Max Nettlau
Comunismo autoritario y comunismo libertario
Prólogo: Max Nettlau o la Elección de la Modestia
Bienaventurados los claros de alma, los rectos de vida, los de corazón puro, que para ellos será el reino de la tierra.
Bienaventurados los que creen en la bondad humana, los que conservan las ilusiones intactas y florecientes la esperanza que para ellos se abrirán las puertas de la vida.
Bienaventurados los que tienden sobre el mundo la diestra fraterna y la mirada amiga, los que van con una sonrisa en los labios y nimbada de luz la frente.
Y bienaventurados también los que pueden amar los que pueden creer, los que pueden encontrar en el yermo humano, árbol bajo el que cobijar sus ansias de ideal, sus afanes humanos de fe y de cariño.
Si no tuviésemos metas hacia donde dirigirnos si no viésemos en el horizonte figuras sobre que condensar nuestra vida y nuestra necesidad de estimulo y de ejemplo, ¿Qué serían nuestras vidas?
¡Iconoclastas! los somos todos. Hemos derribado todos los ídolos de barro, los dioses bárbaros, imaginados por la barbarie humana; hemos abolido todas las creencias, exaltadoras de fuerzas ocultas y de destinos impuestos. Hemos matado en nosotros la sed de sumisión, como la de dominio. Nos sentimos con fuerza para socavar los pedestales estatuidos para impedir el ascenso de los nuevos ídolos, de nueva especie y de carácter nuevo.
¡Iconoclastas! ¡Oh, si, iconoclastas ante todos los iconos, irreverentes ante todas las reverencias, herejes ante todas las ortodoxias, demoledores, revolucionarios incesantes ante todos los bloques de ideas hechas! Cuando veamos un hombre que nos hable en maestro, que pretenda dirigirnos, que tome el ademán sacerdotal y el acento profético, gritemos con todas las fuerzas de nuestra garganta y toda la energía de nuestros bríos.
— ¡Abajo los maestros abajo los sacerdotes, abajo los redentores, abajo los iconos estériles! ¡Ha terminado la era de los hombres mesiánicos, de los hombres salvadores, de los hombres rabadanes, puestos a la cabeza de los rebaños humanos! ¡Abajo los iconos, personificaciones en madera o en carne de la ignorancia y la impotencia humana; abajo los iconos que, muertos o vivos, pretendan erigirse en directores de nuestras vidas, en depositarios de verdades eternas, en representantes de ideas absolutas, en detentadores del poder religioso o moral sobre los hombres.
Pero, una vez todos los ídolos derribados, afianzada en nosotros la creencia en nosotros mismos, la voluntad y la fe de nosotros mismos, ¿sería humano, posible, estético y justo arrancar también de nosotros esa necesidad de devoción moral, de admiración sensible, de aspiración ascensorial que nos lleve hacia esas figuras señeras del pensamiento y la obra humanos, que nos hace sentir esa mezcla de filial cariño, de orgullo intimo y de afinidad electiva que experimentamos frente a esas raras vidas que sintetizaron, en carne y hueso en corazón y espíritu, el ideal de perfección humana?
Junto a nosotras, al alcance de nuestro efecto, de nuestras miradas, de nuestra existencia, ha pasado un hombre. Un hombre de albos cabellos y mirada de niño. Un hombre de clara alma y corazón puro y amplio espíritu y recta vida. Un hombre que hemos sentido repercutir en cada uno de nosotros, que nos ha parecido sintetizar lo mejor de nosotros mismos, aquello que ya éramos y que ser querríamos. Un hombre, ¡Oh, sí!, cándido, sencillo, tan sabio como modesto, tan modesto como un sabio que posee en el más alto, inconsciente y sutil de los grados la sabiduría de la modestia.
Y la modestia cautivadora, profunda, la modestia suprema, es la modestia que nace del desconocimiento del propio merito. La modestia hecha de inconsciencia de uno mismo, abierta como una violeta a la mirada del mundo.
Un hombre ente el que no se siente el servilismo idolatra, la mendicidad moral del discípulo, la anulación de la personalidad simple ante la personalidad dominadora, el movimiento de repulsión y de rebeldía del espíritu libre ante el gesto absorbente del talento engreído. Un hombre al que se debe querer necesariamente, admirar sin remedio, al que se ha de contemplar como un ejemplo y al que se ha de considerar viviente estimulo, muda invitación al adelanto, a la emulación, al ascenso paulatino de depuradora marcha hacia el ideal humano.
Un ideal que a veces se acerca, se pone al alcance de nuestro afecto, de nuestras miradas, de nuestra existencia. Un ideal sin imperativo categórico, sin conciencia en símismo, por ellos precisamente ideal y precisamente querido.
Ante los hombres iconos, los hombres que asumen frente a nosotros la posición sacerdotal, el gesto clásico del pastor de muchedumbres, nuestra personalidad se rebela y nos sentimos fatalmente iconoclastas.
Ante el hombre corazón, el hombre espíritu, el hombre vida, ante el hombre sencillo, espontáneo, cándido, tranquilo, figura viviente y realizada de un ideal humano, de un ideal que solo pueden sentir los que creen en la bondad, los que conservan las ilusiones intactas y floreciente la esperanza, ideal que solo gozara los claros de alma, los rectos de vida, los de corazón puro, sentimos la necesidad del cariño, la admiración atentiva, el deseo vehemente de llegar a la simple y suprema cubre a que solo llega con sencillez, con abnegado esfuerzo, con una vida oscura y desconocida de trabajo y sacrificio.
Sabíamos que Max Nettlau que era una de las figuras representativas del anarquismo internacional. Sabíamos de él que era un trabajador intangible y silencioso, que sin alharacas, sin estimulo, casi sin apoyo, había asumido la colosal tarea de dar personalidad histórica a las ideas libertarias.
Pero este hombre que dedico su vida a historiar la vida de otros hombres y la vida colectiva de un ideal sin cesar revolucionario y enriquecido con nuevos aportes, era un ser desconocido para nosotros. Discreto, extremadamente discreto, ha desaparecido tras las enormes figuras, agigantadas por su trabajo, por su amor incansable e insaciable de erudito y de idealista. Discreto extremadamente discreto ha echado un velo sobre su vida particular, tan rica en sugerencias morales, tan provista de elementos éticos y estéticos, tan repleta de ejemplos y tan capaz de atraer la admiración y el estimulo. Silencioso, voluntariamente aislado y voluntariamente desconocido, ha ido elaborando su obra lenta, formidable, de rudo y árido trabajo, que solo un gran ideal y una gran salud de alma podían llevar a victorioso cabo.
En este mes largo de convivencia con él[1] hemos podido conocerle de cerca, apreciarle en absoluto, apreciar la magnitud de su obra realizada y de la que realizara, para honra y prez de nuestras ideas y del acervo humano.
En este mes, largo de días y corto para nuestro deseo y para nuestro afecto, hemos comprendido bien quien era Max Nettlau, qué reserva ideal tenemos de él y que hombre, alto de talla y de corazón más alto, se oculto — no pudo ocultarse tanto para que no le viéramos para que no nos formásemos idea de su estatura — tras las figuras de Bakunin, de Proudhon, de Kropotkin, de Coeurderoy, de Dejacque, de laBoetie, de Mackay, y Tucker, y Warren, y Morris, y Reclus, y todo el desfile impresionante de grandes hombres que elaboraron y formaron el ideal ácrata y su evolución sucesiva e interrumpida.
Nettlau, tan sencillo, tan discreto, fugitivo siempre ante todo elogio, atrincherado tras su ironía amable cuando de él se trata, quizá lamentara este artículo. Pero él puede y debe saber cuan sincero es, cuán del corazón sale y de que modo expresa inexpresivamente el cariño que entre nosotros encontró y el recuerdo perdurable entre nosotros dejado.
Nettlau sabrá todo esto y nuestros lectores deben saberlo también. Deben saber igualmente que un ideal que cuenta con hombres como Nettlau no es un ideal ni muerto ni estacionario; que ideal ha atraído las mejores inteligencias y los mejores corazones del mundo es un ideal vivo, arraigado en la entraña humana, un ideal que debemos llevar estampado en los labios y en la frente y en el pecho, como el mayor honor y la más alta gloria.
Un ideal al que debe estar vinculada nuestra vida, con el que deben estar identificados nuestros sentimientos, al que debemos amar con todas las potencias de nuestro ser y todos los entusiasmos de las almas sanas, de las almas salvadas de la vejez ambiente.
El se personifica, se pone al alcance de nuestras miradas, de nuestro afecto, de nuestra existencia, encarnándose en esas meridianas y luminosas vidas sintetizadas en una sonrisa; en esas raras vidas elegidas para representar el género humano a los ojos de la historia. Vidas puestas, silenciosa y sencillamente, al servicio de la humanidad, de sus hombres evolutivos y de sus luchas. Vidas a las que no daremos nombres porque olvidaríamos algunos fatalmente, pero que a veces se aproxima a nosotros y nos dicen que se puede aún creer en la bondad humana, conservar las ilusiones intactas y floreciente la esperanza.
Nettlau, al dejarnos, contrajo un compromiso al que desea ligarle públicamente: prometió volver a España el año próximo. Deja aquí cosas que estudiar y muchos y muy buenos amigos. Y por su parte, marcho con la buena impresión de que España, o por lo menos la región que conoció un poco, Catalunya, es un pueblo joven, lleno de savia y del que, pese al marasmo actual, pueden esperarse grandes empresas. Hagamos todo lo posible por hacer honor a esa grata impresión de Nettlau.
Muchas otras cosas la estancia de Nettlau el recuerdo directo de su persona, me sugiere. Pero temo perderme sin remedio, granjearme para siempre el disgusto de Nettlau si sigo por este camino. ¡Bastantes malos le he hecho pasar y con bastante rencor, si de rencor fuera capaz, me recordará, pensando en los manjares que le obligaba a ingerir! Fui para él una «tirana» que ejerció sobre su persona un «despotismo benevolente», solo soportable en gracia a su buena intención.
Para los jóvenes, tan necesitados de horizonte, a los que nos es precisa una devoción moral, una figura que sintetice exprese y represente dignamente al ideal, la estancia de Nettlau en España nos habrá sido útil y saludable. Sin palabras, con solo el mudo ejemplo de su persona y de su vida, nos habrá dado la más profunda y generosa de las lecciones: nos ha enseñado a ser buenos, a ser modestos, a ser sencillos, a ser discretos, a trabajar en silencio y con intensidad a pesar dinámicamente y a aproximarnos, en idea en existencia y en visión, al nunca alcanzado y siempre rebasado ideal.
Federica Montseny
Capítulo I
Tratar del «origen y la evolución de los dos comunismos, el libertario y el autoritario señalando las diferencias fundamentales que los separan» es ciertamente un tema interesante que me ha sido propuesto y que desarrollaré gustoso, sin cargarme esta vez demasiado de testimonios y documentos que, inevitablemente transforman los artículos en ensayos y los ensayos en libros.
Los dos términos comunismo autoritario y comunismo libertario expresan para nosotros, libertarios, dos corrientes, la estática y la anarquista, pero esta manera de hablar es puramente convencional, es decir corresponde a nuestras intenciones. Si por comunismo se entiende la comunidad de bienes, esto implica su accesibilidad para todos, y una autoridad cualquiera no habría sino limitar o frustrar ese acceso común. Si se entiende por comunismo: «de cada uno según sus fuerzas, a cada uno según sus necesidades», esto requiere igualmente el máximo de libertad en la producción y en el consumo y la autoridad no haría más que destruir esa libertad. En consecuencia comunismo autoritario es una contradicción y comunismo libertario es una tautología. Los dos términos tienen también un carácter netamente polémico, aceptable tan solo para los partidarios del segundo; es como si se dijera: el verdadero y el falso o el bueno y el mal comunismo, pues nadie — aparte los fanáticos de la autoridad, antiguos y modernos, que a pesar de todo, no tienen interés en realizar ninguna clase de comunismo — admitiría que su propio comunismo no es en cierto modo «libre».
Más sea cual fuere el grado de lógica intrínseca de estos dos términos, ellos resumen admirablemente la incertidumbre que se cierne sobre todos nosotros, sobre la evolución mundial del porvenir, en la cual todos — a excepción de los fanáticos antes mencionados que son trogloditas del pensamiento, especimenes puramente patológicos de una humanidad engurruñida y retrograda — creen ver la marcha hacia una libertad mayor y una sociabilidad mejor desarrollada, pero donde la confianza, las voluntades, los deseos, la amplitud de concepciones etc., se hallan tan diversamente repartidas entre los hombres, diferenciados además por otros conceptos, que no se llega nunca a una verdadera unidad del pensamiento y la voluntad de los humanos. Ha sido posible agrupar minorías en los partidos e influir a las mayorías con los múltiples medios que, en toda época de la historia, han creado ese llamado consentimiento general, la opinión pública pero sabemos que ese aislamiento intelectual de los hombres no puede sumergir seria y profundamente sus disposiciones personales diferenciadas. Esta es la razón por la cuál siempre solo los cambios decorativos, ligeros y parciales son producidos por las llamadas voluntades colectivas, sea por parlamentos, organizaciones o revoluciones. Raramente se crea una voluntad general potente para un fin más elevado, radical y persistente, y por más que se escarbe en la historia apenas se halla otra cosa impulsos pasajeros, breves momentos de entusiasmo, viéndose como tales arranques se aflojan bruscamente, cómo la más bella causa queda de nuevo en manos de algunos pocos que le eran ya fieles de antemano, como las revoluciones caen en poder de esos hombres constantes, devotos de la primera hora, los cuales, aislados y diezmados sucumben pronto en calidad de victimas, o cómo dichas revoluciones se convierten en presa de nuevos amos que aprovechan la renunciación y el cansancio de las masas para continuar oprimiéndolas y explotándolas.
Esta diferenciación de los hombres es en sí un gran progreso hacia la libertad, puesto que les emancipa del estado gregario propio de animalidades menos desarrolladas. Por eso mismo la acción colectiva reflexionada, verdaderamente deseada y bien comprendida, no podrá surgir más que al final de un nuevo desarrollo futuro el de la asociación espontánea de las voluntades bien armonizadas, mientras que en nuestros días, cuanto más colectiva es una acción, tanto menos avanzada, progresiva e inteligente suele ser casi siempre, a excepción de varios mementos de arranque y generosidad generales. ¿Cómo podría suceder de otro modo como partes integrantes tan diferentes podrían dar resultados idénticos? De su cooperación como de las de las teclas de un piano, puede resultar un acorde armonioso, un impulso común, pero un momento después las teclas del piano observan solo su propio sonido, el acorde no vibre ya en ellas, y otro tanto ocurre con los hombres cuando el aflojamiento individual sigue al arranque más colectivo. Es pues el progreso colectivo allí donde sea posible perfeccionarlo — y es necesario trabajar siempre por esta finalidad — y el progreso individual, individualizado, los que debe interesar y ocupar a los que, elevándose por encima de la indiferencia y el fatalismo rutinarios de la mayor parte de los hombres quieren laborar por el bien de la humanidad.
Pero los espíritus de los hombres son simplistas o más o menos complicados y sus conocimientos y experiencias son diferentes, viven en épocas, países y ambientes diversos, sus sentimientos y pasiones difieren igualmente; además son jóvenes de edad madura o viejos, añades de sus talentos valores morales muy variados, etc., y es en tales condiciones como a través de la historia han sido y son aun formuladas las ideas sobre un porvenir libre y feliz. ¿Cómo esperar entonces de ellas resultados claros, precisos, definitivos como extrañarse de sus diferencias, como no ser indulgente con sus defectos que tantas causas preliminares han hecho inevitables y como además precipitarse ciegamente en uno de esos sistemas, pronto a despreciar muy a menudo a todos los otros y a entablarles una polémica, si no una guerra, incesante?
Sin embargo tales son las costumbres de la mayoría de los hombres y no sin causa natural; del amor se pasa a la predilección, a la protección, a la defensa, al ataque y cuanto más se ama más se odia y así hay raramente sentimientos de paz y de tolerancia entre los que quisieran crear la paz y la armonía universales. Cooperar para un bien común — como lo hacen hoy los hombres de ciencia, quienes salvo raras excepciones, han abandonado el tono áspero y agrio que caracteriza en sus relaciones a los sabios de los siglos pasados — es algo que no ha sido todavía adoptado por los socialistas de las diversas tendencias, y nuestra literatura presenta una semejanza fatal con las querellas de los eruditos teólogos, filósofos y pedagogos de los siglos XVI y XVIII. Es muy enojoso que este fenómeno psicológico atávico coincida con una época como estos últimos cien años en que los hombres se han superado produciendo grandes cosas en ciencia pura y en ciencia aplicada, en técnica y en trabajo, en organización de la cooperación técnica, en pensamiento libre, en arte, en moral, etcétera. Estos cien años han visto también la aparición de las magnificas concepciones sociales de Fourier y Owen, a Proudhon, Bakunin, Reclus y Kropotkin y tantos otros. Marx inclusive, pero los hombres que concibieron y abrazaron esas ideas pudieron raramente desprenderse ellos mismos de las pasiones y de la falta de armonía y equilibrio que determina y cauda a menudo una especialización demasiado grande, aunque esta implique un perfeccionamiento deslumbrante en un dominio, plétora que suele dejar casi siempre vacíos en otras partes. Y los discípulos, adherentes, sectarios más o menos lejanos, han sabido y querido menos aun hallar este equilibrio y eso los ha alejado mucho de la masa de los hombres que ve en ellos creyentes de un fervor que el común de los mortales puede respetar, pero del cual se cree incapaz y no intenta imitarlo no lo acepta para sí.
De igual modo que en presencia de un monje acepta la mayoría de los creyentes mismos se encoge de hombros y se guarda muy bien de imitarle, el socialista abnegado, el anarquista martirizado son algo extraño para los hombres que reconocen no tener espíritu de mártires y no se sienten capaces de un fervor extraordinario.
Tales causas y otras semejantes han separado siempre mucho a los verdaderos socialistas de la masa del pueblo, y de igual manera que los conventos se llenaron de novicios en toda época, así han ido llegando al socialismo jóvenes adherentes, escogidos y aislados, pero la gran masa continúa siendo extraña a él, lo mismo que, en los luengos siglos en los que la religión era una verdadera real y tangible para la imaginación ignorante de la casi totalidad de los hombres, la inmensa mayoría de ellas no han seguido a pesar de todo el camino directo y casi exclusivo hacia el paraíso que, en la creencia popular, les garantizaba la vida piadosa de los eremitas y monjes. Esta mas ha dejado al paraíso terrestre del porvenir a los socialistas, como antes dejara el paraíso celeste a los especialistas de la vida piadosa. Es preciso contar con tales disposiciones psicológicas que de nada sirve ignorar o empequeñecer. Los socialistas de todas las tendencias no han logrado hallar el verdadero tono de hablar al pueblo, no han sabido hacer resonar juntas sus disposiciones y las de las masas, en las cuales descontento y rebelión, inercia, inseguridad y desconfianza han creado un espíritu complicado, mare mágnum que ningún creativo revolucionario han sabido todavía poner en ebullición decisiva, precisa y duradera; no han sabido aun hacer razonar esos dos disposiciones, las suyas y las de las masas, en acorde armonioso y potente, que cual toque a rebato, replique el réquiem del sistema de opresión y de explotación. Ha habido algunos instantes, algunas horas, días, semanas en que han comenzado a dejarse oír vibraciones de ese gran acorde en febrero y junio de 1848, en marzo de 1871 en diversas fechas de 1917 en Rusia y por aquí o allá, en episodios locales de más corta duración, pero eso han sido todo hasta hoy. En cambio en ruidos disonantes, en falsos tonos carentes de sonoridad hay un pandemónium cada vez más creciente.
Esta separación de las masas y los hombres de una especialización cualquiera es un hecho sobrevino en el transcurso de la evolución histórica. No han podido existir en los tiempos primitivos, cuando no había especialistas. Se hizo muy acentuada en el terreno intelectual desde que las castas de sacerdotes y gobernantes establecieron su monopolio, asentándolo sobre el pilar fatal de las castas militares burocráticas. Se desarrollo más lentamente en el terreno de las artes y oficios, pero también allí resultó determinada por el lujo de los poseedores. Este sistema tenia por base la frugalidad y la ignorancia de las masas explotadas y dominadas y necesariamente, cuando la ciencia pudo no obstante desarrollarse -por ser útil con sus aplicaciones a las clases poseedoras-, las masas no fueron capaces de sacar provecho directo de sus progresos y siguen estando separadas de ella, como por otro lado, los sabios mismos se encierran habitualmente en una sola ciencia (ya para ventaja de su trabajo en ciertos casos, ya para su desventaja en otros) y suelen ignorar todas las experiencias que el pueblo adquiere con su trabajo y en general con su lucha contra la vida inclemente. Más tarde una nueva evolución histórica aproximará a pueblos y sabios, y hará tabla rasa de los especialistas en creencias rancias, matanza militar, embrollo burocrático, lujo insípido, etcétera.
Así pues, en nuestra época lo viejo, lo infinitamente viejo, y lo desconocido del porvenir, previsto, entrevisto, supuesto por un utillaje intelectual tan diverso, necesariamente visto bajo mil formas diferentes, chocan entre sí frente a una perfección científico técnica de día en día más creciente, la cual pone absolutamente todos los recursos y riquezas del globo al servicio de los poseedores y directores de un aparato productivo y distributivo cada vez más perfeccionado. Esto aguijonea y acentúa en los potentados el deseo de gozar del poder y las riquezas siempre crecientes y cierta su alianza con las potencias tenebrosas del pasado, haciendo resucitar con rapidez vertiginosa los medios dominadores de las edades negras, superstición y tiranía, pogroms y brutalidades diabólicas. Las masas, oprimidas y aterrorizadas como nunca, descontentas sin dudad, pero siempre en gran parte inertes, accesibles a estimulantes y adulaciones (deportes, patriotismo), jamás fueron tan desconfiadas como ahora para con los diferentes socialismos, el autoritario y el libertario, que no las tacan más que indirectamente, atrayendo a algunos y dejando impermeables a casi todos los demás. También el sindicalismo es solo para unos pocos un método y una finalidad bien comprendidos, y para las masas — allí donde no hay rivales más moderados que, entonces atraen a la mayoría — es un medio de organización como otro cualquiera que no sabe encaminarlas hacia luchas y realizaciones serias. En estas condiciones, tan rápida e incompletamente esbozadas aquí y al lado de tantas otras ocasiones y tendencias que han ocupado y a menudo absorbido la atención popular, fueron elaborados, durante un siglo y medio, los diferentes matices socialistas, algunos de los cuales se han propagado y otros se han extinguido o modificado. Digo ciento cincuenta años porque — a pesar de hallarse acontecimientos semejantes en algunos siglos anteriores — desde la declaración de la independencia de los Estados Unidos, en 1776, el mundo vio que la voluntad de los hombres podía, si verdaderamente lo quería cambiar un estado de cosas establecido y declarado intangible, sagrado, permanente. A partir de esa época se ha querido obrar siempre y los que proclaman las intangibilidades seculares, por ser también seculares, fueron abiertamente reconocidos como utopistas de la inmoralidad, especie de hombres corriente y poderosa, pero considerada como una serie de fósiles buenos para ser aterrados, globos hinchados propios no obstante para ser desinflados y la historia de esos ciento cincuenta años es, más o menos, la de ese enterramiento y esa deflación, trabajo muy rudo a veces que no ha dejado tiempo ni fuerzas para limpiar completamente el terreno y dentar las bases de una sociedad nueva. Muchas capas espesas de acumulaciones seculares debieron ser así eliminadas para que un trabajo creador haya podido comenzar de nuevo y visto a distancia en nuestros días se puede afirmar — al menos yo — no lo pienso que este trabajo de simple liberación, democratización, laicización, educación etc., ha absorbido un gran número de fuerzas, que han fallado al socialismo y que hubieran podido darle una dirección más experimentada, más práctica que la de los teóricos, economistas, filósofos, moralistas, rebeldes apasionados, hombres del pueblo y otros que de ellos se han ocupado, han podido darle hasta aquí en otra parte además de sus escritos, sus discursos, sus votos ardientes y frecuentemente en su propia vida y sus sacrificios personales.
Esos hombres, liberales y radicales de todos los matices, no fueron, pues, simplemente instrumentos de los capitalistas para crear el poder político burgués. Fueron desde el principio luchadores, que al fin consiguieron quebrantar los poderes y potencias feudales y eclesiásticas que databan de la antigüedad y de la edad media y que constituían una prolongación del despotismo oriental y hasta del prehistórico. Si en aquella época, la de la revolución francesa, el pueblo, obreros y campesinos, hubiese luchado tan decididamente por sus propios derechos como esos demócratas burgueses por su emancipación, la superficie del globo estaría hoy cambiada, el sistema del maquinismo (factory sistem), entonces sus comienzos, no habría sembrado la ruina física entre los obreros que incapaces de luchar por el porvenir, se hallaban reducidos, en aquel periodo, a una defensiva en el presente para salvaguardar al menos un poco de su existencia física. Pero el pueblo dormía aun en tiempos de la revolución francesa y sus elementos despiertos no hicieron más que convertirse en brazo de la revolución política burguesa mientras que los campesinos no supieron salvarse y emanciparse de la servidumbre más que en la pequeña propiedad parcelada, en el propietarismo individual intensivo y no en la asociación, la solidaridad, la tierra para todos.
Así pues, en esa época decisiva en la que el antiguo régimen se derrumbo y en la cual de igual modo que en política, también en economía social hubiera podido verdaderamente crearse un nuevo régimen igualitario y solidarista, nada se realizo como consecuencia de la fatal absoluta de un esfuerzo socialista consciente. Si algunas voces se elevaron entonces en Francia, comparadas con el inmenso número de voces políticas y reformistas fueron tan infinitamente pocas que nada significaban, y la palabra de William Godwin en los primeros meses de 1793 cuando en Londres, produjo el principal socialista, e incluso anarquista, de aquel periodo, no fue escuchada en Francia.
El socialismo estuvo ausente en los consejos de la revolución francesa, aunque todo el nuevo mundo había leído ya a Morelly y a Malby, y aunque la fuerza del dinero, la especulación y el acaparamiento de tierras, víveres, oro, provisiones públicas, etc., fueran una herida constante abierta, señalada y vanamente combatida con cataplasmas ineficaces. Cuando el impulso de la revolución estaba ya quebrantado y los espíritus más ardientes habían sido sacrificados o se hallaban agotados o desengañados, el socialismo levantó su voz por boca de Babeut y Buonarroti, los cuales no hallaron más aliados más que un pequeño puño de radicales, mientras que frente a ellos se encontraron con un nuevo estado burgués que los aplasto y que, a su vez, fue presa del golpe de mano fascista del 18 Brumario y del primerMussolini desde la época de los Borgia. Si el Mussolini de nuestro tiempo no ha logrado establecer su «Terza Roma», Napoleón creó una nueva Roma postiza, un poder continental verdaderamente inmenso que demostró, todavía mejor de lo que la guerra de la independencia americana lo había hecho, en que grado los reinados y realezas más antiguos son a menudo inestables. Inglaterra, favorecida esta vez por su posición — que ha causa de la gran distancia, le había hecho perder América del Norte — supo sacar provecho de tal situación, desarrollando su maquinismo, adelantándose al continente, fundando monopolios serios, amasando fortunas inmensas y teniendo igualmente en jaque a las masas obreras por descontentas y excitadas que estuvieran entonces, mediante el sufrimiento físico que les imponía la máquina, las largas horas de trabajo, la miseria, el agotamiento y el temor al paro forzoso.
Y así, de este gran despertar de la humanidad en el siglo XVIII, Preparado por la filosofía, el libre pensamiento generoso y humanitario y la buena voluntad de tantos hombres rectos — después de un breve periodo de esperanzas democráticas e igualitarias — salieron triunfantes los grandes estados y el militarismo en el continente europeo, el maquinismo explotador, el imperialismo comercial y colonial floreciente y la aristocracia, dueña de la tierra como desde el tiempo de la invasión normanda de 1066, en Gran Bretaña. En el continente quedaba, en una posición defensiva forzosa, el liberalismo, que lucho constantemente, con brillantez en 1830, en 1848... Pero que no pudo ya nunca conquistar una seguridad duradera y estable, porque sus adherentes burgueses se volvieron frecuentemente conservadores y ahora son en gran parte fascistas, mientras que sus adherentes obreros se hicieron socialistas o al menos, socialdemócratas. En Inglaterra se hallaba a la defensiva toda la clase obrera, pues entre la espada y la pared por el maquinismo estrangulador, situación que se produjo también en los países continentales en los que se implantó seguidamente el maquinismo, Bélgica y regiones de Francia y de Alemania. Los campesinos de veían obligados a luchar tenazmente contra los restos del feudalismo y como en Francia, la pequeña propiedad, sistema profundamente antisocialista y no la asociación se convirtió en su ancla salvadora.
En semejante situación que, naturalmente solo era adecuada para dar curso a las grandes fortunas burguesas, para perpetuar el monopolio agrario de la aristocracia y condenar al pueblo a un trabajo sin fin y a una miseria sin limite, en esta situación cruel, insoportable que exigía ser transformada radicalmente para bien de la humanidad, pensadores, espíritus amplios, humanitarios, bien instruidos pero necesariamente hijos de su época, vinieron a recoger aquellas ideas socialistas del siglo XVIII. Ellos hicieron lo que cada época debería hacer por su socialismo, una modernización de esas ideas con arreglo a su mentalidad influida por su propia experiencia. Esto constituyó la buena vía, pues todo socialismo de su tiempo; nada hay permanente en ciencia, como todo el mundo sabe: ¿por qué habría de haber algo permanente en lo que, en todo momento, debe ser la suma de la mejor percepción social en la concepción de una vida humana libre y feliz sobre este pequeño globo, que es decir el socialismo? Insisto sobre este aspecto porque, como se vera, de su olvido frecuente se ha generado mucho mal para el socialismo, y tampoco la anarquía ha quedado exenta de él y de sus consecuencias.
Capítulo II
Antes de ese gran periodo que va de 1775 a 1815 — cuarenta años de guerra y revoluciones, de inmensos cambios políticos, territoriales, sociales y de crecimiento en dimensiones e intensidad de la vida industrial, comercial y financiera — el socialismo solo tuvo una existencia nominal, parcial, espasmódica, pues el antiguo régimen formaba un bloque autoritario a través de los siglos, minada por la crítica y la ciencia que preparaban las posibilidades de una vida más libre, enmohecido, embotado por la ineficacia creciente, pero que por su inercia misma se sostenía en pie pese ha haber sido vanamente asaltado en algunas ocasiones por la rebelión conciente o la provocada por la desesperación. Así como en nuestra época, antes de 1917 el mundo socialista se había habituado a considerar el derrumbamiento de un estado moderno como algo casi imposible, quedando perplejo ante la caída relativamente fácil y después de los primeros golpes de azadón, casi automática del zarismo ruso, del mismo modo antes de 1775, cuando la guerra de la independencia americana, no se esperaba un hundimiento tan rápido y total; del antiguo sistema y se concebía aun menos un socialismo que fuese el resultado de la voluntad conciente de una gran parte de un pueblo.
No había, pues sino fragmentos dispersos de socialismo y en la esperanza y en la imaginación fincaba la idea de una justicia competitiva de la vida de ultratumba: el paraíso, el elíseo, el cielo de huríes de los mahometanos, el cielo del valkyrias de los pueblos germánicos del Norte, así como existía el recuerdo resignado de la edad de oro del pasado lejano, la leyenda de los pueblos felices sin propiedad ni leyes en alguna Escitia mítica, algún Eldorado o isla flotante. Como había verdaderamente pocas rebeliones sociales, como todo dependía en el mundo entonces del arbitrio de los dominadores y como además, se respetaba la ciencia y la educación tan poco extendidas, surgió la idea — expresada en las numerosas utopías — de que el socialismo, o cualquier otro sistema equitativo que se le aproximara, debería ser producto de la sabiduría y bondad de un legislador, de un rey magnánimo o de una asamblea de ancianos sabios y benévolos que lo arreglarían todo. Si a veces se considera deseable un estado de cosas de libertad absoluta, se lo sitúa en un país en el que la naturaleza o algún proceso enteramente fantástico se supone han creado una abundancia también absoluta y convertido en verdaderamente inútiles el trabajo y los demás esfuerzos organizados. Sin duda que los ensayos no han dejado de producir un socialismo cooperador de medidas precisas y previsoras contra el pauperismo -me refiero al colegio industrial de Bellers en el siglo XVII, etc.-, pero el esfuerzo reformista inmediato y la aspiración socialista lejana se mezclaban, con lo cual tales proyectos constituyen por así decirlo la contrapartida protestante de la asistencia a los pobres practicaba por los conventos en los países católicos.
Puesto que al lado de las aspiraciones socialistas lejanas, que rara vez fueron expresadas claramente y que en general daban lugar a encogimientos de hombros, a vagos cumplimientos sin constancia o a una burla insípida, problema social estaba siempre ante el mundo, el descontento se manifestó por los que se puede denominar todos los medios de la lucha sindical y a veces de grandes rebeliones de obreros y campesinos, pero la autoridad triunfó siempre mediante la represión más cruel y sangrienta, mediante el burocratismo estrangulador de las corporaciones forzosas y las cataplasmas de una caridad primitiva y precaria administrada por conventos o casas de trabajo obligatorio (work-houses); por otro lado la resistencia se hallaba aun en mantillas, apenas representada aquí y allá por el compañerismo y era nula entre los campesinos y labradores. La relativa ausencia de complicaciones internacionales para el comercio, la producción localizada, la vida frugal, la gran mortalidad (falta de higiene) que contrabalanceaba los nacimientos, todo eso hacia posible aquel antiguo régimen que dividía a los hombres en privilegiados y el pueblo, que mantenía el orden por medio del patíbulo, la tortura y el látigo, que llenaba los estómagos demasiados vacíos a las puertas de los conventos o en las work-houses, en el cual la ausencia de ciudadanos higiénicos y medicales eliminaba a los menos endurecidos. Ante tal sistema, que se creía y se decía sempiterno, acumulábase ante todos la rebelión destructiva y los espíritus enérgicos contribuían a ello; soñar con socialismo en aquel infierno fue entonces verdaderamente labor de algunos soñadores generosos que habrían continuado soñando durante siglos, pero no fueron ellos los que en primer lugar pusieron las manos en la masa para derrumbar ese antiguo régimen, sino que más bien se convirtieron en sus victimas directas, concientes de la esclavitud material, la opresión intelectual y la ineficacia creciente del viejo mecanismo autoritario frente a la vida modernizadora y sus necesidades.
Había, pues, una gran cantidad de hombres deseosos de reformas inmediatas políticas y sociales más o menos avanzadas, y un número mínimo de hombres de aspiraciones socialistas, pero que aun no habían establecido ningún contacto serio entre el sueño lejano y la acción inmediata que los demócratas revolucionarios consideran como la primera labor a realizar. Sin duda había muchos más socialistas que los que se sabe, pues no solamente es preciso contar a los autores de libros socialistas de entonces, sino también a sus lectores, pero en la práctica la mayor parte de ellos se confundía con los demócratas y participaba en la lucha directa.
Es sabido que durante la revolución francesa existió la costumbre -por acto de autoridad de las asambleas o comités (continuadores de la autoridad real secular)- de querer arreglar la vida económica desde arriba, a veces con un verdadero deseo de justicia social, otras, en provecho del burguesismo creciente y ambicioso, y otras más, a favor del estatismo fiscalista, pero en materia de socialismo no existía sino la idea también autoritaria de Babeuf y de Buonarroti de redactar de antemano una cantidad de decretos imponiendo un comunismo forzoso y de conspirar, con algunos demócratas descontentos, para implantar con su ayuda una dictadura que debería proclamar ese nuevo régimen, plan frutado en germen por la traición y reprimido con una ostentación cínica y una crueldad feroz, sin que el brazo ni la voz popular se alzasen en apoyo de las victimas.
Así que cuando Saint-Simon y Fourier hablaron hacia 1804 y 1805 aproximadamente en Francia y Robert Owen fustigó en 1815 los efectos del maquinismo, no había en Europa ningún público socialista; a lo sumo había partidarios de Babeuf en sociedades secretas continentales, adherentes de Godwin en los medios raciales ingleses, y solo dos hombres hablaban altamente de ideas sociales avanzadas, Thomas Spence, el primer propagandista popular a quien su sectarismo o en las maneras untando estrechas y extravagantes de su propaganda aislaban sin embargo, y Precy Bysshe Séller el joven poeta socialista y ateo, fascinado por Godwin, el cual trasladó a sus poemas mucho de su ardor socialista, pero a quien su verdadero genio poético aislaba inevitablemente de una propaganda práctica.
A pesar de todo, esos pocos hombres, menos numerosos que los muchos diletantes del socialismo de las utopías del siglo XVIII, pero ricos en experiencia por haber asistido o presenciado los acontecimientos ocurridos de 1775 a 1815 -guerras revoluciones, maquinismo y hundimiento de todo el viejo mundo-, concibieron entonces sistemas socialistas en gran escala o propagaron las ideas con un arranque y una energía de la vida pública, desarrollada ahora, poco extendida y encerrada en aquel tiempo en los salones y cafés literarios, ayuda a explicar. Federaciones mundiales, amplia experimentación, educación colectiva intensa, grandes organismos y sus interrelaciones a través del globo, todo ello pareció posible, realizable a esos primeros socialistas de gran envergadura, y era inevitable que los trascendentes acontecimientos de aquellos cuarenta años imprimieran a sus concepciones su ritmo, sus medios enérgicos, sus proporciones. En una palabra, el socialismo anterior que era, suave o severamente, educador, regulador, dominador y del carácter ciertamente ultrautoritario de los acontecimientos de 1775 a 1815, nacieron concepciones socialistas autoritariamente educativasen grados diferentes, las cuales no despreciaban o no ignoraban la libertad, pero la relegaban a un periodo de mayor perfección, fiándose, para el comienzo, de los consejos de los sabios, de la autoridad de la enseñanza, de la fidelidad a las doctrinas elaboradas por los grandes iniciadores.
Este socialismo era voluntarista y asociacionista, depositaba su fe en la cooperación espontánea de los hombres progresistas que, poco a poco, harían reconocer el buen sentido y la utilidad de sus planes hasta obtener el apoyo necesario para realizarlos lentamente. El que no triunfaran se debió más a la inercia general que a los obstáculos directos. A mi entender cometieron la gran torpeza de no solidarizarse desde el principio todos los esfuerzos socialistas de cualquier matiz, y creer, por el contrario en la infalibilidad de cada sistema y en lo absurdo de todos los demás: así, la pluralidad de los socialismos que hubiera podido y debido ser una gloria fue, desde el comienzo, su maldición; apenas se contaban algunas decenas o centenas y ya el bueno Fourier debía gritar contra «las trampas y el charlatanismo» de «las dos sectas de Saint-Simon y Owen» 1831, etcétera.
Antes de estar divididos en autoritarios y libertarios, los socialistas lo estuvieron ya en escuelas intolerantes, proclamando lo verdadero y lo falso, lo blanco y lo negro, lo bueno y lo malo, lo razonable y lo absurdo, según los fallos de cada escuela. Ha sido esta desgraciada disposición de espíritu heredada del sectarismo religioso, de la pedantería de los pedagogos, de la monomanía de los profetas alucinados, la que ha envenenado al socialismo, ella es el vivo equivalente del nacionalismo contra el internacionalismo, del egoísmo contra el altruismo, del propietarismo como el colectivismo, la encarnación de la estrechez y la mezquindad contra la amplitud y la generosidad; es, en suma, una bastardía entre las aspiraciones nobles del porvenir — solidaridad general, humanismo integral, libertad completa — y las cualidades monopolistas, propietaristas, dominadoras que los hombres arrastran consigo como herencia maldita de un pasado autoritario, fanático, ignorante, estrecho y cruel.
Es evidente que el socialismo apenas formulado no podía triunfar, pero hubiera recibido desde el principio un fundamento más sólido si los socialistas de matices diversos hubieran tratado de ayudarse en vez de procurar refutarse y destruirse mutuamente. Al lado de la inercia secular existía también entonces la avidez reciente de la burguesía de gozar de los beneficios del nuevo maquinismo, de los nuevos medios de transporte que ampliaron las bases de sus empresas antes tan localizadas.
Pero este desarrollo de la producción y del comercio no se efectuó sino a costa de sufrimientos verdaderamente enormes de los obreros de entonces, lo que impulsaba a estos a pensar exclusivamente en su defensa personal contra el maquinismo que les ahogaba y debido a lo cual no pensaban en el socialismo aun lejano, sino en sus asuntos inmediatos que defendían a través de la violencia directa (destrucciones de maquinas), movimiento rápidamente estrangulado, o bien mediante un tradeunionismo, obligado a ser clandestino en sus comienzos, que practicaba bastante el sabotaje para defenderse, bien queriendo conquistar el poder político en el estado presente (movimientos por la franquicia electoral; el cartismo). Esto ocurrió en su mayor parte en Inglaterra, y en Catalunya se desarrollo también untradeunionismo más impregnado de socialismo inglés. En Francia los obreros fueron absorbidos por el republicanismo, y solo en una pequeña parte por el babuvismo que Buonarroti dio a conocer con su gran libro en 1828 y que resulto ampliamente propagado en Francia a partir de 1830. De él surgieron tres grandes corrientes especiales: el blanquismo, continuador directo de los golpes de mano y la dictadura comunista de Babeuf; el sistema de Louis Blanc, comunismo organizado e impuesto por un Estado, a la cabeza del cual y por medio (por ejemplo, las elecciones después de una revolución) habrían sido colocados los obreros: es, pues, un blanquismo legalitario, la dictadura estatal; y el sistema de Cabet, quien para comenzar, propuso la fundación de una Icaria comunista en América, pero que también de haber podido, hubiera querido imponer autoritariamente su sistema en toda Francia.
Son pues, estos cuatro matices, Babeuf-Buonarroti, Blanqui, Louis Blanc y Cabet, los que representan el comunismo que reclama la incautación del poder supremo para imponer su sistema igualitario a la comunidad entera. Y en esto apenas si trata de las cualidades autoritarias de esos sistemas que no son deseadas: cada uno cree de buena fe que su sistema representa el máximo de libertad que sería prudente confiar a una sociedad, grande como la de Louis Blanc o pequeña como la Icaria experimental de Cabet. Mas cada uno se otorga el derecho absoluto de emplear la fuerza violenta directa o la fuerza legal de violencia indirecta, cada uno proclama la dictadura de su voluntad para imponer su sistema a la sociedad entera. Y eso se hizo en una época, de 1828 a 1848, en la que — sin insistir sobre la crítica anarquista muy rara, pero efectuada por un hombre de la enjundia de Proudhon — se tenia por ejemplo a la Destinée sociale de Considerant y a los libros de Constantino Pecqueur (verdaderos clásicos de un asociacionismo federado y de la comuna integral, que hubieran podido servir para echar los fundamentos de un socialismo cooperador autónomo y federado en gran escala, correspondiente a los planes análogos de William Thompson y Robert Owen en Inglaterra) al asociacionismo fourierista y al mutualismo individualista ingles, todos núcleos iniciales de una producción y distribución socialista internacional, si se hubiera querido. En esos mismos años, entre 1830 y 1848, comenzaron a desarrollarse las cooperativas, producto de tanteos iniciales más que modestos, y ¡ved lo que han hecho a ser hoy! En ese mismo periodo los ferrocarrileros, los barcos de vapor, el telégrafo, un número enorme de fábricas, factorías, organizaciones de crédito, etc., cuyos orígenes fueron muy modestos, se multiplicaron y mirad a donde han llegado en nuestro tiempo. Me parece increíble que, en esa época y hasta nuestros días, no se haya realizado un poco de socialismo efectivo; es cierto que desde entonces se han fabricado electores y organizado socialistas por millones, pero ¿Dónde esta su obra? Su impotencia persiste de año en año, sea cual fuere el aumento en cifras. Se me dirá que tienen en su poder a la gran Rusia y a Siberia más grande aun: es verdad, más hoy mismo son sus adherentes degollados a millares en Cantón. Se me dirá que son ministros y han formado gabinetes en diferentes países, o que controlan grandes municipalidades: también es exacto pero esos ministros, como todos los demás, hacen y preparan las guerras y la miseria impera en muchas municipalidades, sean socialistas o no. Las fuerzas obreras socialistas, que no se preocuparon de fundar un socialismo creador en una época en la que el mundo se hallaba en un recodo de su historia (el capitalismo moderno estaba en sus comienzos), han sido concentradas en una actividad por la conquista del poder político y se hallaban todavía fascinadas por ese trabajo sin fin, sin salida: pues si bien han crecido desde hace un siglo, las fuerzas capitalistas han aumentado en una proporción mayor aún. Basta comparar la cantidad de elementos dispuestos a una revolución social en Inglaterra de entonces y del desarrollo de su capitalismo con las proporciones enormes del capitalismo y el arraigo mínimo del sentimiento revolucionario en los Estados Unidos actualmente.
¿Acaso no se ve en que grado este siglo de caza porfiada de poder político ha separado al obrero del socialismo? Para el comunista de hace un siglo el socialismo fue el trabajo solidario directo en armonía y libertad con sus camaradas; para el comunismo de hoy, en Rusia no existe tal trabajo: entre el y el trabajo hay una inmensa jerarquía, burocracia y papelería, y él es una nulidad obligado a una obediencia pasiva al lado de sus camaradas igualmente impotentes en los vastos talleres que pertenecen nominalmente a la nación lo cual es para él lo mismo que si se pertenecieran a una sociedad anónima de un hombre cualquiera o un capitalista individual. Tal situación no puede conducir a progresos en la buena producción, el trabajo bien hecho, en la abundancia de productos que esperamos de un verdadero socialismo y que hará posible y duradero el comunismo más digno de este hombre., el que implica trabajo libre y producto libre. Por el contrario, semejante comunismo estatal determina la indiferencia, la escasez, por lo cual es preciso apuntarlo continuamente con expedientes hasta que un día se hunda para dejar paso, quizás, a una feroz reacción individualista. Un pueblo que debe soportar este socialismo impuesto desde arriba no es, pues, alimentado con el goce de un ideal social que se vaya realizando y resulte cada vez más tangible, sino que se siente arrancado, separado de este ideal y por el contagio, de todo otro ideal y esperanza: cae de la Scila del capitalismo en la Caribdis de estatismo a todo precio, permanece penetrado de sorda desconfianza, sufre una fatalidad ineluctable y raramente intenta hallar protección en la rebelión y la búsqueda de una verdadera libertad, sino, generalmente, en el ¡sálvese quien pueda! individualista, egoísta, lo que vemos hacer a la enorme masa de campesinos rusos, mientras los obreros tascan aún sordamente su freno y desarrollan, un escepticismo mudo y pasivo que un día había de entorpecer al organismo económico en un grado que toda la burocracia comunista, por numerosa y potente que sea, no logrará poner en marcha con un mínimo de eficacia: entonces vendría el fin.
Lo que el comunismo autoritario ha podido conseguir es, por tanto, un estado de cosas nada satisfactorio y, nosotros creemos, no viable a la larga: es preciso admitir que si todo eso se produce en una muy grande escala, su cumplimiento resulta dudoso: a una catástrofe muy amplia todo el mundo preferiría otra menos extrema, o absolutamente ninguna catástrofe. ¿Cómo de los pocos grupos de los años 1830-1840 inspirados por Buonarroti y Blanqui, Cabet y Louis Blanc, han salido los millones a quienes estas cuestiones ponen hoy en movimiento? Buonarroti permaneció siempre en la sombra, Blanquiconspiró y salió cuatro o cinco veces a la calle para luchar abiertamente, Cabet fue propagandista celoso, polemista encarnizado y fundador de una comunidad minúscula y poco floreciente en los Estados Unidos, y Louis Blanc, periodista e historiador, hombre de estado, en 1848, de los menos logrados, de los más rápidamente derribados por otros más astutos y desde entonces reliquia respetada, cada vez más moderada a estos hombres les faltó siempre el concurso del pueblo que los veía hacer y a veces los aplaudía, pero que les abandonó a sus perseguidores, dejando a Buonarroti extinguirse oscuramente, a Blanqui pasar más de treinta años en la cárcel, a Cabet agotar sus últimas fuerzas en las querellas y miserias de su pequeña Icaria lejana, y a Louis Blanc ser desterrado en plena primavera de 1848, incluso antes de junio y consumirse después en Londres como notabilidad republicana y socialista en plasmada en vida. Ese comunismo, a pesar del esfuerzo abnegado de muchos adherentes, no tuvo ningún arraigo en el pueblo.
¿Qué hacia el pueblo durante todos esos años?
Gracias a los impulsos del periodo de 1775 a 1815 antes descrito, no había ya relapso ni estancamiento en Europa, por poderosos que fueran los reaccionarios que quedaron en el poder o volvieron a ocuparlo en 1814-1815. El maquinismo inglés desencadenó esa defensa de los obreros, mitad política y mitad económica, de que he hablado y la reacción en el continente no hizo más que fomentar el liberalismo, la democracia y el republicanismo (aquí dejaré al margen el nacionalismo que ya he discutido en otros artículos hace algún tiempo). Surgieron, pues grandes partidos de reforma política y grandes organizaciones y movimientos de reforma social, entregándose todos a la defensa y ataque inmediatos, a la protección a la conquista de las libertades políticas, a la defensa de la vida de los obreros y a las reformas sociales. Tales fueron el cartismo, el tradeunionismo, la lucha por el libre cambio (contra los derechos de entradas sobre el trigo), por el acortamiento de las horas de trabajo y la protección higiénica de los obreros etc., en Inglaterra; la lucha por el sufragio universal, por las constituciones, por la emancipación de los campesinos, contra el feudalismo etc., en los países del continente de Europa. Todo eso puso ya en movimiento hacia la mitad del siglo pasado a centenas de millar, si no a millones de hombres del pueblo y de la parte progresista de las clases medias. Así se formo en Inglaterra ese gran cuerpo del trabajo organizado, el bloque de la trade-unions, un cuerpo de espíritu muy moderado, estrictamente interesado en las cuestiones obreras del presente, pero que defiende esa causa restringida y limitada con una tenacidad incomparable. En Francia, el sufragio universal de 1848 acarreó la formación del partido de la república democrática y social, compuesto de burgueses y obreros no socialistas, pero deseosos de un régimen radical, laico y de reforma social prácticamente fue un partido arrastrado en dos direcciones, de un lado por sus miembros no socialistas yantisocialistas, de otro por sus adherentes socialistas, los socialistas no sectarios, no exclusivistas que querían de este modo cooperar con todos los elementos progresistas contra las reacciones que desde el principio corroían a la República de 1848 -el burguesismo insaciable inmitigado, genero Thiers y Cavaignac, el bonapartismo, el clericalismo, etc.- y todos esos elementos eran también hostiles o escépticos para con los comunistas autoritarios dictatoriales (género Blanqui) o al parecer poco prácticos (género Cabet). Por lo demás es sabido que esa conjunción se efectuó demasiado tarde que las jornadas de junio de 1848 habían ya cerrado el corazón del pueblo contra todos los partidos lo que demostró con su abstención el 13 de junio de 1848 y más aún en París después del golpe de estado del 2 de diciembre de 1851. De igual modo en otros países de Europa el pueblo desengañado por la ineficacia en el mejoramiento de su suerte social de los movimientos de 1848, los dejo perecer sin prestarles su verdadero apoyo en la segunda mitad de 1848 y en 1849. Es preciso exceptuar las luchas nacionales de esos años que a veces, tuvieron una resonancia y una ayuda mucho más populares que las luchas políticas para rechazar la contrarrevolución.
Había, por lo tanto, a mediados del siglo XIX: 1) socialistas de diversos matices, teóricos y críticos aislados y pocos militares; 2) los comunistas autoritarios antes descritos -más o menos acosados, presos, desterrados, sin relaciones fuera de su pequeño circulo devoto-; y 3) obreros organizados para la lucha presente (cuestiones del trabajo) y demócratas políticos con simpatías sociales, pero sin fe ni convicciones socialistas.
A mi entender, el papel histórico de Kart Marx consistió en haber pugnado por una cooperación de la segunda y tercera de esas categorías y la eliminación de la primera. Su táctica fue ante todo elástica yproteiforme, tendió siempre a obtener la dirección de la tercera categoría -las masas obreras organizadas y la masa de los demócratas sociales-, a ir con esas masas de obreros y electores a la conquista del poder, bien en el sentido de Blanqui, por la incautación directa -lo que hizo más tarde Lenin-, bien por las vías de Louis Blanc, una incautación indirecta del Estado por el parlamento (lo que desea hacer, y hace allí donde puede, la socialdemocracia).
Lo que caracteriza a este método es — en mi opinión — su esfuerzo por hacer socialismo por producir el socialismo con no socialistas o con hombres apenas imbuidos del espíritu socialista. Marx sustituye a los verdaderos socialistas con las masas, cuya condición de obreros y defensa cotidiana presente hace entrar en los sindicatos y los electores a quienes la opresión política actual pone descontentos; así atrae al gran número a su lado, pero en ese vasto medio los únicos socialistas son él y los pocos verdaderos comunistas autoritarios. Estos les impulsa a dominar a esas masas, si no fueran ya autoritarios de antemano. Existe pues, siempre la dictadura intelectual y organizadora y cuando es conquistada una posición esta dictadura se hace gubernamental y jerárquica, como la del partido bolchevique sobre los numerosos millones del pueblo ruso. De esto resulta un socialismo ficticio, convencional, otorgado, la sombra, el fantasma, a la fachada de un socialismo, jamás su realidad: pues también padecen un craso error los que se figuran que con este método impositivo poco a poco el pueblo comprenderá y amará el socialismo. No, esto es tan poco probable y posible como la educación de un niño al que con bofetadas y palos se intentase persuadir de la necesidad de aprender sus lecciones y amar y practicar los temas de sus estudios; por el contrario, los detestaría. Este método no produce resultados duraderos, puede conducir a usurpaciones, como los Bonaparte y Mussolini han llegado a usurpaciones tan logradas (mientras eso dura...), pero el socialismo nunca puede ser improvisado así: será un producto orgánico o no será.
Esta celosa táctica, tan diligente para la regimentación de las masas, tiene por complemento el rechazo sistemático de todos los demás matices del socialismo. Si Cabet los «refuto» todos por tozudez estrecha, Marx los rechaza por principio, y así ha logrado ampliamente romper para sus adherentes la continuidad y las afiliaciones del socialismo; prevenidos de antemano contra todos los otros socialismos por las polémicas y gruesas palabras de Marx, sus adherentes han llegado pronto a ignorarlos, a no sentir por ellos más que compasión o despreció y si aún los ve en pie, odio. Lo que Marx debió conformase con hacer en palabras contra Proudhon, en intrigas contra Bakunin, lo ha hecho la socialdemocracia en persecución más directa, y los bolcheviques lo hacen por todos los medios de una represión más que zarista. La usurpación ya teórica (Marx), ya muy práctica (bolchevismo), causa al fin y al cabo un malestar de conciencia, e instintivamente el usurpador cree necesario suprimir a los testigos y críticos de su crimen. ¡Qué quimera pensar en el triunfo total de esto, figurase que cesará la marcha hacia el verdadero ideal socialista porque algunas circunstancias favorables han permitido la usurpación de noviembre de 1917.
Aquí no hablare de las ideas propias de Marx sobre la evolución del capitalismo y su derrumbamiento final a favor del socialismo. Sin duda alguna él llegó a esas conclusiones después de cuarenta años de grandes estudios, terminados con su muerte en 1883; ante todo convendría saber lo que el nuevo periodo histórico, abierto precisamente cuando él desapareció (la incautación capitalista de África: Egipto en 1881, Conferencia internacional del Congo en 1883, etc.), y que ha conducido a través del imperialismo colonial, el nacionalismo europeo resucitado, las grandes guerras, el apogeo del capitalismo en los Estados Unidos, etc., a una crisis universal crónica o pasajera -¡quien lo sabe!-, convendría saber repito, lo que este periodo habría enseñado a un observador como Marx. De todas las formas pienso yo que si la llegada del socialismo dependiera de esa gran incautación que culmina en el derrumbamiento del capitalismo, su pretendida instauración en Rusia por un concurso de circunstancias en 1917 no respondería a esa predicción, sino que seria más bien un fenómeno de otro carácter, un incidente más que un hecho natural inevitable, un parto prematuro o un aborto antes que un nacimiento normal, sano y de buen augurio. Si fuera posible acelerar el socialismo con un golpe de mano audaz estilo Blanqui y Lenin, la evolución natural (Marx) y la revolución legal (parlamentarismo socialdemócrata) serian inútiles. El marxismo profesa en realidad tres métodos: esperar a que el fruto maduro caiga, mayoría parlamentaria legal y golpe de mano o golpe de Estado tienen, así, siempre razón a sus ojos. Pero será más que triste que la buena semilla socialista, sembrada a producir las más bellas flores y los más dulces frutos, se viera cubierta por esta mala hierba invasora y usurpante del marxismo, encarnación del comunismo autoritario moderno, que debería llamarse mejor autoridad de algunos comunistas sobre el pueblo y sobre toda otra forma de socialismo, usurpación odiosa si jamás hubo alguna.
Capítulo III
No me ocuparé aquí de describir el comunismo libertario cuya más bella expresión, la anarquía integral, es conocida por tantas descripciones en todos los países. Me parece menos importante agregar una más a ese número de examinar los vínculos de todas estas concepciones libertarias con el mundo que nos rodea. Hemos visto la estrechez y la intolerancia desoladoras del comunismo autoritario que tenemos ante nosotros en su realización bolchevique y en sus aspiraciones socialdemócratas o socialistas legalitarias que conducen al mismo fin: la imposición de un sistema único por vía autoritaria y ¡vaevictis de los socialistas de otros matices que no se prosternen ante los nuevos años! No los imitemos o, de lo contrario, caeríamos más debajo de su nivel. No les opongamos a nuestra vez algún sistema único, un programa o una plataforma, sino abracemos en una solidaridad amplia y abierta a todos lo voluntario, libertario y solidario, sin ocuparnos de establecer medios para la longitud, latitud y profundidad de nuestro organismo o libertarismo.
Resulta verdaderamente lamentable que se haya dejado extinguir las concepciones sociales más antiguas y desaparecer su literatura, sin seleccionarlas mediante verificaciones experimentales. Lo es también que concepciones tan ampliamente extendidas como el colectivismo anarquista de la internacional hayan sido condenadas y abandonadas en un momento dado, y que incluso la idea tan natural de Mella y otros, de no prejuzgar sobre esas cuestiones sin experiencia y de admitir la pluralidad de las hipótesis económicas, sea letra muerta desde hace mucho tiempo. Recientemente todavía la escisión entre comunistas e individualistas en Francia, en vez de disminuir, ha sido ahondada más profundamente, aunque no del todo sin protestas. Como en todo ellos se trata de lo que advendrá en un tiempo no muy próximo — al paso que van las cosas — y en circunstancias generales y esenciales que no podemos prever, me parece que se disminuye siempre más nuestro ideal libertario, convirtiéndoselo — en palabras y escritos — en una joya más maravillosa cincelada, pera también más pequeña, más esencializada, menos visibles y comprensible a un número suficiente de hombres que, no digo siquiera que los realizarían, pero que tolerarían al menos su realización en un medio más o menos localizado.
Por el contrario, me parece que las grandes líneas de nuestras ideas deberían ser impresas en el propio cielo con letras llameantes, pero que el detalle debería ser dejado a la experiencia y a las predicciones de los que realmente podrían dedicarse a ellos. La experiencia será necesaria porque siempre se deberá construir con los materiales que se tenga a la mano en el momento dado, y la predilección dará el impulso, reunirá elementos armónicos e intensificará la eficacia de lo que se haga.
En el pasado Proudhon fue grandioso en su critica, pero demasiado estrecho, unilateral, especializado en sus proposiciones económicas, y grande otra vez en sus proyectos de federación. Bakunin comprendió maravillosamente que se trataba de una demolición general y que el paso siguiente sería la creación de un marco amplio, solidamente garantizado contra las recaídas y las reacciones — asociaciones federadas — y que entonces la vida misma, la nueva experiencia, las nuevas posibilidades, voluntades y necesidades llenarían ese marco. Eliseo Reclus, para quien el comunismo (todos para todos) era inseparable de la anarquía, se guardo muy bien en teoría, así como en la táctica, de proponer algún programa, conociendo como conocía por sus estudios la infinita variedad de los hombres y de las cosas. Había llegado a la idea de que había abundancia y que, así, el funcionamiento de todos los matices del comunismo y la práctica amplia y generosa de la solidaridad serian fácilmente realizables, punto importante sobre el cual estamos menos tranquilos en nuestra época mucho más dura. Kropotkin examino cuidadosamente este ultimo problema serio, sus conclusiones me parece demasiado personales, demasiado especialmente aplicables a ciertos casos, para ser consideradas como resultados generales: para mi, se ha convertido en uno de los autores a quienes se sigue con encanto cuando se considera su trabajo como una obra puramente personal, una hipótesis, una utopía ingeniosa y deliciosa para sí, pero que uno se siente impulsado a contradecir mucho si se conceptúan sus escritos como enseñanza general. Malatesta, también para mí, evoca mucho menos contradicción, y en sus trabajos a partir de 1919 me parece que sienta las bases de una crítica y revisión seria del anarquismo convencional, de ese anarquismo que no ve ninguna dificultad, que no profundiza ningún problema, que dice siempre las mismas cosas y que se diría espera a que un buen día la humanidad entera llame a su puerta para que él la salve, y que entonces, según lo que ha sido escrito en algunos programas, artículos y folletos, él la sacara de su apuro; las cosas no alcanzan un grado semejante de simplicidad. Ricardo Mella, Voltairine de Cleyre y Gustav Launder son, según mi impresión, los autores que con Eliseo Reclus han comprendido mejor la amplitud y variedad que es preciso dar a las ideas anarquistas que, si algo valen, vivirán su propia vida, imposible de prever, y a las cuales es absurdo querer comprimir en formulas y enclaustrar en limites.
Cierro esta pequeña lista cuyo único objetivo es señalar — aparte de un poco de nuestra riqueza en pensadores de valor no común — que la anarquía se halló siempre en pleno movimiento y que sería un error considerar todas sus proposiciones como definitivas y dormir sobre los laureles del pasado. Felizmente, si algunos no tienen en cuenta este hecho, muchos otros piensan en él y las ideas, un tanto cristalizadas durante algún tiempo, son lanzadas nuevamente en el crisol.
Evidentemente, lo que todos buscamos es la vinculación de estas ideas con la vida popular. Interesar directamente al pueblo en el cambio de productos, como Josiah Warren y Proudhon lo intentaron, ofrece muy pocas garantías a los hombres de la vida de todos los días que buscan ante todo una seguridad rutinaria, la ausencia de peligro. El experimentalismo, por útil que sea, no ha sobrepasado nunca límites muy reducidos; los planes más amplios de Gustav Launder han muerto con él. El instinto de rebeldía que Bakunin esperaba poder despertar en el pueblo, donde, según él, dormitaba, es muy recalcitrante: esta combinación con tanta prudencia y desconfianza que solo aparece cuando el hilo se halla bien roto y derretido, cuando es gran número y cuando las responsabilidades personales son muy reducidas. Pero si Bakunin estimaba entonces que los instintos populares eran en el fondo antiautoritarios, antiestatales, ello pudo ser así en su época; hoy, esos instintos me parecen estar manchados de una autoridad emboscada que sería la primera en manifestarse, pues la humanidad, desde el tiempo de Bakunin, ha pasado por todas las formas de la autoridad y desgraciadamente, por ninguna — exceptuemos la ciencia y las artes — de la libertad. Kropotkin también particularmente entre 1879 y 1882, creía en la rebelión popular ¡oh! tan próxima, pero aun se hallaba lejos... y diez años más tarde hubo otra vez muchos sacrificios para hacer brotar las chispas que inflamarían el polvorín de la rebeldía popular, pero el incendio no se produjo.
Entonces, hacia 1898, llegó el momento de la gran aproximación al pueblo trabajador con el sindicalismo. Cosa muy útil por que hacia viable a los anarquistas la propaganda, los consejos, la acción práctica directa en un medio de obreros unidos a ellos por intereses comunales y una solidaridad ideal y práctica. Pero estos casos fueron probablemente en un poco tiempo raros, y habitualmente el englobamientoasimilaba más bien los anarquistas a los sindicatos que los sindicatos a los anarquistas. Esto ha debido ser diferente allí donde el sindicalismo fue de antiguo anarquista e internacionalista como en España, pero en Francia y los demás países los sindicatos tenían un pasado no anarquista; además, la propia vida interior de los sindicatos, su política y el enfrentamiento permanente entre diversas tendencias sindicalistas, todo eso, en fin, ha producido más una historia llena de altercados y polémicas, de grandes odios y grandes pasiones -como la historia de las diversas patrias-, que una cooperación eficaz contra la burguesía y menos aún que una amplia expansión de la idea anarquista. Antes bien, pronto se dejo oír la divisa sublime «el sindicalismo se basta a sí mismo», y se empezó con amor a lanzar por la borda las ideas infiltradas, consideradas como totalmente inútiles.
Queda por enumerar el apoyo que una gran parte de los anarquistas rusos prestaron de buena fe al bolchevismo en 1917-1918, para recibir un cruel desengaño a partir de la primavera de 1918, los últimos a partir de 1921 y la fascinación, igualmente buena de fe, de algunos anarquistas por el mismo partido en otros países que no Rusia, asunto de falta de informes directos y correctos ya terminado desde hace varios años, de manera que hoy un pequeño número ha quedado adherido al bolchevismo y se ha perdido completamente para nosotros, mientras que todos los demás ven muy claro esta cuestión.
Recordemos también la guerra, en la cual tuvieron lugar semejantes vacilaciones, y el fascismo, que ha planteado el problema de la cooperación o no colaboración con los otros partidos antifascistas, socialistas, comunistas, radicales, etc. Y para terminar, no olvidemos que una cuestión de humanidad pura une en estos últimos tiempos a gran número de voces protestatarias humanitarias, socialistas y comunistas, a las voces anarquistas, que para otra cuestión de humanidad, la suerte de los presos políticos en Rusia, las elevaron altamente, pero carecen de gran apoyo ante los que son el poder en Rusia.
Tal es, aproximadamente, el cuadro en el que la acción y la propaganda anarquista se han manifestado, y aunque se haya hecho mucho y se continue haciendo algo, ello no es bastante. La idea, comunista libertaria debería hallarse más extendida en el mundo, al cual — si en sí misma es amplia — no ofrece programas verdaderamente imposibles de fijar, sino la mejor manera de conducir la vida misma, el llamamiento a la practica de la libertad y al retorno de la dignidad humana tan constantemente sacrificada en el altar de la autoridad, enunciado, en suma, la felicidad y la armonía, la paz y la libertad.
Por sí sola, como teoriza en programas y plataformas, la anarquía no podrá vencer la inercia milenaria creada por la autoridad y su cómplice, la rutina, en el espíritu de casi todos, hasta aquellos que se diría son los más oprimidos y explotados y que, por eso se les supone revolucionarios ignorados. Será preciso el concurso moral, el silencio aprobatorio al menos, de todos los que en un círculo que les es requerido, practican la espontaneidad y la asociación y no intentan erigirse en amos de los demás. Nos agrada creer que el bien es, después de todo, más fuerte en el mundo que el mal. Entonces unámonos a todo lo que hay de bueno y tratemos de hacer el vació alrededor del mal, hasta conseguir eliminarlo definitivamente. Al gran mal de la autoridad es preciso oponer la gran solidaridad del bien. Por querida que me sea la anarquía, me produce siempre alegría cualquier progreso en una esfera cualquiera, porque es el progreso, porque viene a agregarse a la suma de lo progresivo contra la suma, el peso terrible, de lo autoritario y lo rutinario.
Yo no comparto esa manera de considerar al mundo como una podredumbre digna de perecer y de la cual no vale la pena ocuparse, y a los anarquistas como los únicos hombres justos que regeneramos el mundo. Esto sería valido si hubiera un buen Dios que un día nos metiese en una arca como a Noé, ahogase a los demás habitantes de la tierra y nos dejase el terreno libre para fundar la sociedad nueva y continuar la discusión sobre la plataforma. Es poco probable que las cosas sucedan así. Si este mundo esta podrido, también lo estamos en cierto modo nosotros, y cuanto más se pudra, más peligro corremos de contaminarnos. Cuando más saneado esté en cualquier dominio, grande o pequeño, más facilitada se vera nuestra labor, que no es la de persuadir a todo el mundo para que acepte una plataforma o una contra-plataforma o imponer o otros nuestra libertad (¿puede hacerse esto sin autoridad?), sino la de conquistar, de grado o por fuerza, la libertad de vivir nuestra propia vida que será anarquista (¡más bien sin plataforma, por mi parte y dejar a los demás vivir su propia vida con tal que no atropellen nuestro genero de vida y no cometan actos de crueldad sublevante ni de destrucción de las riquezas sociales pertenecientes a todos, ni de monopolización de tales objetos, etcétera!).
Todo este mundo, que consienta una convivencia armónica y sea bastante razonable para practicar algún voluntarismo inteligente y solidario, formará la gran familia de lo que se podrá llamar, según las ideas de los avanzados, el comunismo libertario, y los individualistas libertarios, no vulgarmente egoístas y antisociales, serán bien acogidos siempre entre estos solidaristas libres.
El mundo de comunismo autoritario hará lo que quiera y los individualistas egoístas se sentirán a gusto en él (la Nep debe ya contener algunos tipos de ese género), si invadiera el mundo libre, este se defendería; sin esto, se admitiría que hay hombres de mentalidad diversa como los hay de raza y de color diferente, y cada uno vivirá a su manera.
Sobre una base semejante las fuerzas paralelas, si no aliadas ya, de la antigua y la nueva autoridad, una masa formidable, podrá quizá ser derrotadas por una gran unión de todos los hombres de bien. Me parece improbable que se pueda conseguir esto a través del rigorismo doctrinario.
[1] F. Montseny publica este texto en 1928. (NE)