfi batidas por el azul oleaje del Mediterráneo, las ruinas de los templos de Tung-hoor en el Punjab; he visto Roma y muchas otras cosas: nada se puede comparar a lo que ha sucedido esta noche ante mis ojos”.
Quedan bien, atrapados en la malla metropolitana, algunos fragmentos de ciudad y algunos residuos del campo. Pero el vivaz, él, ha hecho su barrio en los lugares de relegación. La paradoja quiere que los sitios aparentemente más inhabitables sean los únicos en ser habitados de cualquier manera. Un viejo barracón ocupado siempre estará más habitado que los apartamentos de standing en los que no se puede más que colocar los muebles y perfeccionar la decoración a la espera de la siguiente mudanza. En muchas megalópolis las chabolas son los últimos lugares vivos, vivibles y, sin duda, también los más mortales. Son el reverso del decorado electrónico de la metrópolis mundial. Las ciudades-dormitorio del arrabal Norte de París, abandonadas por una pequeña burguesía partida a la caza de los chalets, devueltas a la vida por el desempleo masivo, resplandecen más intensamente, desde ahora que el Barrio Latino. Tanto por la palabra como por el fuego.
El incendio de noviembre de 2005 no nace de la desposesión extrema, como tanto se ha interpretado, sino por el contrario de la plena posesión de un territorio. Se pueden quemar los coches porque así se molesta, pero para propagar el motín durante un mes y mantener largo tiempo en jaque a la policía, es preciso saber organizarse, tener cómplices, conocer perfectamente el terreno, compartir un lenguaje y un enemigo común. Los kilómetros y las semanas no han impedido la propagación del fuego. A las primeras hogueras respondieron otras allí donde menos se esperaban. El rumor no se transmite solo porque se escuche.
La metrópolis es el territorio de un conflicto incesante de baja intensidad, en el que la toma de Basora, de Mogadiscio o de Nablus marcan los momentos culminantes. La ciudad, para los militares, fue durante mucho tiempo un lugar a evitar, incluso a asediar; la metrópolis, ella, es totalmente compatible con la guerra. El conflicto armado no es sino un momento en su constante reconfiguración. Las batallas libradas por las grandes potencias recuerdan a un trabajo policial permanentemente continuado, en los agujeros negros de la metrópoli — “que sea en Burkina Faso, en el South Bronx, en Kamagasaki, en Chiapas o en la Courneve”. Las “intervenciones” no aspiran tanto a la victoria, ni siquiera a restablecer el orden y la paz, sino a continuar una empresa de seguridad siempre en marcha. La guerra ya no es aislable en el tiempo, sino que se difracta en una serie de microoperaciones, militares y policiales, para asegurar la seguridad.
La policía y el ejército se adaptan paralelamente y paso a paso. Un criminólogo demanda a las CRS que se organicen en pequeñas unidades móviles y profesionalizadas. La institución militar, cuna de métodos disciplinarios, recompone su organización jerárquica por esta causa. Un oficial de la OTAN aplica, a su batallón de artilleros, un “método participativo que implique a cada uno en el análisis, la preparación, la ejecución y la evaluación de una acción. El plan es discutido y rediscutido durante días, a lo largo del entrenamiento y según las últimas órdenes recibidas (...) Nada como un plan elaborado en común para aumentar tanto la adhesión como la motivación”.
Las fuerzas armadas no solo se adaptan a la metrópolis sino que la dan forma. Así, los soldados israelíes, tras la batalla de Nablus, se hacen arquitectos interioristas. Obligados por la guerrilla palestina a abandonar las calles, demasiado peligrosas, aprenden a avanzar vertical y horizontalmente dentro de las edificaciones urbanas, reventando muros para moverse. Un oficial de las fuerzas de defensa israelíes, diplomado en filosofía, explica: “El enemigo interpreta el espacio de un modo clásico, tradicional y yo me niego a seguir su interpretación y caer en sus trampas (...) ¡Le quiero sorprender! Esta es la esencia de la guerra. Tengo que ganar (...) Esta: he escogido la metodología que me permite atravesar los muros... Como un gusano que avanza comiendo lo que encuentra en su camino”. Lo urbano es más que el teatro del enfrentamiento, es entonces el propio medio. Esto no sucede sin recordar los consejos de Blanqui, en cierta ocasión al principio de la insurrección, que recomendaba a los futuros insurgentes de París tomar las casas, hacer barricadas en las calles para proteger sus posiciones, romper los muros para comunicarlas, derribar las escaleras al piso principal y agujerear los techos para defenderse de eventuales asaltantes, arrancar las puertas para tapar las ventanas y hacer de cada piso un puesto de tiro.
La metrópolis no es más que esta nebulosa organizada, esta colisión final de la ciudad con el campo, es en consecuencia un flujo de seres y de cosas. Una corriente que atraviesa toda una red de fibras ópticas, de líneas del TVG, de satélites, de cámaras de videovigilancia para que este mundo jamás pare de correr hacia su ruina. Una corriente que quisiera arrastrar todo hacia una movilidad sin esperanza, que movilice a cada uno. Donde se es asaltado por informaciones igual que por fuerzas hostiles. Donde no queda más que correr. Donde se vuelve difícil esperar, incluso el enésimo tren del metro.
La multiplicación de los medios de desplazamiento y de comunicación nos arranca sin interrupción del aquí y del ahora con la tentación de ser siempre otros. Tomar un TGV, un RER, un teléfono para estar ya allí. Pero esta movilidad no conlleva sino desarraigo, aislamiento, exilio. Esta sería insoportable para cualquiera que no estuviera desde siempre modificado por el espacio privado, por el interior portátil. La burbuja privada no estalla sino que se pone a flotar. No es el fin del cocooning sino su puesta en movimiento. En una estación, en un centro comercial, en un banco de negocios, de un hotel a otro, siempre esta extranjería, tan banal, tan conocida que tiene carácter de profunda familiaridad. La lujuria de la metrópolis consiste en esta mezcla de ambientes definidos, susceptibles de recombinarse indefinidamente. Los centros urbanos se ofrecen no como lugares idénticos sino como ofertas originales de ambientes, entre las que nos movemos, escogiendo una, dejando otra, al extremo de una suerte de Shopping existencial entre los estilos de los bares, de la gente, de los diseños o entre los playlists de un ipod. “Con mi lector de mp3, soy el amo de mi mundo”. Para sobrevivir a la creciente uniformidad, la única opción es reconstituir sin cesar el mundo interior como un niño que reconstuyese en todas parte la misma caseta. Como Robinson reproducía su universo de tendero en la isla desierta, como es nuestra isla desierta la propia civilización, y que somos millares los que nos queremos apear ya.
Precisamente porque es una arquitectura de flujos, la metrópoli es una de las formaciones humanas más vulnerables que nunca ha existido. Flexible, sutil, pero vulnerable. Un cierre total de fronteras a causa de una terrible epidemia, cualquier carencia en un abastecimiento vital, un bloqueo organizado de los ejes de comunicación y todo el decorado se hunde, no consigue esconder las escenas de las matanzas que le acosan permanentemente. Este mundo no iría tan deprisa si no estuviese constantemente perseguido por su desmoronamiento.
Su estructura en red, toda su infraestructura tecnológica de nudos y de conexiones, su arquitectura descentralizada quisieran poner la metrópolis al abrigo de sus inevitables disfunciones. Internet debe resistir un ataque nuclear. El control permanente de los flujos de información, de hombres y de mercancías debe asegurar la movilidad metropolitana, la trazabilidad, asegurar que nunca falte un palé en el stock de mercancías, que nunca se encuentre un billete robado en el comercio o un terrorista en el avión. Gracias a un chip RFID, a un pasaporte biométrico, a un fichero de ADN.
Pero la metrópolis también produce los medios de su propia destrucción. Un experto americano en seguridad explica la derrota en Irak por la capacidad de la guerrilla para sacar provecho a los nuevos modos de comunicación. Para su invasión, los Estados Unidos no dan tanta importancia a la democracia como a las redes cibernéticas. Con ellas traen una de las armas de su derrota. La multiplicación de los teléfonos portátiles y de los puntos de acceso a Internet ha surtido a la guerrilla medios inéditos de organización y para convertirse en difícilmente atacable.
Cada red tiene sus puntos débiles, sus nudos que hay que destruir para que se detenga la circulación, para que el tejido estalle. El último gran apagón europeo lo ha mostrado: habrá bastado un incidente en una línea de alta tensión para sumir a buena parte del continente en la oscuridad. El primer gesto para que pueda surgir cualquier cosa en medio de la metrópolis, para que otras se hagan posibles, es detener su propio perpetuum movile. Es lo que han comprendido los rebeldes tailandeses que hacen saltar los repetidores eléctricos. Es lo que han comprendido los anti-CPE, que han bloqueado las universidades para intentar bloquear la economía. Esto es lo que también comprendieron los estibadores americanos en la huelga de octubre de 2002 por el mantenimiento de trescientos empleos y que bloquearon durante diez días los puertos principales de la costa Oeste La economía americana es tan dependiente de los flujos provenientes de Asia que el costo del bloqueo sería de un millón de euros diarios. Por diez millones se puede hace vacilar a la mayor potencia económica mundial. Para ciertos “expertos”, si la acción se prolongase un mes más, estaríamos asistiendo a “una vuelta a la recesión en los Estados Unidos y una pesadilla para el Sureste asiático”.
Quinto círculo: “Menos bienes, más vínculos”
Treinta años de paro masivo, de “crisis”, de crecimiento engañoso y todavía se nos quiere hacer creer en la economía. Treinta años subrayados, bien es cierto, por algunos entreactos ilusionantes: el entreacto 1981-83, ilusión por que un gobierno de izquierda pudiese traer la felicidad al pueblo; el entreacto de los años fric (1986-89), en el que todos nos íbamos a hacer ricos, hombres de negocios y corredores de bolsa; el entreacto Internet (1998-2001), donde todos encontraríamos un empleo virtual a fuerza de estar conectados, donde la Francia multicolor y una, multicultural y cultivada, ganaría todas las copas del mundo. Pero, en eso, se han gastado todas nuestras reservas de ilusión, se ha tocado fondo, estamos secos si no al descubierto.
A la fuerza se ha comprendido esto: no es la economía la que está en crisis, es la economía quien es la crisis; no es el trabajo lo que falta, es el trabajo lo que está de más; bien pensado, no es la crisis sino el crecimiento lo que nos deprime. Es preciso reconocerlo: la letanía de las cotizaciones bursátiles no nos es más cercana que una misa en latín. Felizmente para nosotros, somos una cierta cantidad los que hemos llegado a esta conclusión. No hablamos de todos los que viven de estafas diversas, de tráficos de cualquier género o están en el RMI desde hace diez años. De todos los que no alcanzan a identificarse más con su curro y se reservan para sus diversiones. De todos los colocados, todos los enchufados, los que hacen el mínimo, pero son un máximo. De todos a los que hiere esta extraña indiferencia masiva, que viene a acentuar más todavía el ejemplo de los jubilados y la cínica sobreexplotación de una mano de obra flexibilizada. No hablamos de ellos porque, de una u otra manera, debemos alcanzar una conclusión parecida.
Aquello de lo que hablamos es de todos los países, de continentes enteros que han perdido la fe económica tras haber visto pasar con pérdidas y fracasos los Boeing del FMI, por haber probado un poco del Banco mundial. Nada, allí, de esta crisis de vocaciones que sufre indolentemente, en Occidente, la economía. Aquello de lo que se trata en Guinea, en Rusia, en Argentina, en Bolivia es de un duradero y violento descrédito de esta religión y de su clero. “¿Qué hacen mil economistas del FMI viviendo en el fondo del mar? — Un buen principio”, se bromea en el Banco mundial. Un chiste ruso: “Dos economistas se encuentran. Uno pregunta al otro: “¿Sabes qué pasa?” y el otro responde: “Escucha, te lo voy a explicar”. “No, no, contesta el primero, explicarlo no es difícil, yo también soy economista. No, lo que te pregunto es: ¿es esto lo que comprendes?”. El propio clero finge entrar en disidencia y criticar el dogma. La última corriente un poco vital de la pretendida “ciencia económica” —corriente que se llama sin humor la “economía no autista”— se propone, en adelante, demostrar las usurpaciones, las jugarretas, los índices adulterados de una ciencia cuyo único papel tangible es agitar el ostensorio en torno a las elucubraciones dominantes, rodear de liturgia sus llamadas a la sumisión y, en fin, como siempre han hecho las religiones, proporcionar las explicaciones. Pues la desgracia general deja de ser soportable desde que se muestra como lo que es: sin causa ni razón.
El dinero no es respetado en ninguna parte, ni por los que lo tienen ni por los que carecen de él. El veinte por ciento de los jóvenes alemanes, cuando se les pregunta qué quieren hacer en el futuro, responden “artista”. El trabajo no se soporta como un don de la condición humana. La contabilidad de las empresas confiesa que desconoce de dónde surge el valor. La mala fama del mercado habría sido la razón tras un buen decenio, sin la pasión y los amplios medios de sus apólogos. El progreso llegado a todas partes, según el sentido común, es sinónimo de desastre. Todo huye en el mundo de la economía, como todo huía en la URSS durante la época de Andropov. El que esté un poco interesado sobre los últimos años de la URSS percibirá sin esfuerzo en todas las llamadas al voluntarismo de nuestros dirigentes, en todas las intuiciones sobre un futuro del que se ha perdido la pista, en todas las profesiones de fe en “la reforma” de todo, no importa de qué, los primeros crujidos en la estructura del Muro. El hundimiento del bloque socialista no consagró el triunfo del capitalismo sino que solamente demostró la quiebra de una de sus formas. Por otra parte, la muerte de la URSS no fue la consecuencia de una revuelta popular sino de una nomenklatura en reconversión. Proclamando el fin del socialismo, una parte de la clase dirigente se ha emancipado de todas las tareas anacrónicas que la unían a su pueblo. Ha tomado el control privado de lo que ya controlaba, pero en nombre de todos. “Puesto que ponen cara de pagarnos, pongamos cara de trabajar”, se decía en las fábricas. “Si esto no se sostuviese, ¡dejamos de fingir!”, respondió la oligarquía. Para unos, las materias primas, las infraestructuras industriales, el complejo militar— industrial, los bancos, las salas de fiesta y para los otros, la miseria o la emigración. Como no se creía más en la URSS bajo Andropov, hoy en día no se cree más en Francia en las reuniones, en los talleres, en las oficinas. “Si esto no se sostuviese”, responden patronos y gobernantes, que no se toman la molestia de aducir “las duras leyes de la economía”, trasladan una fábrica de noche para anunciar su cierre al personal a la mañana siguiente y no vacilan en enviar el GIGN para detener una huelga — como se hizo en la de SNCM o durante la ocupación, el año anterior, en un centro de clasificación en Rennes. La mortífera actividad del presente poder consiste en dirigir esta ruina desde un lado y plantar las bases de una “nueva economía” desde el otro.
Estamos hartos, por lo tanto, de la economía. Tras generaciones en las que se nos ha disciplinado, se nos ha pacificado, en que se había hecho de nosotros los sujetos, naturalmente productivos, satisfechos de consumir. Y he aquí que se revela aquello que estábamos tratando de olvidar: que la economía es una política. Y que esta política, hoy, es una política de selección en el seno de una humanidad convertida, masivamente, en superflua. De Colbert a De Gaulle pasando por Napoleón III, el Estado siempre ha concebido la economía como política, no menos que la burguesía, que obtiene beneficios, y los proletarios que la padecen. No existe más que este extraño estrato intermedio de la población, este curioso agregado sin fuerza de los que no toman partido, la pequeña burguesía, que siempre ha simulado creer en la economía como en una realidad — porque así su neutralidad quedaba preservada. Pequeños comerciantes, pequeños patronos, pequeños funcionarios, cuadros, profesores, periodistas, intermediarios de todas las clases forman en Francia esta no-clase, esta gelatina social compuesta por la masa de los que simplemente quisieran pasar su pequeña vida privada a cubierto de la Historia y sus tumultos. Este pantano está predispuesto a ser el campeón de la mala conciencia, preparado para tener, en su somnolencia, los ojos cerrados a la guerra que causa dolor a su alrededor. Cada establecimiento del frente está señalado en Francia por la invención de un nuevo capricho. Durante los últimos diez años, este fue ATTAC y su inverosímil tasa Tobin —cuya instauración habría requerido nada menos que la creación de un gobierno mundial—, su apología de la “economía real” contra los mercados financieros y su conmovedora nostalgia del Estado. La comedia duró lo que duró, y acabó en una insípida mascarada. De una extravagancia a otra, llega el decrecimiento. Si ATTAC con sus cursos de educación popular ha intentado salvar a la economía como ciencia, el decrecimiento pretende salvarla como moral. Solo hay una alternativa al apocalípsis en marcha, decrecer. Consumir y producir menos. Convertirnos en alegremente frugales. Comer bio, ir en bici, dejar de fumar y supervisar seriamente los productos que se compran. Contentarse con lo estrictamente necesario. Sencillez voluntaria. “Redescubrir la verdadera riqueza en la felicidad de unas relaciones sociales distendidas en un mundo sano”. “No abusar de nuestro capital natural”. Avanzar hacia una “economía sana”. “Evitar la regulación por el caos”. “No generar una crisis social poniendo en duda la democracia y el humanismo”. Resumiendo: convertirte en ahorrador. Volver a la economía de Papá, a la edad de oro de la pequeña burguesía: los años 50. “Cuando el individuo se convierte en un buen ahorrador, su propiedad cumple por completo su misión, que es la de permitirle disfrutar de su propia vida al abrigo de la existencia pública o en la reclusión privada”.
Un grafista vestido con un jersey artesanal bebe un coctel de frutas, entre amigos, en la terraza de un café étnico. Somos cultos, cordiales, nos tomamos el pelo moderadamente, no hacemos mucho ruido ni estamos en silencio, nos miramos sonriendo, un poco beats: somos tan civilizados. Más tarde unos irán a cuidar un trozo de jardín mientras otros irán a hacer cerámica, zen o una película de animación. Se comparte el sentimiento de formar parte de una humanidad nueva, la más sabia, la más refinada, la última. Y se tiene razón. Apple y el decrecimiento se comprenden curiosamente en la civilización futura. La idea de algunos de retornar a la economía de antaño es la oportuna confusión tras la que avanza la idea del gran salto de la gente al frente tecnológico. Porque los retornos no existen en la Historia. La exhortación a volver al pasado no expresa más que una de las formas de conciencia de su tiempo y raramente la menos moderna. El decrecimiento, no por casualidad, es la bandera de los publicitarios disidentes de la revista Casseurs de pub (macarras de pub). Los inventores del crecimiento cero —el Club de Roma en 1972— eran un grupo de industriales y de funcionarios que se basaban en un informe de los cibernéticos del MIT.
Esta convergencia no es fortuita. Se inscribe en el obligado proceso para encontrar un relevo a la economía. El capitalismo, que ha destruido en su beneficio todo lo que subsistía en las relaciones sociales, se lanza ahora a su reconstrucción sobre sus propios fundamentos. La sociabilidad metropolitana actual es la incubadora. Del mismo modo, ha destruido los espacios naturales y ahora se lanza a la loca idea de reconstruirles como entornos ambientales controlados, dotados de los adecuados paneles solares. A esta nueva humanidad corresponde una nueva economía, que quisiera no ser una esfera separada de la existencia sino su propio tejido, que quisiera ser la materia de las relaciones humanas; una nueva definición del trabajo como trabajo sobre uno mismo, y del Capital como capital humano; una nueva idea de la producción como producción de bienes para las relaciones y el consumo como consumo de situaciones; y sobre todo una nueva idea del valor que recogería las cualidades de los seres. Esta “bioeconomía” en gestación concibe el planeta como un sistema cerrado que hay que administrar e intenta sentar las bases de una ciencia que integraría la totalidad de los parámetros vitales. Una ciencia así podría hacernos regresar algún día a los buenos tiempos de los indicadores engañosos en los que se pretendía medir la felicidad del pueblo mediante el crecimiento del PIB, pero en los que nadie creía.
“Revalorizar los aspectos no económicos de la vida” es una consigna del decrecimiento al tiempo que un programa de reforma del Capital. Eco-ciudades, cámaras de videovigilancia, espiritualidad, biotecnologías y convivencia pertenecen al mismo “paradigma civilizatorio” en formación, el de la economía total engendrada desde la base. Su matriz intelectual no es otra que la cibernética, la ciencia de los sistemas, es decir de su control. Para imponer definitivamente la economía, su ética del trabajo y la avaricia, había necesitado durante el transcurso del siglo XVII encerrar y eliminar a todos los ociosos, los mendigos, los brujos, los locos, los hedonistas y al resto de los desposeídos, a toda una humanidad que desmentía con su sola presencia el orden del interés y la continencia. La nueva economía no se impondrá sin una selección parecida de los sujetos y de las zonas aptas para la mutación. El tan anunciado caos será la ocasión para esta selección o para nuestra victoria sobre este detestable proyecto.
Sexto círculo: “El medio ambiente es un desafío industrial”
La ecología es el descubrimiento del siglo. Hace treinta años, esto quedaba para los Verdes, igual que se reía groseramente los domingos para tomar aire para el lunes. Y ahora nos alcanza. Invade las ondas como una canción del verano porque tenemos veinte grados en diciembre.
Una cuarta parte de las especies de peces ha desaparecido de los océanos. El resto no durará mucho tiempo.
Alerta de gripe aviar: se promete acabar rápidamente con las aves migratorias, por centenares de miles.
La tasa de mercurio existente en la leche maternal es diez veces superior a la autorizada en la de vaca. Y estos labios que se hinchan cuando muerdo la manzana — que venía sin embargo del mercado. Los gestos más simples se han convertido en tóxicos. Se muere a los treinta y cinco años “de una larga enfermedad” que se gestionará igual que se gestiona lo demás. Hubiera sido necesario sacar conclusiones antes que ella nos llevase allí, al pabellón B del centro de cuidados paliativos.
Es preciso reconocerlo: toda esta “catástrofe”, que nos entretiene tan ruidosamente, no nos afecta. Al menos no antes de que nos golpee una de sus previsibles consecuencias. Puede que nos concierna, pero no nos afecta. Y la catástrofe, ahí, está bien.
No hay “catástrofe medioambiental”. Existe esta catástrofe que es el medio ambiente. El medio ambiente, es lo que le queda al hombre cuando lo ha perdido todo. Los que habitan en un barrio, una calle, un valle, una guerra, un taller no tienen “medio ambiente”, se desenvuelven en un mundo poblado por presencias, por peligros, por amigos, por enemigos, por puntos de vida y puntos de muerte, por toda clase de seres. Este mundo tiene su consistencia, que varía en la intensidad y en la calidad de los vínculos que nos unen a los otros seres, a todos estos lugares. No existimos sino nosotros, hijos de la desposesión final, exiliados de última hora —que llegan al mundo en cubos de hormigón, toman los frutos de los supermercados y acechan los ecos del mundo en la tele— para tener un medio ambiente. No hay nadie, sino nosotros, para asistir a nuestro aniquilamiento como si se tratase de un simple cambio de tiempo. Para indignarse ante los últimos avances del desastre y levantar pacientemente la enciclopedia.
Lo que está comprendido en un medio ambiente, es una exposición sobre el mundo basada en la gestión, es decir, en la extrañeza. Un informe sobre el mundo por el que no estamos hechos del mismo modo que el murmullo de los árboles, los olores de las frituras de un edificio, el chorreo del agua, el ruido de los patios de la escuela o el sudor de las tardes de verano, un relato del mundo por el que existo yo y mi medio ambiente, que me envuelve sin llegar a constituirme. Nos hemos convertido en vecinos de una reunión de copropiedad planetaria.
Ningún medio material ha merecido jamás el nombre de “medio ambiente”, salvo, puede ser, que hasta ahora en la metrópolis. La voz computerizada de la publicidad verbal, tranvía al sonido tan del siglo XXI, luz azulada que reverbera como una cerilla gigante, peatones convertidos en frustrados maniquíes, rotación silenciosa de una cámara de videovigilancia, lúcido tañido de los bornes del metro, de las cajas del supermercado, de las carteras de la oficina, ambiente electrónico de cybercafé, derroche de pantallas de plasma, de vías rápidas y de latex. El decorado nunca se adelantó tanto a las almas que lo atraviesan. El medio nunca fue más automático. El contexto nunca fue indiferente ni exigió a cambio, para sobrevivir, una tan igualitaria indiferencia. El medio ambiente, no es finalmente más que esto: el relato del mundo propio de la metrópolis que se proyecta sobre todo lo que se le escapa.
La situación es la siguiente: se ha empleado a nuestros padres en destruir el mundo, ahora se quisiera hacernos trabajar en su reconstrucción y que esta sea, para colmo, rentable. La mórbida excitación que anima actualmente a periodistas y publicistas ante cada noticia que demuestre el calentamiento climático desvela la sonrisa de acero del nuevo capitalismo verde, el que se pronosticaba desde los años 70, que aguardaba a la vuelta del camino y que no llegaba. Pues bien, ¡aquí está! La ecología, ¡es esto! Las soluciones alternativas, ¡también son esto! La salud del planeta, ¡siempre es esto! Sin ninguna duda: el fondo del aire es verde; el medio ambiente será el eje de la economía política del siglo XXI. A cada episodio de catastrofismo corresponde desde ahora una ráfaga de “soluciones industriales”.
El inventor de la bomba H, Edward Teller, recomienda la pulverización de millones de toneladas de polvo metálico en la estratosfera para detener el calentamiento climático. La NASA, frustrada por tener que haber guardado su gran idea del escudo antimisiles en el museo de fantasmagorías de la guerra fría, promete colocar, más allá de la órbita, un espejo gigante para protegernos de los, desde ahora, funestos rayos del sol. Otra visión del porvenir: una humanidad motorizada rodando con bioetanol desde Sao Paulo a Estocolmo; el sueño de un cerealista de Beauce, que después de todo no implica más que la reconversión de todas las tierras cultivables del planeta en campos de soja y de remolacha azucarera. Automóviles ecológicos, energías renovables, consulting medioambiental coexistiendo sin problemas con la última publicidad de Chanel a lo largo de las heladas páginas de las revistas de opinión.
Es porque el medio ambiente posee este incomparable mérito de ser, decimos, el primer problema global que se presenta a la humanidad. Un problema global, es decir, un problema al que solo pueden dar solución los que están globalmente organizados. Y a estos se les conoce. Son los grupos que, tras casi un siglo, están a la vanguardia del desastre y cuentan con seguir ahí, al mínimo precio de un cambio de logo. Que EDF tenga el impudor de volver a presentarnos su programa nuclear como nueva solución a la crisis energética mundial dice bastante acerca de cuánto se parecen las nuevas soluciones a los viejos problemas.
Desde las secretarías de Estado hasta los reservados de los cafés alternativos, las preocupaciones se dicen desde ahora con las mismas palabras, que son, por lo demás, las mismas de siempre. Se trata de movilizarse. No para la reconstrucción, como en la postguerra, no por los etíopes, como en los años 80, no por el empleo, como en los años 90. No, esta vez, es por el medio ambiente. Él os da las gracias. Al Gore, la ecología a lo Hulot y el decrecimiento se colocan a los lados de las eternas grandes conciencias de la República para representar su papel reanimador de la pequeña comunidad de izquierdas y del consabido idealismo de la juventud. Enarbolando la austeridad voluntaria, trabajan benéficamente para volvernos conformes al “estado de urgencia ecológica que se aproxima”. La masa redonda y pegajosa de su culpabilidad se abate sobre nuestras fatigadas espaldas y quisiera empujarnos a cuidar nuestro jardín, a seleccionar nuestras basuras, a fabricar bio-abono con los restos del macabro festín en el que y por el cual hemos sido infantilizados.
Gestionar el abandono de la energía nuclear, los excedentes de CO2 en la atmósfera, el deshielo de los polos, los huracanes, las epidemias, la superpoblación mundial, la erosión de los suelos, la desaparición masiva de las especies vivas... esta será nuestra tarea. “Es a cada cual a quien corresponde cambiar sus comportamientos”, dicen, si queremos salvar nuestro hermoso modelo civilizatorio. Es necesario consumir poco para poder consumir todavía. Producir bio para poder producir aún. Es necesario aguantarse para poder aguantar todavía. He aquí como la lógica de un mundo espera sobrevivir dándose aires de ruptura histórica. He aquí como se nos querría convencer para participar en los grandes desafíos industriales del siglo que comienza. Como estúpidos que somos, estaríamos dispuestos a echarnos en los brazos de los mismos que han presidido el saqueo, para que nos saquen de esto.
La ecología no solo es la lógica de la economía total, es también la nueva moral del Capital. El estado de crisis interna del sistema y el rigor de la selección en curso son tales que se necesita un nuevo criterio en cuyo nombre tomar decisiones parecidas. La idea de la virtud nunca fue, en cada época, más que un invento del vicio. No sería posible, sin la ecología, la existencia actual de dos redes de alimentación, una “sana y biológica” para los ricos y sus hijos, otra notablemente tóxica para la plebe y sus retoños, destinados a la obesidad. La hiperburguesía planetaria no sabría hacer pasar por respetable su tren de vida si sus últimos caprichos no fuesen escrupulosamente “respetuosos con el medio ambiente”. Sin la ecología, nada tendría la suficiente autoridad para silenciar las objeciones a los exorbitantes progresos del control.
Trazabilidad, transparencia, certificación, ecotasas, excelencia medioambiental, vigilancia del agua permiten augurar el estado de excepción ecológica que se anuncia. Todo le está permitido a un poder que se legitima en la Naturaleza, la salud y el bienestar.
“Una vez que la nueva cultura económica y ética se incorpore a las costumbres, las medidas coercitivas decaerán sin duda por sí mismas”. Es necesario todo el ridículo aplomo de un aventurero de plató televisivo para mantener una perspectiva tan gélida y llamarnos, al mismo tiempo, a tener la suficiente conciencia del “abandono del planeta” para movilizarnos y dejarnos suficientemente anestesiados para asistir a todo ello con educación y contención. El nuevo ascetismo bio es el control de sí que es requerido por todos para negociar la operación de salvamento a la que el sistema se ha conducido por sí solo. En el nombre de la ecología necesitaremos apretarnos el cinturón en adelante, como ayer se hacía en el nombre de la economía. La carretera seguramente se podría transformar en circuitos ciclistas, puede que incluso nosotros pudiéramos, según nuestras capacidades, ser gratificados un día con una renta garantizada, pero solo al precio de una existencia terapéutica. Los que pretenden que el autocontrol generalizado nos ahorrará tener que soportar una dictadura medioambiental mienten: uno preparará el terreno de la otra y nosotros tendremos los dos.
Mientras existan el Hombre y el Medio Ambiente habrá policía entre ellos.
Los discursos ecológicos siempre dan la vuelta a las cosas. Donde hablan de “catástrofes” para designar los patinazos del actual régimen de gestión de los seres y las cosas nosotros no vemos sino la catástrofe de su funcionamiento tan perfecto. La mayor hambruna conocida hasta entonces en la zona tropical (1876-1879) coincide con una sequía mundial, pero sobre todo con el apogeo de la colonización. La destrucción de los mundos autóctonos y de sus prácticas alimenticias hizo desaparecer los medios para hacer frente a la pobreza. Más que la falta de agua, son los efectos de la economía colonial en plena expansión los que han cubierto de millones de cadáveres descarnados toda la superficie tropical. Lo que se presenta por doquier como una catástrofe ecológica nunca ha dejado de ser, en primer lugar, la manifestación de un desastroso papel en el mundo. No habitar en nada nos hace vulnerables al menor bache del sistema, al menor imprevisto climático. Mientras se aproximaba el último tsunami los turistas seguían jugueteando con las olas, mientras los cazadores-recolectores de las islas se apresuraban a huir de las costas siguiendo a los pájaros. La presente paradoja de la ecología es que, bajo el pretexto de salvar la Tierra, no salva más que el fundamento de lo que ha dejado asolado este planeta.
La regularidad del funcionamiento mundial oculta entretanto nuestro estado de desposesión propiamente catastrófico. Lo que se llama “catástrofe” no es más que la suspensión formal de este estado, uno de esos raros momentos en los que recuperamos alguna presencia en el mundo. ¡Que se alcance antes de lo previsto el final de las reservas de petróleo, que se interrumpan los flujos internacionales que mantienen el tempo de la metrópolis, que se camine hacia grandes desórdenes sociales, que suceda el “salvajismo de las poblaciones”, la “amenaza planetaria”, el “fin de la civilización”! No importa que la pérdida de control sea preferible a cualquier escenario de gestión de la crisis. Los mejores consejos, entonces, no consisten en buscar los consejos de los especialistas en desarrollo sostenible. Es en las disfunciones, en los cortocircuitos del sistema donde aparecen los elementos de respuesta lógica a lo que podría dejar de ser un problema. Entre los firmantes del protocolo de Kyoto, los únicos países que actualmente cumplen sus compromisos son Ucrania y Rumania. Adivinad por qué. La experimentación más avanzada hecha a escala mundial en agricultura “biológica” se hace desde 1989 en la isla de Cuba. Adivinad por qué. Es la extensión de las carreteras africanas, y no otra cosa, lo que ha elevado la mecánica automovilística a la categoría de arte popular. Adivinad cómo.
Lo que hace deseable la crisis es que en ella el medio ambiente deja de ser el medio ambiente. Somos conducidos a reanudar un contacto, aunque sea fatal, con lo que está ahí, a reencontrar los ritmos de la realidad. Lo que nos rodea no solo es paisaje, panorama, teatro sino eso que nos es dado para vivir, con lo que nos debemos integrar y en lo que podemos aprender. No nos dejemos robar por quienes han causado los posibles argumentos de la “catástrofe”. Allí donde los gestores se preguntan platónicamente cómo cambiar radicalmente “sin romper la baraja”, nosotros no vemos otra opción realista que la de “romper la baraja” lo antes posible, y tomar partido, entonces, en cada derrumbe del sistema para ganar en fuerza.
Nueva Orleans días antes del paso del huracán Katrina. En esta atmósfera de apocalipsis, una vida, aquí y allá, se reorganiza. Ante la pasividad de los poderes públicos, más ocupados en limpiar las zonas turísticas del “Barrio francés” y en proteger los almacenes que en acudir en ayuda de los habitantes pobres de la ciudad, renacen las formas olvidadas. Pese a las tentativas, en ocasiones autoritarias, de obligar a abandonar la zona, pese a las partidas de “caza al negro” constituidas para la ocasión por las milicias suprematistas, muchos no han querido abandonar su tierra. Para ellos, que renunciaron a ser deportados como “refugiados medioambientales” por las cuatro esquinas del país y para los que, un poco en todas partes, han decidido unirse a ellos en solidaridad con la llamada de un antiguo Pantera Negra, resurgió la evidencia de la autoorganización. En el espacio de algunas semanas se puso en pie la Common Ground Clinic. Este venerable hospital de campaña dispensa desde los primeros días cuidados gratuitos y siempre competentes gracias a la incesante llegada de voluntarios. Desde hace un año hasta ahora, la clínica es el origen de una resistencia cotidiana a la operación de hacer tabla rasa ejecutada por los bulldozers del gobierno para convertir esta parte de la ciudad en pasto de los promotores. Cocinas populares, abastecimiento, medicina de calle, movilizaciones ilegales, construcción de viviendas de urgencia: todo un saber práctico acumulado por unos y otros a lo largo de la vida ha encontrado el espacio para desplegarse. Lejos de los uniformes y de las sirenas.
Quien conoció la despojada alegría de los barrios de Nueva Orleans antes de la catástrofe, la desconfianza frente al Estado que reinaba y la práctica masiva de arreglárselas que existía no se habrá sorprendido de que todo esto haya sucedido. Quien, por oposición, se encuentra atrapado en la anemia cotidiana y atomizada de nuestros desiertos residenciales podrá dudar que se encuentre tanta determinación. Restablecerla con estos gestos sepultados por años de vida normalizada es por tanto el único camino practicable para no hundirse con este mundo. Y que llegue un tiempo en que esto se desee.
Séptimo círculo: “Aquí se construye un espacio civilizado”
La mayor carnicería mundial, la que, de 1914 a 1918, permitió liberarse de golpe a una gran parte del proletariado de campos y ciudades, fue conducida en el nombre de la libertad, de la democracia y de la civilización. Desde hace cinco años se prosigue, aparentemente en nombre de los mismos valores, la famosa “guerra contra el terrorismo”, con asesinatos planificados en operaciones especiales. El paralelismo se detiene aquí: en las apariencias. La civilización no es esta evidencia que se traslada a los indígenas sin alternativa. La libertad no es esta palabra que se escribe en los muros, acompañada como está, como su sombra en adelante, por la de “seguridad”. Y la democracia está notoriamente disuelta en las puras leyes de excepción — por ejemplo, en el restablecimiento oficial de la tortura en los Estados Unidos o en la ley Perben II en Francia.
En un siglo, la libertad, la democracia y la civilización han sido devueltas al estado de hipótesis. En adelante, todo el trabajo de los dirigentes consiste en preservar las condiciones materiales y morales, simbólicas y sociales en las que estas hipótesis son aceptablemente válidas, en configurar espacios donde parezca que pueden funcionar. Todos los medios valen para este fin, incluidos los menos democráticos, los menos civilizados, los más seguros. En un siglo la democracia ha posibilitado regularmente el nacimiento de los regímenes fascistas, que la civilización no ha dejado de rimar, en los aires de Wagner o de Iron Maiden, con exterminación, y que la libertad tomase un día de 1929 la doble cara de un banquero que se arroja por la ventana y de una familia de obreros que se muere de hambre. Desde entonces se convino —decimos: desde 1945— que la manipulación de las masas, la actividad de los servicios secretos, la restricción de las libertades públicas y la completa soberanía de las diferentes policías aportaban los medios adecuados para asegurar la democracia, la libertad y la civilización. En el último estado de esta evolución, llega el primer alcalde socialista a París quien aporta el último impulso con la pacificación urbana, con la planificación policial de un barrio popular, y que se expresa con palabras cuidadosamente calibradas: “Aquí se construye un espacio civilizado”. No hay nada que repetir, es todo para destruir.
Bajo sus apariencias de generalidad, esta cuestión de la civilización no es sino filosófica. Una civilización no es una abstracción que domina la vida. Es más bien lo que rige, inviste, coloniza la existencia más cotidiana, la más personal. Es lo que mantiene unidas la dimensión más íntima y la más general. En Francia, la civilización es inseparable del Estado. Cuanto más fuerte y antiguo es un Estado, menos es una superestructura, el esqueleto exterior de una sociedad, y es mayor, de hecho, la forma de las subjetividades que la pueblan. El Estado francés es el entramado mismo de las subjetividades francesas, el aspecto que ha tomado la multisecular castración de sus sujetos. No es necesario sorprenderse, después de esto, que la gente delire en los hospitales psiquiátricos con figuras políticas, que esto se interprete para ver en nuestros dirigentes el origen de nuestros males, que guste tanto protestar contra ellos y que esta manera de protestar sea la aclamación por la que les entronizamos como nuestros ejemplos. Porque aquí ya no preocupa la política como una realidad extraña sino como una parte de uno mismo. La vida que otorgamos a estas figuras es la misma que nos ha sido arrebatada.
Si hay una excepción francesa, deriva de ahí. No hay nada, ni siquiera la proyección mundial de la literatura francesa, que no sea el producto de esta amputación. La literatura, en Francia, es el espacio que se ha acordado soberanamente para la diversión de los castrados. Es la libertad formal que se ha concedido a los que no se acostumbran a la nulidad de su libertad real. De aquí los guiños obscenos que no cejan de dirigirse desde hace siglo, en este país, hombres de Estado y hombres de letras, unos tomando prestado el ropaje de los otros, y recíprocamente. También, de aquí, que los intelectuales tuvieran la costumbre de hablar tan alto cuando son tan pequeños y de fallar siempre en el momento decisivo, el único que hubiera dado sentido a su existencia, aunque también les hubiese condenado al destierro profesional.
Que la literatura moderna nace con Baudelaire, Heine y Flaubert como consecuencia de la masacre de Estado de junio de 1848, es una tesis defendida y defendible. Las modernas formas literarias —spleen, ambivalencia, fetichismo de la forma e indiferencia mórbida— nacen de la sangre de los insurgentes parisinos y contra el silencio que rodea la matanza. La afección neurótica que los franceses profesan por su República —aquella en cuyo nombre cualquier error encuentra su dignidad y sin que ninguna abyección empañe su nobleza— prolonga a cada instante el rechazo de los sacrificios fundadores. Las jornadas de junio de 1848 —cinco mil muertos en los combates y varios miles de ejecuciones sumarias de prisioneros, la Asamblea que acoge la rendición de la última barricada al grito de “¡Viva la República!”— y la Semana sangrienta son las manchas de nacimiento que ninguna cirugía puede quitar.
Kojève escribía en 1945: “El ideal político “oficial” de Francia y de los franceses es hoy todavía el del Estado-nación, el de la “República una e indivisible”. Por otra parte, en lo profundo de su alma, el país se da cuenta de lo insuficiente de este ideal, del anacronismo político de la idea estrictamente “nacional”. Desde luego, este sentimiento todavía no ha alcanzado el nivel de una idea clara y distinta: el país ni puede ni quiere formularla abiertamente todavía. Por cierto, que por razón del brillo sin par de su pasado nacional, para Francia es particularmente difícil reconocer con claridad y aceptar francamente el hecho del final del período “nacional” de la Historia y de sacar todas las consecuencias. Es duro para un país que ha creado todas las piezas de la armadura ideológica del nacionalismo y que lo ha exportado al mundo entero, reconocer que, en adelante, no se trata más que de una pieza para clasificar en los archivos históricos”.
La cuestión del Estado-nación y de su sentimiento conforma el corazón de lo que es preciso llamar, desde hace medio siglo, el malestar francés. Se denomina educadamente “alternancia” a esta moratoria tetanizada, esta manera de desplazarse pendularmente de izquierda a derecha, y después de derecha a izquierda, cómo la fase maníaca sigue a la fase depresiva y prepara la siguiente, cómo cohabitan en Francia la oratoria más crítica del individualismo y el cinismo más salvaje, la mayor generosidad y la obsesión de los locos. Desde 1945, este malestar que no pareció disiparse más que gracias a mayo del 68 y su fervor insurrecional, no ha dejado de hacerse más profundo. La era de los Estados, de las naciones y sus repúblicas se clausura; el país que sacrificó todo lo que de vital mantenía queda aturdido. En la deflagración que ha causado la simple frase de Jospin “el Estado no puede con todo”, se adivina que tarde o temprano, se producirá la revelación de que ya no puede más. Este sentimiento de haber sido timado no cesa de crecer y de gangrenarse. Crea el dolor latente que excede cualquier propósito. El luto que no se ha hecho por la era de las naciones es la clave del anacronismo francés, y de las posibilidades revolucionarias que mantiene en la reserva.
Cualquiera que sea el resultado, el papel de las próximas elecciones presidenciales es el de señalar el fin de las ilusiones francesas, hacer estallar la burbuja histórica en la que vivimos y que vuelven posibles acontecimientos como este movimiento contra el CPE al que se escruta como extranjero, como un mal sueño escapado de los años 70. En el fondo, es porque nadie quiere estas elecciones. Francia es el farolillo rojo de la zona occidental.
Occidente, hoy en día, es un GI que se lanza sobre Fallouda a bordo de un carro Abraham M1 escuchando rock duro a tope. Es un turista perdido en medio de las estepas de Mongolia, burla de todos y que estrecha su Carta Azul como única tabla de salvación. Es un ejecutivo que solo jura por el juego del go. Es una muchacha que busca su felicidad entre los trapos, los tíos y las cremas hidratantes. Es un militante suizo de los derechos humanos que recorre los últimos rincones del planeta, solidario con todas las causas siempre que ya estén derrotadas. Es un español que se burla de la libertad política desde que se le ha garantizado la libertad sexual. Es un aficionado al arte que ofrece a la desconcertada admiración, y como última expresión del genio moderno, un siglo de artistas que, del surrealismo al accionismo vienés, rivalizan sobre quién escupe más cerca de la cara de la civilización. Es, en fin, un cibernauta que ha encontrado en el budismo una teoría realista de la consciencia y un físico de partículas que ha ido a buscar a la metafísica hindú la inspiración para sus últimos trabajos.
Occidente es una civilización que ha sobrevivido a todas las profecías sobre su derrumbamiento mediante una singular estratagema. Igual que la burguesía ha debido negarse a sí misma en tanto que clase para permitir el aburguesamiento de la sociedad, desde el obrero al barón. Igual que el capital ha debido sacrificarse como relación salarial para imponerse como relación social, convirtiéndose así en capital cultural y capital salud al tiempo que capital financiero. Igual que el cristianismo se ha debido sacrificar como religión para sobrevivir como estructura afectiva, como prescripción difusa a la humildad, a la compasión y a la impotencia, Occidente se ha sacrificado como civilización particular para imponerse como cultura universal. La operación se resume así: una entidad agonizante se sacrifica como contenido para sobrevivir como forma.
El fragmentado individuo se salva como forma gracias a las tecnologías “espirituales” de ayuda. El patriarcado, cargando a las mujeres con todos los atributos penosos del macho: voluntad, control de sí, insensibilidad. La sociedad desintegrada, propagando una epidemia de sociabilidad y diversión. Así son las grandes ficciones caducas de Occidente que se mantienen gracias a artificios que las desmienten punto por punto.
No existe el “choque de civilizaciones”. Lo que existe es una civilización en estado de muerte clínica, sobre la que se despliega un equipo de supervivencia artificial y que extiende una pestilencia característica por la atmósfera planetaria. En este punto, no hay uno solo de sus “valores” en los que todavía pueda creer de algún modo y cualquier afirmación le produce el efecto de un acto impúdico, de una provocación que conviene despiezar, deconstruir y reducir al estado de duda. El imperialismo occidental, en la actualidad, es este del relativismo, de él es tu “punto de vista”, es la miradita curiosa o la protesta ofendida contra todo lo que sea suficientemente animal, suficientemente primitivo o lo bastante autosuficiente para creer todavía en algo, para afirmar lo que sea. Es este dogmatismo del cuestionamiento que guiña cómplice el ojo a la inteligencia universitaria y literaria. Ninguna crítica es lo suficientemente radical para las inteligencias postmodernas mientras encierre una pizca de certeza. El escándalo, hace un siglo, residía en cualquier negación un poco ruidosa, hoy reside en cualquier afirmación que no dude.
Ningún orden social puede fundarse duraderamente sobre el principio de que nada es verdad. Por eso, es necesario hacerlo cumplir. En nuestros días, la aplicación a cualquier cosa del concepto de “seguridad” expresa este proyecto de integrar en los seres mismos, en las conductas y en los lugares el orden ideal al que estos no están dispuestos a someterse. “Nada es verdad” no dice nada del mundo, pero lo dice todo del concepto occidental de verdad. La verdad, aquí, no se concibe como un atributo de los seres o las cosas, sino de su representación. Se tiene por verdad una representación conforme a la experiencia. La ciencia es el último resorte de este imperio de verificación universal. Ahora bien, las conductas humanas, de las más ordinarias hasta las más sabias, reposan sobre una base de evidencias desigualmente formuladas, todas las prácticas parten de un punto en el que cosas y representaciones son unidas indistintamente, lo que introduce en cualquier vida una dosis de verdad que ignora el concepto occidental. Si se puede hablar, aquí, de “gente de verdad” es para burlarse invariablemente de los pobres de espíritu. Por lo que los Occidentales son universalmente considerados mentirosos e hipócritas por aquellos que fueron colonizados por ellos. No se podría enseñar en los institutos a Sade, Nietzsche y Artaud si no se hubiera descalificado de antemano esta noción de verdad. Contener sin fin todas las afirmaciones, desactivar paso a paso las certezas que fatalmente llegan a hacerse visibles, este es el largo trabajo de la inteligencia occidental. La policía y la filosofía son dos medios convergentes aunque formalmente distintos.
Bien entendido, el imperialismo del relativo encuentra en no importa qué dogmatismo vacío, en no importa qué marxismo-leninismo, no importa qué salafísmo, no importa qué neonazísmo, un adversario a su medida: cualquiera que, como los Occidentales, confunda afirmación y provocación.
En este estadio, una contestación estrictamente social, que rehúsa ver que lo que nos hace frente no es la crisis de una sociedad sino la extinción de una civilización, se rinde entonces, cómplice con su perpetuación. Es incluso una estrategia corriente, a partir de ahora, criticar esta sociedad con la vana esperanza de salvar esta civilización.
Voilà. Tenemos un cadáver cargado a la espalda, pero así no nos desharemos de él. Nada hay que esperar del fin de la civilización, de su muerte clínica. Tal cual, no puede interesar más que a los historiadores. Es un hecho, es necesario tomar una decisión. Los hechos son escamoteables, la decisión es política. Decidir la muerte de la civilización, coger en las manos cómo acontece esto: solo la decisión nos librará del cadáver.
¡EN MARCHA!
No vemos por donde comienza una insurrección. Sesenta años de pacificación, de suspensión de los cambios históricos, sesenta años de anestesia democrática y de gestión de los acontecimientos han debilitado en nosotros una cierta percepción abrupta de lo real, el sentido partisano de la guerra en curso. Para empezar, debemos recobrar esta percepción.
No hay que indignarse por el hecho de que desde hace cinco años se aplique una ley tan notablemente anticonstitucional como la ley sobre la Seguridad cotidiana. Es inútil protestar legalmente contra la implosión consumada del marco legal. Es preciso organizarse en consecuencia.
No hay que comprometerse con tal o cual colectivo ciudadano, en este o aquel callejón sin salida de la extrema izquierda, en la última impostura asociativa. Todas las organizaciones que pretenden contestar el orden actual tienen, como los fantoches, la forma, las costumbres y el lenguaje de un Estado en miniatura. Todas las veleidades de “hacer de la política otra cosa” nunca contribuyeron, hasta hoy, más que a la extensión de los seudópodos estatales.
No hay que reaccionar a las noticias diarias, sino comprender cada información como una operación que descifrar en un campo hostil de estrategias, operación concerniente a suscitar en tal o cual lugar, tal o cual tipo de reacción; y efectuar esta operación para conocer la información veraz que está contenida en la información aparente.
No hay que esperar más una calma, la revolución, el Apocalipsis nuclear o un movimiento social. Esperar todavía, es una locura. La catástrofe no es lo que llega sino lo que ya está ahí. De ahora en adelante nos situamos en el movimiento de desplome de una civilización. Tenemos que tomar partido.
No esperar más, es, de una u otra manera, entrar en la lógica insurreccional. Es escuchar de nuevo, en la voz de nuestros gobernantes, el ligero temblor del terror que nunca les abandona. Pues gobernar nunca fue otra cosa que aplazar con mil subterfugios el momento en el que el pueblo les colgará, y todo acto de gobierno no es más que un modo de no perder el control de la población.
Partimos de un punto de aislamiento extremo, de extrema impotencia. Todo está construyendo un proceso insurreccional. Nada parece menos probable que una insurrección, pero nada es más necesario.
ENCONTRARSE
Unirse a aquello que se demuestra como verdad.
Partir de ahí
Un rencuentro, un descubrimiento, un vasto movimiento de huelga, un temblor de tierra: cualquier acontecimiento produce verdad, alterando nuestra manera de estar en el mundo. Inversamente, una constante que nos resulta indiferente, que nos deja iguales, que no compromete a nada, no merece el nombre de verdad. Hay una verdad subyacente a cada gesto, a cada práctica, a cada relación, a cada situación. La costumbre de eludirla, de gestionar, es lo que produce el desvarío característico más frecuente en esta época. De hecho, todo se implica con todo. El sentimiento de vivir en la mentira todavía es verdad. Se trata de no perderla, incluso de partir de ella. Una verdad no es una visión el mundo sino lo que nos mantiene unidos a él de modo irreductible. Una verdad no es cosa alguna que se posea sino algo que nos sostiene. Me hace y me deshace, me constituye y me destituye como individuo, me aleja de muchos y me vincula con los que la comparten.
La insurrección que llega
El ser aislado que se apega al estado de las cosas tropieza fatalmente con sus semejantes. De hecho, cualquier proceso subversivo parte de una verdad que no se abandona. Se ha visto en Hamburgo, en los años 1980,en los que un puñado de ocupantes de una casa ocupada decide que, en lo sucesivo, será necesario pasar sobre ellos para expulsarles. Fue un barrio asediado por tanques y helicópteros, por días de lucha callejera, por grandes manifestaciones — y un ayuntamiento que, finalmente, capituló. Georges Guingouin, el “primer guerrillero de Francia”, no tuvo en 1940, otro punto de partida que la certeza de su rechazo a la ocupación. Para el Partido comunista no era entonces más que un “loco que vivía en el monte”; hasta que fueron veinte mil los locos que vivían en el monte, y liberaron Limoges.
No retroceder ante lo que cualquier amistad traiga de política
Se nos ha acostumbrado a una idea neutra de la amistad, como pura afección sin consecuencia. Pero cualquier afinidad es afinidad en una verdad común. Cualquier encuentro es encuentro en una afirmación común, aunque sea esta la destrucción. Uno no se compromete inocentemente en una época en la que cumplir con algo y no destrozarlo conduce habitualmente al paro, en la que es necesario mentir para trabajar, y trabajar, a continuación, para conservar la capacidad de mentir. Seres que, partiendo de la física cuántica, se comprometían a afrontar todas las consecuencias en cualquier campo no pactarían de un modo menos político que los camaradas que mantienen una lucha contra una multinacional de la agroalimentación. Serían llamados, tarde o temprano, al abandono y al combate.
Los precursores del movimiento obrero tenían el taller y la oficina para encontrarse. Tenían la huelga para saber quiénes eran y desenmascarar a los esquiroles. Tenían la relación salarial, que fija las posturas del partido del Capital y del partido del Trabajo, para dibujar solidaridades y frentes a escala mundial. Nosotros tenemos la totalidad del espacio social para encontrarnos. Tenemos los conductos cotidianos de insumisión para saber quiénes somos y desenmascarar a los esquiroles. Tenemos hostilidad a esta civilización para delinear solidaridades y frentes a escala mundial.
No esperar nada de las organizaciones.
Defenderse de todos los medios existentes,
y en principio llegar a ser uno.
No es extraño que se crucen, a lo largo de una desafiliación consecuente, las organizaciones — políticas, sindicales, humanitarias, asociativas, etc. Sucede que aquí se encuentran algunos seres sinceros, pero desesperados, o entusiastas, pero astutos. La atracción de las organizaciones reside en su aparente consistencia tienen una historia, una sede, un nombre, los medios, un jefe, una estrategia y un discurso. No reside en arquitecturas agotadas, como esfuerzo por ganar el respeto debido a sus heroicos orígenes. En cada cosa como en cada uno de sus niveles, la primera ocupación que tienen es su supervivencia como organizaciones y nada más. Sus repetidas traiciones les han enajenado, muy a menudo, la adhesión de sus bases. Y esto es porque a veces reúnen seres apreciables. Pero la promesa que contiene el encuentro no se podrá realizar más que fuera de la organización y, necesariamente, contra ella.
Mucho más temibles son los medios, con su textura flexible, sus chismes y sus jerarquías informales. Todos los medios son a rehuir. Cada uno está encargado de neutralizar una verdad. Los medios literarios están ahí para acallar la evidencia de los escritos. Los medios libertarios, la acción directa. Los medios científicos, para impedir lo que sus investigaciones implican en la actualidad para la mayoría. Los medios deportivos para limitar con sus gimnasias las diferentes formas de vida que deberían engendrar las diferentes formas de deporte. Particularmente evitables son los medios culturales y los medios militantes. Son los dos asilos en que tradicionalmente vienen a parar todos los deseos de revolución. El defecto de los medios culturales es el de señalar las intensidades nacientes y de sustraerte, al exponerlo, el sentido de lo que haces; el defecto de los medios militantes, es quitarte la energía para hacerlo. Los medios militantes extienden su difuso tejido sobre la totalidad del territorio francés, están en camino de convertirlo todo en revolucionario. Solo son portadores del número de sus fracasos y del resentimiento que conciben. Su usura, como su excesivo impulso, les han convertido en inadecuados para atrapar las posibilidades del presente. Se habla demasiado, además, a fin de llenar una pasividad desgraciada; y esto les convierte en poco seguros policialmente. Como es inútil esperar algo de ellos, es estúpido decepcionarse por su esclerosis. Basta abandonarles en su pinchazo.
Todos los medios son contrarrevolucionarios, porque su único negocio es defender su maldita comodidad.
Constituirse en comunas
La comuna es lo que pasa cuando los seres se encuentran, se escuchan y deciden caminar juntos. La comuna, puede ser lo que se decide en el momento en que sería habitual separarse. Es la alegría del encuentro que sobrevive al agobio de rigor. Es lo que hace que se diga “nosotros” y que sea un acontecimiento. Lo que es extraño no es que seres que concuerdan formen una comuna sino que se separen. ¿Por qué no se multiplicarían hasta el infinito? En cada fábrica, en cada calle, en cada pueblo, en cada escuela. ¡Finalmente, el reino de los comités de base! Pero comunas que aceptasen ser lo que son allí donde lo son. Y si es posible, una multiplicidad de comunas que sustituyesen a las instituciones sociales: la familia, la escuela, el sindicato, el club deportivo, etc. Comunas que no temiesen, más allá de sus actividades propiamente políticas, organizarse para la supervivencia material y moral de cada uno de sus miembros y de todos los extraviados que les rodean. Comunas que no se definiesen —como hacen generalmente los colectivos— por un dentro y un afuera, sino por la densidad de los lazos en su interior. No por las personas que les compongan sino por el espíritu que les anima.
Una comuna se forma cada vez que algunos, liberados de la camisa de fuerza individual, se comprometen a no contar más que con ellos mismos y a ajustar su fuerza a la realidad. Cualquier huelga salvaje es una comuna, cualquier casa colectivamente ocupada fundada en motivos claros es una comuna, los comités de acción del 68 eran comunas como lo eran las aldeas de esclavos negros en Estados Unidos o radio Alice, en Bologne, en 1977. Toda comuna quiere ser su propia base. Quiere resolver la cuestión de las necesidades. Quiere romper, al tiempo que cualquier dependencia económica, cualquier sujeción política y degenera desde que pierde el contacto con las verdades que la fundan. Existen toda clase de comunas, que no esperan ni la fama, ni a los medios, ni todavía menos al “buen momento” que nunca llega, para organizarse.
ORGANIZARSE
Organizarse para no tener que trabajar
Los chollos cada vez son más raros, y a decir verdad, es muy frecuente perder demasiado tiempo y aún así continuar aburriéndose. Se caracterizan, además, por pobres condiciones de siesta y de lectura.
Se sabe que el individuo vale tan poco que debe ganarse la vida, que debe cambiar su tiempo por un poco de vida social. Tiempo personal, para la existencia social: este es el trabajo, este es el mercado. El tiempo de la comuna escapa de entrada al trabajo, no funciona en su concurrencia, y preferirá otros. Grupos de piqueteros argentinos arrancan colectivamente un tipo de RMI local condicionado a (realizar) algunas horas de trabajo; no hacen estas horas, comparten sus ganancias y se dotan de talleres de confección, de panadería, ponen en marcha jardines donde los necesitan.
Hay que ganar dinero para la comuna, de ninguna manera por ganarse la vida. Todas las comunas tienen cajas negras. Las combinaciones son múltiples. Además del RMI, existen los subsidios, las bajas por enfermedad, las bolsas de estudios acumuladas, las primas obtenidas por los partos ficticios, los tráficos y muchos otros medios que nacen de cada cambio del control. No nos tienen a nosotros para defenderles, ni nosotros (podemos) instalarles en los abrigos de la fortuna o mantenerles como un privilegio de iniciado. Lo que es importante cultivar, difundir, es esta necesaria disposición al fraude y a compartir las innovaciones. Para el común, la cuestión del trabajo no se plantea sino en función de los demás ingresos posibles. No es necesario descuidar los conocimientos útiles que el ejercicio de ciertos oficios, formaciones o buenos empleos nos procuran.
La exigencia de la comuna es la de liberar para cualquiera el mayor tiempo posible. Exigencia que no se contabiliza, no esencialmente, en número de horas libres de cualquier explotación salarial. El tiempo liberado no nos da vacaciones. El tiempo ocioso, el tiempo muerto, el tiempo del vacío y del miedo a la vida, es el tiempo del trabajo. En adelante no hay un tiempo que llenar, sino una liberación de energía que ningún “tiempo” contiene; líneas que se dibujan, que se acentúan, que podemos prolongar en el ocio, hasta el límite, hasta verlas cruzarse con otras.
Saquear, cultivar, fabricar
Los veteranos de Metaleurop se hacen atracadores antes que matones. Los empleados de EDF enseñan a sus amigos cómo trucar el contador. El material “caído del camión” se revende sin dudar. Un mundo que se proclama tan abiertamente cínico no podía esperar ninguna lealtad de los proletarios.
Por un lado, una comuna no puede contar eternamente con el “Estado providencia”, por otro no puede contar con vivir mucho tiempo del robo de productos, de la recuperación de los cubos de basura de los supermercados o las noches en los depósitos de las zonas industriales, de la malversación de subvenciones, de las estafas a las aseguradoras y de otros fraudes, resumiendo: del pillaje. Debe preocuparse pues de incrementar permanentemente el nivel y la extensión de su autoorganización. Nada sería más lógico que las ruedas, las fresadoras, las fotocopiadoras vendidas en rebajas al cierre de una fábrica sirvan a cambio para apoyar alguna conspiración contra la sociedad mercantil.
El sentimiento de la inminencia del derrumbe es tan viva por todas partes como el esfuerzo por enumerar cada experimento en curso en materia de construcción, de energía, de materiales, de ilegalidad o de agricultura. Existe todo un conjunto de saberes y técnicas que solo espera a ser saqueado y arrancado de su embalaje moralista, canalla o ecologista. Pero este conjunto no es aún más que una parte de las intuiciones, de las habilidades, del ingenio propio de las chabolas que necesitaremos desplegar si esperamos repoblar el desierto metropolitano y asegurar la viabilidad de una insurrección a medio plazo.
¿Cómo comunicarse y moverse en una interrupción total de los flujos? ¿Cómo restaurar las culturas campesinas en las zonas rurales hasta que puedan soportar de nuevo las densidades de población que tenían hace sesenta años?¿Cómo transformar los espacios hormigonados en huertos urbanos, como hizo Cuba para sobrevivir al embargo americano y a la liquidación de la URSS?
Formar y formarse
Nosotros, que tanto hemos utilizado las distracciones de la democracia mercantil, ¿qué nos ha quedado? ¿Qué es lo que un día nos puso a hacer footing el domingo por la mañana? ¿Qué es lo que mantiene a todos esos fanáticos del karate, esos locos del bricolaje, de la pesca o de la micología? ¿Qué sino la necesidad de llenar una completa ociosidad, de recomponer su fuerza de trabajo o su “capital de salud”? La mayor parte de las diversiones podrían despojarse fácilmente de su carácter de absurdo, y convertirse en otra cosa. El boxeo no siempre ha sido reservado para hacer demostraciones para la Téléthon o para dar un gran espectáculo. La China de principios del siglo XX, dividida por las hordas de colonos y hambrienta a causa de muchas sequías, vio a centenares de millares de campesinos pobres organizarse en torno a incontables clubes de boxeo al aire libre para reclamar a los ricos y a los colonos lo que les habían expoliado. Fue la guerra de los boxers. Nunca será muy temprano para aprender y practicar lo que tiempos menos pacíficos, más imprevisibles, van a requerirnos. Nuestra dependencia de la metrópolis —de su medicina, de su agricultura, de su policía— en el presente, es tal que no podemos atacarla sin ponernos en peligro. Es la consciencia no formulada de esta vulnerabilidad la que provoca la espontánea autolimitación de los actuales movimientos sociales, a que hace temer las crisis y desear la “seguridad”. Debido a ella, las huelgas han cambiado el horizonte de la revolución por el del retorno a la normalidad. Deshacerse de esta fatalidad apela a un largo y consistente proceso de aprendizaje, de múltiples, masivas experimentaciones. Se trata de saber pegarse, saltar cerraduras, curar fracturas además de anginas, construir un emisor de radio pirata, montar comedores en la calle, aspirar a lo justo, pero también reunir los saberes dispersos y constituir una agronomía de guerra, comprender la biología del plancton, la composición de los suelos, estudiar las asociaciones de plantas y recobrar, en fin, las intuiciones perdidas, todos los usos, todas las relaciones posibles con nuestro medio inmediato y los límites, más allá de los cuales, le agotamos; (hay que hacerlo) desde hoy y en los días en que los necesitemos para obtener algo más que una parte simbólica de nuestra alimentación y de nuestros cuidados.
Crear territorios. Multiplicar las zonas de opacidad
Los reformistas convienen en la actualidad que “la proximidad del peak oil”, y “para reducir las emisiones de gas del efecto invernadero”, se necesita “delimitar la economía”, favorecer el abastecimiento regional, los pequeños circuitos de distribución, renunciar a las importaciones lejanas, etc. Lo que olvidan es que lo apropiado de todo lo que se hace localmente en cuestiones de economía hay que hacerlo en negro, de manera “informal”; que esta simple medida ecológica de delimitación de la economía implique nada menos que liberarse del control estatal, o someterse a él sin reservas.
El territorio actual es el producto de varios siglos de operaciones policiales. Se ha expulsado a la gente fuera de sus campos, después de las calles, después fuera de sus barrios y finalmente fuera de los patios de sus edificios, con la loca esperanza de contener cualquier vida entre las cuatro pringosas paredes de la privacidad. La cuestión del territorio no se plantea para el Estado como para nosotros. No se trata de poseerle. De lo que se trata es densificar localmente las comunas, las circulaciones y las solidaridades hasta el punto de que el territorio se vuelva ilegible, opaco a cualquier autoridad. El territorio no es un asunto a ocupar sino de ser.
Cada práctica hace existir un territorio — territorio del trapicheo o de la caza, territorio de los juegos infantiles, amorosos o del motín, territorio del campesino, de la ornitología o del paseante. La regla es sencilla: cuantos más territorios se superponen en una zona determinada, hay mayor circulación entre ellos, y el poder encuentra menos posiciones. Bares, imprentas, gimnasios, solares, librerías de viejo, tejados de edificios, mercados improvisados, kebabs, garajes, pueden escapar fácilmente a su vocación oficial a poco que encuentre suficientes complicidades. La autoorganización local, imponiendo su propia geografía a la cartografía estatal, la confunde, la anula: produce su propia secesión.
Viajar. Establecer nuestras propias vías de comunicación
El principio de las comunas no consiste en oponer la metrópolis y su movilidad al arraigo local y la lentitud. El movimiento expansivo de constitución de comunas debe adelantar subterráneamente al de la metrópolis. No vamos a rechazar las posibilidades de desplazamiento y de comunicación ofrecidas por las infraestructuras mercantiles, precisamente conociendo los límites. Para ello basta ser bastante prudentes, bastante anodinos. De lo contrario, visitarse a uno mismo es más seguro, no deja huella y forja los vínculos más consistentes que la mayor lista de contactos de Internet. El privilegio concedido a muchos de nosotros de poder “circular libremente” de una punta a otra del continente y sin demasiados problemas por el mundo entero es un triunfo nada despreciable para comunicar los focos conspirativos. Es una de las gracias de la metrópolis que permita a americanos, griegos, mexicanos y alemanes encontrarse furtivamente en París en el momento de una discusión estratégica.
El permanente movimiento entre los amigos comunes es de estas cosas que les protegen del desecamiento tanto como de la fatalidad de la renuncia. Acoger a los camaradas, tenerse al corriente de sus iniciativas, meditar en su experiencia, incorporar las técnicas que ellos dominan hace más por una comuna que los estériles exámenes de conciencia a puerta cerrada. Se cometería el error de subestimar lo que de decisivo puede elaborarse en las tardes pasadas confrontando nuestras visiones sobre la guerra en curso.
Derribar, poco a poco, todos los obstáculos
Como es sabido, las calles desbordan groserías. Entre lo que son realmente y lo que podrían ser está la fuerza centrípeta de cualquier policía, que se esfuerza por restablecer el orden; y en frente, estamos nosotros, es decir el movimiento opuesto, centrífugo. No podemos sino alegrarnos, por donde quiera que surjan, del arrebato y el desorden. No hay nada de sorprendente en que las fiestas nacionales, que nada festejan, terminen mal sistemáticamente, desde ahora. Rutilante o destrozado, el mobiliario urbano —pero ¿dónde comienza? ¿dónde termina?— materializa nuestra común desposesión. Perseverante en su nada, no pide realmente sino regresar. Contemplamos lo que nos rodea: todo espera su momento, la metrópolis adquiere de golpe aires melancólicos, como solo los tienen las ruinas.
Que se conviertan en metódicas, que se sistematicen, y los incivilizados se agrupen en una guerrilla difusa, eficaz, que nos devuelva a nuestra ingobernabilidad, a nuestra indisciplina primordiales. Es emocionante que entre las virtudes militares reconocidas al partisano figure precisamente la indisciplina. De hecho, nunca se deberían haber separado rabia y política. Sin la primera, la segunda se pierde en el discurso; y en la segunda, la primera se agota en griteríos. Palabras como “rabiosos” o “exaltados” nunca encontrarían espacio en política sin advertencias previas.
Respecto al método, retenemos del sabotaje el siguiente principio: un mínimo riesgo en la acción, mínimo tiempo, máximos daños. Para la estrategia, se recordará que un obstáculo derribado, pero no sumergido —un espacio liberado, pero no habitado— es fácilmente reemplazado por otro, más resistente y menos atacable.
Es inútil extenderse sobre los tres tipos de sabotaje obrero: ralentizar el trabajo, del “despacio” a la huelga de celo; romper las máquinas o entorpecer su marcha; divulgar los secretos de la empresa. Ensanchados hasta las dimensiones de la fábrica social, los principios del sabotaje se generalizan desde la producción a la circulación. La infraestructura técnica de la metrópolis es vulnerable: sus flujos no solo consisten en el transporte de personas y mercancías, información y energía circulan a través de redes de cables y de canalizaciones, a las que es posible atacar. Sabotear con alguna consecuencia la máquina social implica hoy reconquistar y reinventar los medios para interrumpir sus redes. ¿Cómo inutilizar una línea del TGV, una red eléctrica? ¿Cómo encontrar los puntos débiles de las redes informáticas, como interferir las emisiones de radio y convertir en nieve la pequeña pantalla?
En cuanto a los obstáculos serios, es mentira tener por imposible cualquier destrucción. Lo que tiene de prometéico se resume en una verdadera apropiación del fuego, fuera de cualquier ciego voluntarismo. En 356 a C., Eróstrato quema el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo. En nuestros tiempos de consumada decadencia, los templos no tienen más de imponente que la fúnebre verdad de que ya son las ruinas.
Destruir esta nada no es una tarea triste. Hacerlo devuelve una nueva juventud. Todo adquiere sentido, todo se ordena repentinamente, espacio, tiempo, amistad. No se repara en medios, se encuentra el uso —que no es sino la flecha. En la miseria de los tiempos, “joderlo todo” sirve como —no sin razón, es preciso admitirlo— la última seducción colectiva.
Huir de la visibilidad. Regresar al anonimato en posición ofensiva
Durante una manifestación, un sindicalista arranca la máscara de un (manifestante) anónimo, que acaba de romper un escaparate: “Asume lo que has hecho antes de que te pegue”. Ser visible, es estar al descubierto, es decir, siempre vulnerable. Cuando los izquierdistas de cualquier país no dejan de “visibilizar” su causa —la de los vagabundos, las mujeres, los sin-papeles— con la esperanza de que sea tomada en cuenta, hacen exactamente lo contrario de lo que deberían. No hacerse visible sino ganar para nosotros la ventaja del anonimato al que hemos sido relegados y, por la conspiración, la acción nocturna o enmascarada, construir una inatacable posición atacante. El incendio de 2005 ofrece el modelo. No líderes, no reivindicaciones, no organización sino palabras, gestos, complicidades. No ser nadie socialmente no es una condición humillante, el origen de una trágica falta de reconocimiento —ser reconocido: ¿por quién?—, sino, al contrario, la condición de una máxima libertad de acción. No asumir sus perjuicios, no ostentar más que siglas fantoches —todavía se recuerda la efímera BAFT (Brigade Anti-Flic des Tarterêts)— es una manera de preservar esta libertad. Sin duda alguna, constituir un sujeto “suburbio” que sería el autor de los “motines de noviembre de 2005” habrá sido una de las primeras maniobras defensivas del régimen. Ver la jeta de los que son alguien en esta sociedad puede ayudar a comprender la alegría de no ser nadie.
La visibilidad está en huir. Pero una fuerza que se incorpora en la sombra nunca puede esquivarla. Se trata de aplazar nuestra aparición como fuerza hasta el momento oportuno. Pues cuanto más tarde nos encuentra la visibilidad, más fuertes nos encuentra. Y una vez ingresados en la visibilidad, nuestro tiempo está contado. O estamos en disposición de pulverizar su reinado en breve plazo o será ella quien nos aplaste sin tardanza.
Organizar la autodefensa
Vivimos bajo ocupación, bajo ocupación policial. Las redadas de sin-papeles en plena calle, los coches camuflados surcando las calles, la pacificación de los barrios de la metrópoli con técnicas forjadas en las colonias, las declamaciones del ministro del Interior contra las “bandas”, dignas de la guerra de Argelia, nos lo recuerdan cotidianamente. Son suficientes motivos como para no dejarse atropellar, como para enrolarse en la autodefensa.
En la medida en que crece y brilla, una comuna ve poco a poco las operaciones para poder apuntar a lo que la constituye. Estos contraataques toman la forma de la seducción, de la recuperación y, en última instancia, la de la fuerza bruta. La autodefensa debe ser una evidencia colectiva para las comunas, tanto en la práctica como en la teoría. Impedir un arresto, reunirse rápidamente en gran número contra los intentos de expulsión, esconder a uno de los nuestros, no son reflexiones superfluas para los tiempos que se acercan. No podemos reconstruir nuestras bases sin parar. Que se deje de denunciar la represión, que se prepare todo esto.
El asunto no es sencillo, pues en la medida que se espera de la población un aumento de la colaboración policial —desde la delación al compromiso ocasional en las milicias ciudadanas—, las fuerzas policiales se funden en la masa. El modelo comodín de la intervención policial, incluso en situación de motín, es desde ahora la pasma de paisano. La eficacia policial durante las últimas manifestaciones contra el CPE residía en los secretas que se mezclaban en el barullo, esperando el incidente para descubrirse: gases, porras, pelotas de goma, interpelación; todo en coordinación con los servicios de orden de los sindicatos. La sola posibilidad de su presencia basta para arrojar la sospecha entre los manifestantes: ¿quién es quién?, y paralizar la acción. Admitiendo que una manifestación no es un medio de contabilizarse sino un medio de actuar, vamos a dotarnos de medios para desenmascarar a los secretas, cazarles y llegado el caso, arrebatarles a los que intentan detener.
La policía no es invencible en la calle, simplemente tiene medios para organizarse, entrenarse y probar continuamente nuevas armas. En comparación, nuestras armas siempre serán rudimentarias, chapuceadas y, a menudo, improvisadas sobre la marcha. En ningún caso pretenden rivalizar en potencia de fuego sino que tratan de mantenerles a distancia, distraer su atención, ejercer una presión psicológica o abrirse paso por sorpresa y ganar terreno. Cualquier innovación desarrollada en los centros de entrenamiento de la guerrilla urbana de la gendarmería francesa no basta y sin duda nunca bastará para responder con suficiente prontitud a una multiplicidad móvil que puede golpear en varios puntos a la vez y que siempre se ocupa de mantener la iniciativa.
Las comunas son evidentemente vulnerables a la vigilancia y a las investigaciones policiales, a la policía científica y a los servicios secretos. Las oleadas de arrestos de anarquistas en Italia y de ecoguerreros en los Estados Unidos han sido autorizadas por escuchas. Cualquier posible detención da lugar ahora a una toma del ADN y engorda un fichero cada vez más completo. Un squatter barcelonés ha sido reconocido porque dejó sus huellas en las octavillas que distribuía. Los métodos de ficha mejoran sin cesar, especialmente gracias a la biometría. Y si el carnet de identidad electrónico llegase a ser puesto en práctica, nuestra tarea sería todavía más difícil. La Comuna de París había arreglado en parte el problema del fichaje: quemando el Ayuntamiento, los incendiarios destruían los registros civiles. Basta con encontrar los medios para destruir para siempre las bases informáticas.
INSURRECCIÓN
La comuna es la unidad elemental de la realidad partisana. Una escalada insurreccional no puede ser más que una multiplicación de comunas, su conexión y su articulación. Según el curso de los acontecimientos, las comunas se fundan sobre entidades de mayor envergadura o incluso se dividen. Entre una banda de hermanos y hermanas unidos “a vida o muerte” y la reunión de una multiplicidad de grupos, de comités, de bandas para organizar el aprovisionamiento y la autodefensa de un barrio, incluso de una región sublevada, no hay más que una diferencia de escala, son indistintamente comunas.
Cualquier comuna no puede tender sino a la autosubsistencia y experimentar en su seno el dinero como algo insignificante y, por decirlo del todo, descolocado. El poder del dinero es el de fabricar un vínculo entre los que carecen de vínculos, el de vincular a los extranjeros en tanto que extranjeros y, de ese modo, poniendo cualquier cosa en equivalencia, poner todo en circulación. La capacidad del dinero de vincularlo todo se compensa por la superficialidad de este vínculo en el que la mentira es la regla. La desconfianza es el fondo de la relación crediticia. El reino del dinero debe ser siempre, por este hecho, el reino del control. La abolición práctica del dinero no se puede conseguir más que por la extensión de las comunas. La extensión de las comunas debe obedecer en cada caso a la preocupación por no exceder cierto tamaño, más allá del cual pierde el contacto consigo misma y suscita casi sin excepción una casta dominante. La comuna preferirá entonces dividirse y de este modo extenderse, al tiempo que previene una salida desgraciada.
El sublevamiento de la juventud argelina, que alcanzó a toda la Kabilia en la primavera de 2001, se convirtió en una toma casi completa del territorio, atacando a los policías, los tribunales y todas las representaciones estatales, generalizando el motín hasta la retirada unilateral de las fuerzas del orden, hasta impedir físicamente la celebración de las elecciones. La fuerza del movimiento estará en la complementariedad difusa entre los múltiples componentes — aunque no fuesen más que parcialmente representados por las interminables y desesperantemente masculinas asambleas de los comités de pueblo y otros comités populares. Las “comunas” de la siempre hirviente insurrección argelina tienen unas veces el rostro de estos jóvenes “quemados” con gorra lanzando botellas de gas a las CNS desde el tejado de un inmueble de Tizi Ouzon, otras veces la sonrisa socarrona de un maquis embutido en su burnous, a veces también la energía de las mujeres de un pueblo de montaña haciendo funcionar, contra viento y marea, las culturas y la crianza tradicionales, sin las que los bloqueos económicos de la región nunca hubiesen podido ser tan repetidos ni tan sistemáticos.
Encender el fuego de cualquier crisis
“Es necesario además añadir que no se podría tratar al conjunto de la población francesa. Será preciso entonces elegir”. Así resume un experto en virología a Le Monde, el 7 de septiembre de 2005, lo que sucedería en caso de una pandemia de gripe aviar. “Amenazas terroristas”, “catástrofes naturales”, “alertas virales”, “movimientos sociales” y “violencias urbanas” son para los gestores sociales otros tantos momentos de inestabilidad en los que asientan su poder mediante la selección de lo que les complace y la destrucción de lo que les incomoda. Esta es así también, lógicamente, para cualquier otra fuerza la oportunidad de sumarse o de hundirse, tomando el partido contrario. La interrupción de los flujos de mercancías, la suspensión de la normalidad —basta ver el retroceso de la vida social en un edificio bruscamente privado de electricidad para imaginar en lo que podría convertirse la vida en una ciudad privada de todo— y del control policial liberan potencialidades de autoorganización impensables en otras circunstancias. A esto no escapa nadie. El movimiento revolucionario obrero lo comprendió perfectamente, haciendo de las crisis de la economía burguesa los puntos culminantes del incremento de su fuerza. Hoy, los partidos islámicos son más fuertes que nunca allí donde han sabido suplir inteligentemente la debilidad del Estado, por ejemplo: durante la ejecución de los socorros tras el terremoto de Boumerdes en Argelia, o en la asistencia cotidiana a la población del Líbano Sur destruido por el ejército israelí.
Como mencionamos antes, la devastación de Nueva Orleans por el huracán Katrina dio la ocasión a todo un sector del movimiento anarquista norteamericano de adquirir una desconocida consistencia reuniendo a todos los que, sobre el terreno, resistieron a la evacuación forzosa. Los comedores de campaña suponen haber pensado previamente en el aprovisionamiento; la ayuda médica de urgencia exige que se hayan adquirido el conocimiento y el material necesarios, igual que la instalación de emisoras de radio. Lo que tienen de alegría, de superación del enredo individual, de realidad tangible insumisa al orden cotidiano y del trabajo garantiza la fecundidad política de experiencias similares.
En un país como Francia, en el que las nubes radiactivas se detienen en la frontera y donde no se teme construir una cancerópolis sobre el antiguo emplazamiento, tipo Sevesso, de la fábrica AZF, son menos reales las crisis “naturales” que necesitan contabilizarse que las crisis sociales. Es a los movimientos sociales a quienes habitualmente corresponde interrumpir el curso normal del desastre. En efecto, estos últimos años, las diversas huelgas fueron principalmente ocasiones para el poder y las direcciones de las empresas para probar su capacidad de mantener un “servicio mínimo” cada vez más amplio, hasta restituir la interrupción del trabajo a una pura dimensión simbólica — apenas más molesta que una nevada o un suicidio en la calle. Pero transformando las prácticas militantes establecidas por la ocupación sistemática de los establecimientos y el bloqueo permanente, las luchas estudiantiles de 2005 contra el CPE han recordado la capacidad de causar daño y de ofensiva difusa de los grandes movimientos. Las bandas que han sido originadas a su estela, han dejado entrever bajo qué condiciones los movimientos pueden convertirse en lugar de nacimiento de nuevas comunas.
Sabotear cualquier instancia representativa.
Generalizar la discusión.
Abolir las asambleas generales
Cualquier movimiento social se enfrenta como primer obstáculo, antes que con la policía propiamente dicha, con las fuerzas sindicales y con toda esta microburocracia con vocación de dirigir las luchas. Las comunas, los grupos de base, las bandas desconfían espontáneamente de ellas. Esto es así porque los paraburócratas han inventado hace veinte años las coordinaciones que, con su ausencia de etiqueta, tienen los aspectos más inocentes, pero que no dejan de habitar en el terreno ideal de sus maniobras. Que un colectivo despistado intente la autonomía y ellos volverán a vaciarle de cualquier contenido eliminando resueltamente las cuestiones correctas. Son salvajes, se irritan; no por la pasión del debate sino por su vocación de conjurarle. Y cuando su defensa encarnizada de la apatía puede al fin con el colectivo, explican el fracaso por la falta de conciencia política. Hay que decir que en Francia, particularmente gustosa de la actividad furiosa de las diferentes capillas trotskistas, no es el arte de la manipulación política lo que le falta a la juventud militante. Tras el incendio de 2005, no será ella quien haya sacado esta lección: cualquier coordinación es superflua allí donde existe coordinación, las organizaciones están siempre de más allí donde (ellos) se organizan.
Otro reflejo consiste en, al menor movimiento, hacer una asamblea general y votar. Es un error. El simple objetivo del voto, de la resolución a conseguir, basta para convertir la asamblea en una pesadilla, para construir el teatro en el que se enfrentan todas las pretensiones de futuro. Sufrimos esto como el mal ejemplo de los parlamentos burgueses. La asamblea no se constituye por la decisión sino por la palabra, por la palabra libre practicada sin objetivo.
La necesidad de reunirse es tan constante, entre los humanos, como extraña la necesidad de decidir. Reunirse responde a la alegría de experimentar una potencia común. Decidir no es vital más que en las situaciones de emergencia, en las que el ejercicio de la democracia está realmente comprometido. El resto del tiempo, el “carácter democrático del proceso de toma de decisión” no es el problema más que para los fanáticos del procedimiento. No hay que criticar las asambleas ni abandonarlas, sino que hay que liberar la palabra, los gestos y los juegos entre los seres. Basta con observar que nadie llega con un solo punto de vista, una moción, sino con deseos, apegos, capacidades, fuerzas, tristezas y una cierta disponibilidad. Si así se consigue destruir el fantasma de la Asamblea General en beneficio de una asamblea de presencias tal, si se consigue desbaratar la siempre renaciente tentación de hegemonía, si se deja de establecer la decisión como finalidad, existen algunas oportunidades de que se produzca una de esas tomas de postura masivas, uno de esos fenómenos de cristalización colectiva en los que una decisión se apodera de los seres, en su totalidad o solamente en parte.
Lo mismo vale para decidir las acciones. Partir del principio de que “la acción debe ordenar el desarrollo de la asamblea”, convierte en imposible tanto la pasión del debate como la acción eficaz. Una asamblea numerosa de gentes ajenas entre sí se condena a necesitar especialistas en la acción, es decir a delegar la acción para controlarla. De un lado, la acción de los comisionados está atascada por definición, por otro nada les impide engañar a todo el mundo.
No hay que plantear una forma de acción ideal. Lo esencial es que la acción tenga una forma, que la suscite y no la padezca. Esto supone compartir una misma posición política, geográfica —como las secciones de la Comuna de París durante la Revolución francesa— y compartir también el mismo saber circulante. En cuanto a decidir las acciones, el principio podría ser este: que cada uno reconozca el terreno, que se recorten las informaciones, y la decisión llegará por sí sola, nos alcanzará más que nosotros a ella. La circulación del saber anula la jerarquía, iguala por arriba. Comunicación horizontal, proliferante, es también el mejor modo de coordinación de las diferentes comunas, para acabar con la hegemonía.
Obstaculizar la economía, pero adaptar nuestra potencia de bloqueo a nuestro nivel de autoorganización
A fines de junio de 2006, en todo el estado de Oaxaca, las ocupaciones de ayuntamientos se multiplican, los insurgentes ocupan los edificios públicos. En algunas comunidades, expulsan a los alcaldes y requisan los vehículos oficiales. Un mes más tarde, se bloquea el acceso a ciertos hoteles y complejos turísticos. El ministro de Turismo habla de catástrofe “comparable al huracán Wilma”. Algunos años antes, el bloqueo se convirtió en una de las principales formas de acción del movimiento argentino de contestación, los diferentes grupos locales se prestan socorro mutuo bloqueando tal o cual eje, amenazando permanentemente, con su acción conjunta, con paralizar todo el país si no se satisfacían sus reivindicaciones. Tal amenaza fue durante mucho tiempo una potente palanca en manos de los ferroviarios, electricistas-empleados del gas, camioneros. El movimiento contra el CPE no ha dudado en bloquear estaciones, periféricos, fábricas, autopistas, supermercados e incluso aeropuertos. En Rennes, no se necesitaron más de trescientas personas para inmovilizar la carretera durante horas y provocar cuarenta kilómetros de atascos.
Bloquearlo todo, es en adelante la primera reflexión de todo el que se alce contra el orden presente. En una economía deslocalizada, en la que las empresas funcionan por flujo tenso, donde el valor deriva de su conexión en red, donde las autopistas son los eslabones de la cadena de producción desmaterializada que va de subcontrato en subcontrato y de allí a la cadena de montaje, bloquear la producción es también bloquear la circulación.
Pero no se puede tratar de bloquear más de lo que permite la capacidad de abastecimiento y de comunicación de los insurgentes, la organización eficaz de las diferentes comunas. ¿Cómo alimentarse una vez que todo está paralizado? Saquear los comercios, como se hizo en Argentina, tiene sus límites; por inmensos que sean los templos del consumo, no son despensas infinitas. Adquirir durante la vida la aptitud para procurarse la subsistencia elemental implica entonces apropiarse de sus medios de producción. Y en este punto, parece inútil esperar mucho tiempo. Dejar, como en la actualidad, al dos por ciento de la población el encargo de producir los alimentos de los demás es una estupidez tanto histórica como estratégica.
Liberar el territorio de la ocupación policial.
Evitar en lo posible el enfrentamiento directo
“Este asunto pone de relieve que no nos enfrentamos a jóvenes que reclaman avances sociales sino a individuos que declaran la guerra a la República”, apuntaba un poli lúcido a propósito de las recientes emboscadas. La ofensiva tendente a liberar el territorio de su ocupación policial es voluntaria, y puede contar con las inagotables reservas de resentimiento que estas fuerzas han acumulado en su contra. Los propios “movimientos sociales” son ganados poco a poco por la rebelión, no menos que los juerguistas de Rennes que se enfrentaron a las CRS en el año 2005 todas las noches de los jueves o los de Barcelona que recientemente, durante un botellón, devastaron una arteria comercial de la ciudad. El movimiento contra el CPE ha visto el regreso habitual del cóctel molotov. Pero en esto, ciertos barrios se quedan obsoletos. Especialmente respecto a esta técnica que se perpetúa desde hace tiempo: la emboscada. Como el 13 de octubre en Épinay: patrullas de la BAC, tras 23 horas de servicio, recibían una llamada denunciando el robo en una rulote; a su llegada, uno de los equipos ”se encontró bloqueado por dos vehículos atravesados en la calle y más de una treintena de individuos, portando barras de hierro y armas de mano que lanzaron piedras al vehículo y utilizaron gas lacrimógeno contra los policías. A menor escala, se piensa en las comisarías de barrio atacadas durante las horas de cierre: cristales rotos, coches incendiados.
Una de las experiencias adquiridas por los últimos movimientos es que una verdadera manifestación, en adelante, es “ilegal”, sin notificación a la prefectura. Pudiendo elegir el terreno, se tendrá cuidado, como el Black Bloc, en Gênes en 2001, de evitar las zonas calientes, de huir del enfrentamiento directo y, determinando el trayecto, hacer correr a los polis en lugar de correr tras la policía, especialmente sindical, especialmente pacifista. Se ha visto entonces que un millar de personas determinadas hace recular furgones enteros de carabinieri para incendiarles finalmente. Lo importante no es estar mejor armado sino tener la iniciativa. El valor no es nada, la confianza en el valor propio es todo. Tener la iniciativa ayuda.
Todo incita, sin embargo, a considerar las confrontaciones directas como puntos de fijación de las fuerzas contrarias que posibiliten manejar los tiempos y atacar en otros lugares — incluso muy cerca. Que no se trate de impedir que una confrontación tenga lugar ni se confunda con una simple diversión. Hostigar a la policía, es hacer que estando por todas partes no sea eficaz en ninguna.
Cada acto de hostigamiento despierta esta verdad dicha en 1842: “La vida del agente de policía es penosa; su posición en la sociedad es tan humillante y despreciada como la del propio crimen (...) La vergüenza y la infamia le rodean por todas partes, la sociedad le expulsa de su seno, le aísla como a un paria, le escupe su desprecio con la paga, sin remordimientos, sin excusas, sin piedad (...) el carnet de policía que lleva en su cartera es una patente de ignominia”. El 21 de noviembre de 2006, los bomberos que se manifestaban en París contraatacaron a las CRS a martillazos e hirieron a quince. Esto para recordar que “tener la vocación de ayudar” nunca podrá ser una excusa válida para entrar en la policía.
Estar armado. Hacer todo lo posible para volver innecesario su uso.
Frente al ejército, la victoria es política.
No existe una insurrección pacífica. Las armas son necesarias: se trata de hacer lo posible para hacer que su uso sea innecesario. Una insurrección es antes una toma de las armas, una “permanencia armada”, más que el paso a la lucha armada. Es importante distinguir el armamento del uso de las armas. Las armas son una constante revolucionaria aunque su utilización sea poco frecuente, o escasamente decisiva, en los momentos de grandes cambios: 10 de agosto de 1792, 18 de marzo de 1871, octubre de 1917. Cuando el poder está en el arroyo, basta con pisotearle.
Desde la distancia que nos separa, las armas han adquirido este carácter doble de fascinación y repulsión, que solo su manejo permite superar. Un auténtico pacifismo no puede consistir en el rechazo de las armas, sino solamente de su uso. Ser pacifista sin poder disparar no es más que la teorización de una impotencia. Este pacifismo a priori corresponde a una suerte de desarme preventivo, es una pura operación policial. En realidad, la cuestión pacifista solo se toma en serio cuando tiene el poder de disparar. Y en este caso, el pacifismo será por el contrario, señal de potencia, pues solo desde una extrema posición de fuerza se está liberado de la necesidad de abrir fuego.
Desde un punto de vista estratégico, la acción indirecta, asimétrica, parece la más provechosa, la mejor adaptada a la época: no se ataca frontalmente a un ejército de ocupación. Por lo tanto, la perspectiva de una guerrilla a la iraquí, que se atascaría sin posibilidad de ofensiva es mejor temerla que desearla. La militarización de la guerra civil es el fracaso de la insurrección. Los Rojos pueden triunfar en 1921, la Revolución rusa ya está perdida.
Es preciso considerar dos tipos de reacción estatal. Una de franca hostilidad, otra más solapada, democrática. La primera, llamando a la destrucción sin rodeos; la segunda, una hostilidad sutil, pero implacable: solo espera alistarnos. Se puede ser derrotado por la dictadura tanto como por el hecho de estar reducido a no poder oponerse más que a la dictadura. La derrota no consiste tanto en perder una guerra como en perder la oportunidad de conducir la guerra. Los dos son sobradamente posibles, como lo demuestra la España de 1936: por el fascismo, por la república, los revolucionarios fueron doblemente derrotados.
Cuando las cosas se ponen serias, el ejército ocupa el terreno. Su entrada en acción resulta menos evidente. Para ello se necesita un Estado decidido a hacer una matanza, lo que no es posible actualmente sino como amenaza, un poco como el empleo del arma nuclear desde hace medio siglo. Sin embargo, herida desde hace tiempo, la bestia estatal es peligrosa. Con todo para enfrentarse al ejército, se necesita una gran multitud, disolviendo las jerarquías y fraternizando. Se necesita el 18 de marzo de 1871. El ejército en las calles es una situación de insurrección. El ejercito en acción, es el resultado precipitándose. Cada uno se ve llevado a tomar una postura, de escoger entre la anarquía y el miedo a la anarquía. Una insurrección triunfa como fuerza política. Políticamente, no es imposible poder con un ejército.
Destituir a las autoridades locales
La cuestión, para una insurrección es llegar a hacerse irreversible. La irreversibilidad se alcanza cuando se ha vencido, al mismo tiempo que a las autoridades la necesidad de autoridad, al mismo tiempo que a la propiedad el placer de tener, al mismo tiempo que a toda hegemonía el deseo de hegemonía. Esto sucede porque el proceso insurreccional contiene en sí la forma de su victoria o la de su derrota. En materia de irreversibilidad, la destrucción nunca ha sido suficiente. Todo reside en el modo. Existen maneras de destruir que inevitablemente provocan el retorno de lo que se ha destruido. Quien se encone con el cadáver de un orden asegura despertar la vocación de vengarle. Por eso, donde la economía está bloqueada, donde la policía está neutralizada es importante hacer el menor énfasis posible en el derrocamiento de las autoridades. Serán depuestas con un atrevimiento y una ironía escrupulosas.
En esta época, el final de las centralidades revolucionarias responde a la descentralización del poder. Todavía existen los Palacios de Invierno, pero están más dedicados a ser asaltados por los turistas que por los insurgentes. En nuestros días, se pueden tomar París, o Roma, o Buenos Aires sin conseguir la solución. La toma de Rungis tendría seguramente mayores consecuencias que la del Elíseo. El poder ya no se concentra en un lugar del mundo, es el propio mundo, sus flujos y sus avenidas, sus hombres y sus normas, sus códigos y sus tecnologías. El poder es la propia organización de la metrópolis. Es la impecable totalidad del mundo de la mercancía en cada uno de sus puntos. Por eso, quien le derrota localmente produce una onda de choque planetaria a través de las redes. Los asaltantes de Clichy-sous-Bois han alegrado más de un hogar americano mientras los insurgentes de Oaxaca han encontrado cómplices en pleno corazón de París. Para Francia, la pérdida de centralidad del poder significa el final de la centralidad revolucionaria parisina. Cada nuevo movimiento tras las huelgas de 1995 lo confirma. Esto es porque triunfan las orientaciones más osadas, las más consistentes. Para terminar, París todavía se distingue por ser un simple objetivo de una razzia, un puro terreno del estrago y del pillaje. Breves y brutales incursiones llegadas de fuera atacan el lugar de la máxima densidad nacional de flujos metropolitanos. Los henchidos de rabia son quienes surcan el desierto de esta ficticia abundancia y se desvanecen. Llegará un día en el que esta espantosa concreción del poder que es el capital será completamente destruida, pero esto sucederá al final de un proceso más avanzado por todas partes que allí.
¡Todo el poder a las comunas!
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En el metro, ya no se encuentran huellas de las molestas pantallas que dificultan habitualmente los movimientos de los pasajeros. Los desconocidos se hablan, ya no se abordan. Una banda en conciliábulo en la esquina de una calle. Aglomeraciones mayores por los bulevares que discuten gravemente. Los ataques se responden de una a otra ciudad, de un día para otro. Un nuevo cuartel ha sido saqueado y quemado después. Los habitantes de una casa desahuciada han desistido de tratar con el ayuntamiento: la habitan. En un acceso de lucidez, un directivo acaba de liquidar, en plena reunión, a un puñado de colegas. Ficheros que contienen la dirección personal de todos los policías y gendarmes así como el de los empleados de la administración penitenciaria acaban de filtrarse, provocando una ola de mudanzas precipitadas sin precedentes. A la vieja cantina del pueblo, se trae el excedente de lo producido y nos procuramos lo que nos falta. También nos reunimos aquí para discutir sobre la situación general y sobre el material necesario para el taller mecánico. La radio informa a los insurgentes de la retirada de las fuerzas gubernamentales. Un proyectil acaba de destripar la muralla de la prisión de Clairvaux. Es imposible decir si pasó un mes o varios años desde que comenzaron los “acontecimientos”. El Primer Ministro parece muy solo en sus llamadas a la calma.