Nicoló Converti
República y anarquía
El hombre nació libre y en todas partes está encadenado.
Hay quien se cree dueño de los demás y es más esclavo que ellos.
Rousseau.
Diremos algo sobre la República para ver si ésta puede resolver la cuestión social, es decir, si puede hacer que los trabajadores sean económicamente independientes asegurándoles no tan sólo el trabajo, sino los medios del trabajo; si puede hacer de modo que la sociedad no esté dividida en dos clases distintas, los capitalistas, los patronos, de una parte, y los trabajadores, los esclavos, de otra; si puede emanciparles políticamente, de modo que cada uno halle no un límite — la libertad limitada no es libertad —, sino ayuda en la libertad ajena. En pocas palabras: diremos si la república puede asegurar al trabajador pan, libertad, trabajo y amor.
Aquí debemos orillar un equivoco que nace de un desconocimiento completo de nuestros principios o es hijo de la mala fe. Declaramos una vez más que la cuestión social no es para nosotros puramente económica, sino política y moral. Los anarquistas no se han jamás preocupado solamente de la cuestión del estómago, como tan ignorantemente o de tan mala fe se repite. En substancia: somos comunistas en economía, anarquistas en política: la patria querémosla sustituir por la fraternidad humana; al puesto del matrimonio legal queremos el amor libre en el seno de la libre familia; tampoco somos extraños al arte y a la belleza. Como se ve, los anarquistas no se ocupan solamente del estómago; se preocupan asimismo de la mente y del corazón. Pero educados en la escuela del positivismo, no ignoramos las leyes de la biología, la cual nos enseña que en toda función el organismo pierde un tanto o cuanto de energía que es necesario recuperar. La más leve acción mental no acompañada de ninguna manifestación muscular, la acción menos intensa del corazón, la más pequeña actividad de los tejidos de secreción tienen por resultado final acrecentar el consumo, y si la salida supera la entrada, o como dicen los fisiólogos, si la egesta supera la ingesta, tendremos un déficit y el organismo se verá obligado a comerse a sí mismo, o por decirlo en términos científicos, tendremos la autofagia. Quien quiera pensar y sentir debe comer. Por tanto, los hombres esclavos económicamente, lo serán también política y moralmente. Y he aquí por qué no nos preocupamos de los quiméricos derechos políticos.
Y ahora, antes de seguir adelante, es necesario que repliquemos a una vieja observación que se nos hace. Se nos dice: ¿por qué vosotros los anarquistas combatís con preferencia a los republicanos antes que a los monárquicos? A lo que respondemos: para nosotros, monarquía y república se equivalen, y si combatimos preferentemente a los republicanos es porque éstos pueden hacer pasar al pueblo por una nueva serie de desilusiones, y porque entre los republicanos, mejor que entre los monárquicos, podemos encontrar elementos susceptibles de convertirse en anarquistas. De otra parte, así como la lucha por la existencia en la escala zoológica es más encarnizada cuanto más afines son las especies animales, así es y debe ser en los partidos: cuanto más son o parecen ser afines, en mayor deber nos sentimos de combatir las demás escuelas revolucionarias precisamente porque, repetimos, con buena o mala fe pueden engañar al pueblo y hacerle pasar por una nueva serie de desilusiones. Y lo que decimos por los republicanos, hacémoslo extenso a los socialistas legalitarios.
Durante el período grecorromano había personas que ni el derecho tenían de llamarse hombres: eran los esclavos, que cual si fuesen bestias o mercancías podían ser vendidos y comprados. En Esparta (que algunos pretenden que estaba organizada comunísticamente, confundiendo el comunismo anarquista con el civismo, con una organización de cuartel) los ilotas eran los productores de la riqueza social, como los esclavos en la Roma republicana. Esta organización de la sociedad a base de la esclavitud se consideraba entonces tan natural, que hombres ilustres de vasta inteligencia como Aristóteles, no sabían concebir una sociedad sin la esclavitud, como ahora tantísima gente, y con ellos los economistas de todas las escuelas, no saben o no quieren concebir una organización social sin el salariado.
Con el advenimiento del cristianismo, aquella esclavitud se fue aboliendo. Fuimos siendo todos iguales; iguales, empero, ante un ente fantástico, ante Dios. Pero surgió en seguida la esclavitud de la gleba. El siervo que trabajaba y el señor que le explotaba y dominaba eran iguales ante Dios. El señor hasta tenía el derecho de pernada, es decir, podía cohabitar con la esposa del vasallo en su primera noche de nupcias. Para mayor ironía, el Papa, señor de los señores, osaba llamarse y firmarse siervo de los siervos (servus servorum), lo que era un verdadero insulto a los que trabajaban y sufrían. El sacerdote era también siervo de todos y sirviendo a Dios cambiaba embustes por dineros constantes y sonantes, y lo que no había podido robarle a una persona en vida se lo robaba cuando iba a servirle en su lecho de muerte. Entonces los reyes, los emperadores, los príncipes, etcétera, todos eran ungidos del Señor, y nosotros éramos esclavos por voluntad de Dios. En nuestra época, a pesar de haberse abolido la esclavitud y la servidumbre, subsiste todavía un estado de sujeción terrible, el del salariado.
Pero la hora de la liberación se va acercando, el alba de nuevos días asoma ya, y así como se abolieron esclavitud y servidumbre, se abolirá también el salariado. Y seremos todos iguales, todos hermanos, porque entonces seremos todos trabajadores.
Éramos iguales ante Dios, somos iguales ante la ley. La sociedad no se preocupa, no se acuerda de nosotros cuando no tenemos pan para aplacar el hambre o una cama donde reposar los miembros. Todo esto a la sociedad no le preocupa y si le preocupa es para quitarse de delante el espectáculo del sufrimiento ajeno, acorralándolo en el hospital o en el hospicio. En cambio se acuerda de nosotros, míseros e ignorantes, cuando por efecto de esta miseria e ignorancia nos convertimos en delincuentes. Entonces nos echa encima, como una bestia feroz, toda su energía. Esta sociedad que no ha sabido asegurarnos el trabajo; esta sociedad que no ha sabido darnos el pan y la instrucción, que no se ha conmovido cuando ha visto que nos moríamos de hambre o que agonizábamos en el hospital, se conmueve y pide venganza y que se le resguarde del delincuente, cuya causa es ella.
El delito no es punible porque es una pena natural que recae sobre la sociedad por haber dejado que la mayor parte de sus miembros vivan miserables y embrutecidos.
Y somos iguales, se nos dice, iguales todos ante la ley. Por añadidura, dícese también, esta ley la hacemos nosotros por medio de nuestros representantes, porque hoy no estamos ya gobernados solamente por la gracia de Dios sino también por la voluntad de la Nación. Y no se crea que la gracia de Dios forma parte solamente de los programas de las monarquías; forma parte integral del programa de los republicanos. La fórmula de Mazzini Dios y el Pueblo equivale a la de por la gracia de Dios y por la voluntad de la Nación. Repúblicas hay que estipendian largamente al clero.
Tenemos, pues, que porque se nos ha concedido el derecho de votar se cree que se nos ha hecho libres, que se ha resuelto el problema de la libertad.
Examinemos brevemente si votando podemos expresar nuestra voluntad. En este rápido examen no entendemos simplemente refutar el sistema parlamentario monárquico, sino también el republicano, o, en otros términos, el sistema parlamentario, porque monárquico o republicano el tipo es único y si hay modalidades diferentes, no están en el parlamento, sino en el jefe del Estado.
Consideremos la cosa concediendo a los adversarios que todo suceda en las elecciones del mejor modo posible, es decir, sin presiones ni fraudes, a tenor de las más puras virtudes republicanas. Y veamos, pues, como expresamos nuestra voluntad en las elecciones. Examinemos los hechos confrontándolos con las declamaciones estériles y metafísicas de los partidarios entusiastas del sufragio restringido o universal.
Se presentan diversos candidatos solicitando nuestros votos con programas vagos, indeterminados, con declaraciones de principios generales. Nosotros elegimos el número que la ley determina; una parte de ellos queda vencida en la lucha. Esta minoría, pues, no puede hacer valer su voluntad; que quiera que no, tiene que subordinarse a la voluntad de la mayoría. Y cuando uno no puede obrar según su voluntad sino que tiene que someterse a la ajena, no es libre, dígase lo que se quiera; es esclavo.
He aquí ya un primer hecho que ni mil sofismas de los políticos podrían destruirlo. La libertad republicana se reduce, por tanto, a la tiranía de la mayoría. Por añadidura, con haber dado nuestro voto no habremos expresado nuestra voluntad, y menos aun sobre las cuestiones que surgen a diario, a cada hora, que sobrevienen después de las elecciones. Los diputados reciben un mandato ilimitado mientras dura la legislatura; nosotros no hemos podido previamente determinar nuestras necesidades ni expresar nuestra voluntad sobre el modo de satisfacerlas. Nuestra soberanía es flor de un día; la abdicamos en manos de los representantes de la nación. Si nuestro diputado es honrado, votará en el parlamento según su conciencia; y no más podemos pretender de él. Ahora bien, obrando así expresará su voluntad, no la de sus electores, los cuales, para el asunto objeto de votación en las cámaras, ni la expresaron ni tienen posibilidad de expresarla, por que, como es sabido, en estos curiosos sistemas parlamentarios, monárquicos o republicanos, los mandatos imperativos están prohibidos, lo que quiere decir, que mientras por un lado se afirma que el parlamento debe ser expresión de la voluntad popular, se prohíbe por otro que pueda ser imperativamente expresada y cumplimentada. Un diputado puede muy bien después de las elecciones, cambiar de bandera y continuará siendo representante de la nación. Las fáciles y múltiples promesas que los candidatos hacen a sus electores para hacerse elegir, no hay modo de hacérselas cumplir si se les antoja o tienen interés personal de cambiar de casaca.
Los republicanos más radicales que se han dado cuenta de esta gran contradicción, han inventado un remedio que es peor que la enfermedad: la revocabilidad del mandato. Es decir, que el elegido será representante mientras exprese la voluntad de los electores, y cuando no, se le quita el mandato. ¿Pero cuándo y cómo expresó su voluntad el pueblo? Una papeleta lleva escritos nombres, no voluntades. A lo sumo le quitaréis el mandato al diputado cuando ya haya votado una ley que continuará subsistiendo aunque sea contraria a vuestra voluntad. Por lo demás, ¿no estamos viendo casi siempre reelegir los mismos diputados aunque hayan cambiado de programa? ¿No hemos visto a menudo, cuando en un distrito se han tenido que hacer nuevas elecciones por defunción de un diputado o por incompatibilidad, salir elegido otro que tiene un programa diametralmente opuesto al del primero? El pueblo continúa siendo el mismo de antes, pero ha votado diferente porque las influencias se han modificado.
Hasta aquí hemos examinado el parlamentarismo bajo el mejor lado; ¿qué no podríamos si lo examináramos en sus fraudes, en las votaciones que son pura comedia cuando se forman los encasillados, una burla cuando las influencias y las opresiones triunfan, un verdadero hibridismo casi siempre y en todas partes?
Los parlamentos, monárquicos o republicanos, no expresan la voluntad del pueblo; son su ficción. Todas estas observaciones que apuntamos fueron ya con mejor fuerza expuestas a los republicanos hace tiempo por Proudhon, por Bakunin, por nuestro Pisacane, que con razón llamaba al sufragio universal una mistificación. El mismísimo José Ferrari escribió:
«No nos hagamos ilusiones; los parlamentos no son menos fastidiosos que los reyes protegidos por leyes de majestad, rodeados de guardias, con sus verdugos, cárceles y horcas a su disposición; están cegados por la adulación, por la codicia, por la irresponsabilidad, y constituyen un pueblo ficticio que tiene el orgullo de la universalidad de los ciudadanos y al cual no se le puede hablar ni pedir audiencia. Encerrado en sus formalidades no existe sino como aparece en su representación y no tiene siquiera la felicidad de Luis XI que consultaba a su barbero, y sin un rayo sin una calamidad pública no se le saca de su letargo».
Los republicanos no han querido hacer caso de todas estas observaciones. Acostumbrados a las declamaciones, creen poder resolver todos los problemas de la vida social con proclamar, escribiéndolas sobre el papel, las palabras libertad, justicia y fraternidad.
No hemos hablado de cómo se efectúan realmente las elecciones: de los disturbios electorales, de los intereses que un candidato crea y saca de quicio, y que originan principalmente la encarnizada lucha en contra o en pro. Las elecciones no se efectúan, no, ha base de programas ni siquiera a tenor de simpatías, sino según los intereses de los caciques electorales.
Para los republicanos, la comedia de las elecciones es la panacea universal. En vez de reconocer que el mal está en el sistema, de desgañitan repitiendo en todos los tonos que si el sistema parlamentario no funcionaba bien era porque no todos los ciudadanos tenían el derecho electoral. Y reclamaron para todos este derecho, y a los anarquistas que no hacemos uso de él nos han llamado provocadores porque nos atrevimos a decir al pueblo, a despecho del entusiasmo de los revolucionarios de mitin, que con la conquista del derecho de votar no se obtiene nada. Pero una vez obtenida esta extensión del voto y satisfechos los demócratas, se está peor aún, pues los parlamentos se han vuelto más serviles. Y los republicanos, a despecho del fracaso, piden todavía la ampliación del voto administrativo, creyendo así que el pueblo va a salvarse.
Hay, no obstante, una parte, la más seria, que no tiene fe en el parlamento monárquico, y estos intransigentes lo esperan todo de la proclamación de la republica, como si siendo electivo el jefe del Estado pudiesen los electores, con la simple papeleta depositada en la urna, transmitir sus pensamientos, sus necesidades y sus voluntades a los elegidos. No ven que hace ya medio siglo que se están haciendo toda clase de experimentos con el sufragio universal y sus modalidades y los resultados son siempre los mismos. Con el imperio alemán tenemos el sufragio universal; universal es el sufragio en la Francia republicana, gobernada ahora más por los radicales que por los oportunistas, y sufragio hay en las republicas americanas. Y en todos estos países la miseria y la esclavitud abundan, como en los países monárquicos, y en Chicago se ahorcó a anarquistas como en cualquier despótica Rusia. Si en la América, las condiciones de los obreros son un poco más soportables, no depende de la forma del gobierno, pues en alguna monarquía se ha vivido o se vive mejor que en algunas repúblicas. Pero los republicanos no tienen ojos para ver ni oídos para oír. Como los curas, que no saben explicar los fenómenos de la naturaleza sino con las tonterías de las sagradas escrituras, los republicanos se han fosilizado en el programa político-económico-moral de Mazzini —algunos, más atrevidos, llegan hasta la negación de Dios—, y prender demostrarles con hechos evidentes y repetidos que aquel programa envejeció y que es necesario llevarlo a un museo de antigüedades, se pierde el tiempo. Algunos creen que dejarían de tener carácter si reconocieran los errores de tal programa, confundiendo así el carácter con la tontería.
Si, realmente, la soberanía popular fuese lo que se desea, entonces el pueblo sería el llamado a discutir todas las cuestiones y problemas y una vez resueltos en uno u otro sentido llegaría el caso de nombrar un delegado y el mandato que se le diere debería ser imperativo. Pero como un individuo puede estar de acuerdo con otros sobre una dada cuestión y andar en desacuerdo respecto de otras, entonces para cada asunto, el pueblo tendría que escoger el representante, y el mandato, además de imperativo, debería ser especial. Mandato que terminaría con la resolución del asunto debatido.
Pero como el pueblo no puede por entero reunirse en una plaza pública para discutir y deliberar, sería necesario organizarlo en grupos, y puesto que al pueblo correspondería obrar y su voluntad prevalecer, no es necesario ni útil que sus intereses de discutan en Roma, París o Madrid.
Organizado, por consiguiente, el pueblo, en grupos espontáneos, discutiría sus intereses en los grupos, y cuando la ocasión se presentare, nombraría delegados con mandato imperativo y especial. Salta a la vista, por consiguiente, que entonces la representación parlamentaria sería inútil y dañosa. Por tanto, si realmente los republicanos quisieran que se cumpliese la voluntad popular, que su soberanía fuese real, no ficticia, no de un día, deberían aceptar el mandato imperativo, especial, la organización del pueblo en grupos autónomos, libremente, espontáneamente federados; pero entonces dejarían de ser republicanos para ser anarquistas.
No nos hablen, pues, de soberanía del pueblo, porque no la quieren. La soberanía que desean se reduce a poder elegirse amos, que deberían ser los más inteligentes, los mejores, sin darse cuenta de que aun cuando obtuviésemos esta famosa nueva aristocracia, la del talento, invariablemente continuaríamos siendo esclavos, tanto si nos mandase un banquero como un hombre de talento. La voluntad popular no puede expresarse por medio de las elecciones. Si el que manda lo hace en nombre de Dios o de la voluntad del pueblo, para el caso da lo mismo; somos igualmente esclavos. Hasta llegaremos a afirmar que los Gobiernos a base de sufragio son peores que los del derecho divino, porque aparentan ser expresión de nuestra voluntad y esto es un embuste. No se trata, pues, de si debemos ser gobernados por la gracia de Dios o por la voluntad del pueblo; no se trata de estar peor o mejor gobernado, sino de que nadie pueda gobernarnos, porque gobierno es tiranía, porque gobierno quiere decir gobernantes y gobernados, unos que mandan y otros que obedecen; gobierno implica amos y esclavos. La república no resuelve, pues, el problema de la libertad. El que quiera ser libre debe querer la anarquía.
No pretendemos desarrollar todos los principios anarquistas. El tema es vasto. Iremos dando ideas a medida que broten de la pluma.
No se quiere comprender la palabra anarquía. Los burgueses tienen un interés en que no se comprenda. Para ello anarquía y desorden son una misma cosa. ¡Y pensar que han perdido tantos años yendo a la escuela!
Veamos: a-n-arquía viene del griego y significa no-gobierno (alfa privativa, la n es eufónica y arquía gobierno). Ahora bien; cuando la organización, con el tarde, produciendo la organización de la explotación del hombre por el hombre, la opresión bajo todas sus formas. Siendo este estado de cosas contrario a la naturaleza de los hombres, éstos procuraron siempre sustraerse de este yugo. De aquí que la historia humana sea una escuela de hechos tendentes a abolir semejante organización autoritaria; es la tendencia inconsciente, pero natural, potente, de la humanidad, hacia la anarquía. Los hombres siempre han comprendido la necesidad de la libertad y se han rebelado contra la autoridad, siendo la una la negación de la otra. Pero de una parte la astucia, la ambición y los intereses de unos pocos, y de otra la ignorancia del pueblo, fueron motivos por los cuales en vez de destruir la causa de la opresión, gobierno y autoridad, no se ha hecho más que cambiar de forma. Un gobierno sustituyendo a otro. Después de una larga y dura experiencia es cuando hemos llegado a la conclusión de que todos los gobiernos son iguales; que la autoridad, revista la forma que fuere, sea por derecho divino o se origine en el sufragio universal, es la negación de la libertad, y que para salir de este estado es necesario destruir toda especie de gobierno, de autoridad, pues sin esto la libertad no es posible.
La miseria es la causa de la ignorancia y es inútil predicar instrucción al pueblo mientras aquélla subsista. Verdad es que el pueblo, precisamente porque no ha tenido nunca conciencia de sus derechos, se ha dejado albardar en cada revolución, y que aún en la próxima es posible que se deje engañar otra vez. En la masa popular existe un grupo bastante numeroso que, aunque no todo el mundo sea anarquista, está por la abolición de la autoridad y principia a tener conciencia de sus afirmaciones de principio. Por otra parte, el pueblo no tiene ya confianza en nadie y si régimen del Estado, vemos la propiedad que engendra el lujo por una parte y la miseria por la otra, el matrimonio y la prostitución, y propiedad, matrimonio y familia que engendran la depravación general bajo todas sus formas; cuando para sostener semejante organización social es necesaria la fuerza brutal — ejercicio, policía, magistratura; cuando como consecuencia inevitable de tal organización vemos la lucha en todas sus formas, la guerra, forzosamente debemos sacar, en conclusión, que el gobierno y la autoridad son el desorden, y que, al contraria, la anarquía es el orden, a no ser que por orden se quiera entender el que reina en los cementerios. Para la burguesía el orden debe ser las hecatombes de Satory, las jornadas de Junio, y las matanzas en las guerras, la muerte por el hambre y las enfermedades consiguientes, la prostitución, el embrutecimiento y el delito.
Todo individuo tiende a satisfacer sus necesidades, cuando no con sus propias fuerzas, explotando las de los demás. Fue por este motivo que los más astutos y los más fuertes se impusieron a los más débiles, obligándoles a trabajar para ellos. Las leyes, los tribunales, la magistratura, la policía, en una palabra, todos los instrumentos de opresión, fueron creado más a veces mira de soslayo a los anarquistas y no nos hace gran caso, es porque supone que también somos, como los políticos, fabricantes de promesas, que queremos dirigir y mangonear, cuando precisamente queremos lo contrario, o sea, que el pueblo obre por sí mismo, sin delegar a nadie su soberanía. Deber de los anarquistas es educar al pueblo con hechos repetidos, incesantes, para la revolución, para que aprenda a dejar de reverenciar leyes y autoridades; para que con actos populares destruya todo lo que significa opresión. De otra parte, la causa real de la revolución está en la misma organización social; independientemente de nuestra acción revolucionaria, la está incubando, y fatalmente se producirá el choque, como dos trenes corriendo de frente en una misma vía. Y cuando el pueblo se insurreccione, toca a nosotros, anarquistas, oponernos con todas nuestras fuerzas a que se constituyan nuevas autoridades. Puesto que el pueblo desconfía ya de todos, es posible que entonces nos escuche si le decimos que obre por cuenta propia y no atienda a los que quieran dirigirle para mandarle. La revolución social no es cosa de un día, de un mes o de un año. A través de mil errores, el pueblo irá adquiriendo conciencia de sus derechos. Inútil pretender que los conquiste antes. Verdad es que cuanta mayor propaganda se haya hecho, menos tiempo durará el período violento revolucionario, doloroso, pero necesario; pero, también es cierto que nuestras ideas se comprenderán mejor al resplandor de la lucha. Los pródromos de la revolución se ven ya en todas partes. Puede estallar cuando menos se piense. Estamos en pie de guerra y no debemos descuidarnos.
La anarquía es la expresión real del contrato libre, el cual puede y debe ser modificado continuamente, por la evolución continua de la sociedad. Las necesidades humanas se modifican incesantemente y a esta condición es posible el progresos humano y el de la sociedad. Pero del propio modo que se modifican las necesidades, es preciso que la forma social se modifique también. Ley de todas las cosas es la transformación continua. La anarquía se sustituirá a los gobiernos, porque se basa en esta ley natural. Los gobiernos la desconocen y de ahí que impidan a los hombres desenvolverse libremente.
Los estadistas más avanzados sostienen que el gobierno se creó para hacer respetar el pacto social. Absolutamente falso. La historia nos da la razón. El gobierno es un organismo que sirve para mantener los privilegios de la clase dominante y solamente puede subsistir con la división de la sociedad en clases. Pero aun admitiendo que el gobierno pueda hacer respetar el pacto social, siempre continua siendo, empero una violación permanente de la libertad, porque un pacto libremente contraído debe ser siempre libremente modificado, y una fuerza que nos obligue a respetar lo que voluntariamente se aceptó y queremos modificar, viola nuestra libertad. «El soberano — escribió Rousseau —, es decir, el pueblo, puede muy bien decir: quiero actualmente lo que quiere fulano, o, por lo menos, lo que dice querer; pero no puede decir que lo que fulano querrá mañana lo querrá él también, y, por tanto, es absurdo imponer cadenas a la voluntad futura, que no debe depender sino de sí misma». El gobierno, pues, considerándolo desde el punto de vista mejor, no puede conciliarse con la libertad. Tendrá que hacer respetar el pacto que le dio origen, pero como la sociedad varia continuamente, al día siguiente de constituirse un gobierno se halla, por su misma esencia, en oposición con las necesidades del pueblo. La sociedad, progresa; el gobierno es estacionario. Por esto no es posible un progreso continuo, sustituir la revolución sangrienta por la evolución continua de la sociedad sin quitar de en medio lo que se opone a esta evolución: el gobierno.
«La acción de todo gobierno es tan despótica — escribió G. Ferrari — que los escritores no saben ni conciliarla con la libertad del hombre, ni deducirla de un contrato primitivo, ni explicar el suicidio indispensable para constituir la república o el dominio de uno sólo. Todo gobierno es necesariamente conservador; se funda en la fuerza y se sostiene con los policías. El verdugo es su personaje más necesario, y si alguna vez parece innovador, revolucionario o liberal, débese esto a un error de perspectiva, a causa de su enemiga contra un gobierno anterior, contra la generación que suplanta, pero para sí mismo conserva siempre el pacto que le dio origen, lo custodia, es su ejecutor. Tanto si el jefe del gobierno se llama Luis XIV o Napoleón, Diocleciano o Constantino, no es más que el instrumento de un principio externo a su acción; extraño a su esencia, perfectamente separado de sus funciones. Reducidas siempre sus funciones a hacer la guerra a la paz, a armar o defender la patria, a tenerla siempre dispuesta contra todo ataque eventual, siempre es invariablemente el mismo con todos los principios, en el paganismo como en el cristianismo; truena igualmente que se trate de defender a Lucero o al Papa, y su proceder es tan extraño a las ideas que sirve, que puede decirse que es exclusivamente mecánico. El gobierno no piensa, no es nunca ni inventor ni innovador; si protege a las ciencias, a las artes y la industria, es porque piensa en sí mismo, para sacar de la industria un impuesto, del comercio una contribución, de las artes una instrucción que pueda se más productiva, de la moral una adhesión al orden establecido, del bienestar una garantía de su tranquilidad, de la religión un refuerzo para el código penal, del infierno una economía carcelaria. Indudablemente recompensa a los poetas, pero es para que le adulen; acepta los descubrimientos, pero para mayor interés suyo; visita vuestras fábricas, admira los perfeccionamientos que introduzcáis, pero para enviaros al fisco cuando menos lo penséis. Y mientras él es conservador y permanece inflexible en su puesto, la generación es móvil, progresiva, se multiplica, crescit eundo… y por esto cada treinta años se produce un conflicto, una sorpresa, una mutación pacífica o violenta que crea un nuevo régimen». Y este régimen, precisamente porque todo gobierno es despótico, será también despótico. ¿Y la libertad? De la atenta observación de los hechos, Ferrari sacaba en conclusión una ley histórica. Si los gobiernos se asemejan todos y en todo, si son esencialmente despóticos, no se puede tener libertad, agregamos nosotros, sino aboliendo toda especie de gobierno. Es una consecuencia lógica de la Teoría dei Periodi Politice.
Se nos dice: sin gobierno, la sociedad no es posible. Mejor diríase que con gobierno no existe una verdadera sociedad. De todos modos, veamos si las funciones que desempeña un gobierno son necesarias, y de serlo, veamos también si sin gobierno pueden desempeñarse lo mismo. ¿Qué hace un gobierno? Todas sus funciones están representadas por un ministerio, y podemos enumerarlas nombrando estos:
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Instrucción pública.
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Obras públicas, Industria, Agricultura y Comercio.
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Hacienda.
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Guerra y Marina.
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Exterior.
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Gracia y Justicia.
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Gobernación.
Ahora bien; de todas estas cosas, las hay útiles y que puede hacerlas directamente la sociedad, sin que un poder, o mejor, un gobierno, sepa o pueda hacerlas.
Preguntamos al buen sentido de todos si la instrucción dejaría de darse, si el campesino dejaría de continuar labrando la tierra, si las riquezas de los pueblos desaparecerían con la abolición de los gobiernos. ¿Acaso es el gobierno quien instruye, fomenta la industria, el arte y la agricultura? ¿Acaso no es el gobierno que con sus reglamentaciones y con los impuestos mata la instrucción, la industria, el arte y la agricultura? Al contrario de aquel mito de la antigüedad que convertía en oro todo lo que tocaba con sus manos, el gobierno no sólo estropea lo que toca, sino hasta lo que guarda. Los ministros no entienden nada de los asuntos que administran. Decidnos si sin un ministerio de Instrucción pública, los profesores y maestros no podrían, y mejor que el ministro, dirigir la instrucción. Es ridículo que los del oficio no sepan de su oficio más que el ministro de tanda y que tengan que subordinarse a su dirección.
¿Quién mejor que los industriales puede conocer la industria y saber mejor lo que a ésta conviene, sin que de lo alto venga una orden emanada de una persona ignorante de la industria? ¿Acaso los empleados de correos y de telégrafos saben menos que el ministro del ramo las necesidades del servicio y el modo de organizarlo?
Tocante al comercio, diremos que está llamado a desaparecer en una sociedad basada en el principio de solidaridad, y, ciertamente, la distribución de los productos no se efectuará por intermedio de esta raza de vampiros que son la peste de la sociedad actual. Por lo demás, sobre este particular podíamos repetir lo dicho respecto de la industria.
Cuando el mundo sea patria de todos, cuando esta barbarie de los confines quede abolida, un ministerio del exterior será inútil. Demasiado sabemos que actualmente un ministerio de asuntos extranjeros suele trabajar de preferencia en armar intrigas que llevan los pueblos al campo de batalla. En una sociedad anarquista, todos los individuos, por el hecho de nacer, tendrán derecho igual a establecerse en donde les plazca. El sentimiento que llamamos patriotismo es un egoísmo que debe ceder el lugar al más amplio sentimiento humanitario. Así como al municipio se sustituyó la religión, y a ésta la nación, la humanidad debe sustituir a esta última. Sólo entonces la guerra será imposible. Y he aquí otra función gubernativa inútil, porque las guerras, la miseria, la ignorancia, la prostitución y el delito se deben precisamente a la organización gubernativa, patriótica y de clase.
Cuando no se tenga que proteger al rico contra el pobre, en una sociedad basada en el principio de solidaridad, esto que llamamos justicia y la policía serán un contrasentido, puesto que no son organismos creados para proteger la libertad de todos, sino para mantener el mayor número en un estado de sujeción.
La ciencia reconoce y nos enseña que el libre albedrío es un absurdo, como diremos luego, y que lo que hacemos estamos obligados a hacerlo; que es el ambiente quien nos determina en un sentido mejor que en otro, y que por lo tanto, el mal efectuado se debe a la organización social. Cuando se destruya la causa de los males, el efecto desaparecerá. He aquí porqué no tenemos necesidad de leyes, de magistrados y de policías para obrar bien. Obraremos bien cuando la organización social sea tal que no nos incite a obrar mal. Destruid la ignorancia y la miseria y el delito y el delito se hará poco menos que imposible. Y la llamada justicia que castiga el efecto no tocando a sus causas, así como la policía, tendrán que ser abolidas y servir, a lo sumo, de tema para una opereta.
Ningún movimiento celular es posible sin un estímulo. Es un principio elemental de histología. Ni las células cerebrales se sustraen a esta ley orgánica. Por lo tanto, el pensamiento está motivado, la voluntad no es libre. He aquí otro principio de psicología positiva, paralelo al de histología.
Escuchemos a Büchner: «El hombre, como ser físico e inteligente, es obra de la naturaleza. De esto se sigue que no tan sólo su ser, sino todas sus acciones, su voluntad, su pensamiento y sus sentimientos, están fatalmente sometidos a las mismas leyes que regulan el universo. Sólo una observación superficial y limitada del ser humano puede admitir que las acciones de los pueblos y de los individuos son el resultado de un arbitrio absolutamente libre y consciente de sí mismo. Al contrario, un estudio más profundo nos hace ver que el individuo está en relación tan íntima y necesaria con la naturaleza, que el libre albedrío y la espontaneidad representan una esfera muy secundaria en sus acciones; este estudio nos enseña que todos los fenómenos que hasta ahora se atribuyeron al azar y al libre albedrío están recogidos por determinadas leyes».
La libertad humana de que tantos hombres se vanaglorian, dice Spinoza, no es otra cosa que el conocimiento de su voluntad y la ignorancia de las causas que la determinaron.
«El conocimiento que tenemos de estas leyes no es ya resultado de la teoría; estas leyes se desprenden de numerosos hechos que debemos principalmente a la estadística».
«El hombre está sometido a la misma ley a que están sometidos los animales y las plantas, y esta ley se manifiesta, como ya vimos, en rasgos característicos en el mundo primordial. Esto que se llama libre albedrío, dice Costa, no es más que el resultado de motivos más poderosos».
Y Moleschot escribe que «la materia gobierna al hombre; la voluntad es la expresión necesaria de un estado del cerebro producida por influencias exteriores. No hay un querer libre, no hay hecho de la voluntad que sea independiente de influencias que a cada momento determinan al hombre, con limites que el más poderoso no puede superar».
Queramos o no, en nuestra cabeza se desarrolla un proceso completamente material, el pensamiento. Pero si éste es un fenómeno de la vida material del cerebro y sometido a los mismos cepos de la necesidad, los procesos del pensamiento deben sucederse con un orden determinado. Todas estas cosas son verdades científicas.
Si nuestra voluntad está influida por motivos independientes de nosotros, si no somos libres de querer, somos irresponsables, el derecho penal es un absurdo, y sin éste el gobierno es imposible. Por consiguiente, o derecho penal y gobierno negando la ciencia, o la ciencia negando el derecho penal y gobierno.
No somos libres de querer, no somos responsables; el derecho penal no tiene una base científica. Los actos delictuosos son causados por motivos exteriores al individuo. Castigando el delito se castiga el efecto, y las causas quedan impunes. Cuando precisamente estas causas son las que hay que remover. Dice Quetélet:
«La experiencia demuestra de modo evidente esta opinión, que puede parecer paradojal al primer vistazo; la sociedad es la que prepara el delito y el culpable no es más que el instrumento que lo ejecuta».
Y si de los hombres de ciencia pasamos a los literatos, podemos leer un Ugo Foscolo:
«¡Oh, sociedad! Si no hubiese leyes protectoras de los que para enriquecerse con el sudor y la sangre de los ciudadanos les empuja a la miseria y al delito, ¿serían necesarios los policías y las cárceles?»
«Los gobiernos imponen la justicia, ¿pero podrían imponerla si para reinar no la hubiesen antes violado? Los que ambiciosamente roban una provincia entera, envían solemnemente a la cárcel al que roba un solo pan. Cuando la fuerza ha destruido todos los derechos ajenos y para reservárselos engaña a los mortales con apariencias las del justo, otra fuerza superior tiene que destruirla».
En la actual sociedad es donde hay que buscar las causas delictuosas, y para destruir el delito es necesario cambiar radicalmente las bases sociales, el ambiente, que determina el delito.
En nombre, pues, de la ciencia, suprímase el gobierno y advenga la anarquía, pesadilla de la burguesía.
En honor de la ciencia, por sentimiento humanitario, todo aquel que quiera ser libre, que ame la verdad y tenga corazón, estará contra el gobierno y en pro de la anarquía.
Porque, repetimos, al negar la ciencia el libre albedrío, la responsabilidad humana, deja de tener una base científica el derecho penal, y el gobierno, como antes la iglesia, resulta una oposición a la ciencia y está destinado a desaparecer.
No más gobierno, es decir, no más organización social, opresión, miseria y delito. anarquía, es decir, libertad, sociedad solidaria, trabajo y honradez.
Volvamos a los republicanos.
No hemos hecho más que examinar brevemente la cuestión política. ¿Qué diremos de la economía?
Todos los republicanos, de acuerdo en esto con los burgueses de todos los matices, afirmar, sin preocuparse de los hechos en contra, que la propiedad es fruto del trabajo. Mazzini decía: «raramente la propiedad es fruto de la herencia; más a menudo los es del trabajo». ¡Qué gran contradicción! Entonces, si la propiedad es fruto del trabajo, ¿por qué no son propietarios los trabajadores y en cambio lo son aquellos que no trabajan? Si la propiedad es fruto del trabajo, culpa es entonces de los obreros que no saben ahorrar y constituirse una propiedad. Si la propiedad fuese fruto del trabajo, sería una inmoralidad ir en auxilio de lo obreros para mejorar su condición. Y, sin embargo, todos los días estamos oyendo que es necesario resolver el problema político para poder resolver el económico. Admitiendo este absurdo — y decimos absurdo porque el obrero sujeto económicamente lo será también política y moralmente, porque la fuente de la esclavitud política está en la económica y no viceversa — admitiendo esta absurdo, repetimos, quiere decir que hay una clase, la de los propietarios, a los cuales estos sistemas políticos les favorecen los incrementos económicos. ¿No está esto en contradicción con el principio de que la propiedad es fruto del trabajo? Si se reconoce que es necesario resolver la cuestión social que la suerte de los trabajadores es infeliz, que con los salarios que perciben no consiguen satisfacer las más elementales necesidades, ha de reconocerse también que con el trabajo no puede crearse una propiedad. Es innegable que la propiedad es fruto del trabajo, pero hay que añadir que es fruto del trabajo de los trabajadores y no de los propietarios. Por lo demás, las guerras, las rapiñas y las conquistas son hechos más elocuentes que las palabras de los republicanos más talentosos. De cualquier modo que sea, los republicanos que pretenden hacernos creer que quieren resolver la cuestión social, no piensan tocar la propiedad privada: es sagrada e inviolable, como los reyes.
El programa económico de los republicanos se encierra en estas viejas palabras de Mazzini: «vosotros, obreros, tenéis necesidad de una retribución que os ponga en estado de acumular ahorros». ¡Gran hallazgo de teólogos con gorro frigio! ¡Que los obreros se enriquezcan individualmente! Y no se quiere comprender que cuando todos fuésemos ricos individualmente, todos seríamos pobres, porque la riqueza individual, la propiedad hereditaria que precisamente constituye la burguesía, se conserva y se desarrolla con la explotación del obrero. Querer que todos sean ricos y querer que todos sean pobres; porque cuando uno sea individualmente propietario no querrá trabajar sino para sí mismo — trabajando para otro continuaría siendo esclavo — y en tal modo la sociedad entera se arruinaría porque el trabajo aislado apenas es suficiente para nutrir a una tribu de salvajes.
Únicamente el trabajo colectivo crea la civilización y la riqueza. Comprendida y admitida esta verdad —y se necesita ser un gran bárbaro en economía para no admitirla— no quedan más que dos formas posibles de propiedad: la forma burguesa actual, o sea, la explotación del trabajo colectivo a beneficio de unos cuantos privilegiados, único y verdadero significado de la propiedad individual, o la nueva forma por nosotros propuesta, porque es la única y suprema condición de la emancipación real del proletariado, es decir, la propiedad social de todos los capitales y riquezas producidos por el trabajo social. (Bakunin, La teología política de Mazzini y la Internacional.)
Aunque fuese posible que todos fuesen individualmente propietarios, que, capital y trabajo estuviesen en las mismas manos, la república modelo sería la miseria social.
Por otro lado, como los republicanos primeramente quieren cambiar la forma política, dejando entre tanto intacta la economía, la cual, dicen, cambiaría más tarde, el dominio de los capitalistas impediría que se actuasen las deseadas reformas económicas, y entonces la república consolidaría la tiranía burguesa.
No hemos examinado la cuestión moral, porque en materia moral, como en materia religiosa, los republicanos son puros conservadores, reaccionarios. Están atrasados por lo menos de un siglo. No es con un cambio de gobierno que vamos a mejorar. La república significa gobierno, propiedad y religión y con todo esto continuaríamos siendo esclavos, miserables e ignorantes.
Nadie puede negar que el organismo de la sociedad está enfermo. Los mismos hombres políticos que años atrás se negaban a reconocer la existencia de una cuestión social, es decir, la enfermedad del cuerpo social, se rinden a la evidencia y pretenden resolverla con paños calientes como remedios terapéuticos.
Tomados individualmente todos los individuos son organismos, pero con respecto al cuerpo social, como nos enseñan las más elementales nociones de sociología, deben considerarse como células, como otras tantas unidades anatómicas del organismo de la sociedad.
Un grupo de estas células está afectado de plétora, el otro de isquemia. Para esté curioso y artificial organismo social, tenemos que, en lugar de existir hiperfunción en el primer grupo celular, no hay función alguna o es anormal, y la hiperfunción existe en el grupo segundo. Para restablecer, pues, el equilibrio, es necesario que cada célula satisfaga sus necesidades y que sus funciones estén proporcionadas al consuma.
En otros términos: a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus fuerzas. Ningún fisiólogo que se respete puede negar este principio de recambio material en la economía celular. Alterad este principio, es decir, de una función no proporcionada a la nutrición, y el organismo dejará de ser normal, será morboso.
Ahora bien, este principio científico tan simple tan evidente, forma la base — no os espantéis, burgueses timoratos — del comunismo.
Con este principio, pues, es únicamente posible la destrucción de la riqueza excesiva (la plétora) de una clase y la miseria (la isquemia) de otra. El restablecimiento del equilibrio significaría el bienestar para todos. No significa la perfección absoluta; significa, simplemente, las condiciones orgánicas necesarias para que cada organismo viva sano.
Parecerá extraño a muchos, y no obstante, el comunismo no quiere otra cosa. Quiere dar a cado uno lo que necesite y pretende que todos produzcan según sus fuerzas.
Desafiamos a quien quiera que encuentre a un médico que aconseje que un individuo consuma más o menos de sus necesidades y que trabaje más de lo que permitan sus fuerzas; un médico que no aconseje trabajar según sus propias fuerzas. Se nos dirá que en un régimen comunista habrá quien no querrá trabajar. Ignoran los que tal digan que un organismo es vida, es actividad, es trabajo, y un organismo que no trabaja no tiene sentido.
Se dirá que cada uno tiene derecho a lo que produzca. Respondemos que en este caso todos los trabajadores deberían poseer el producto integral de su trabajo, lo que implicaría la destrucción de la organización burguesa de la sociedad.
Agregamos que todo lo que existe debería estar socializado, porque sociales son los componentes de la producción y que el individuo humano toma de la sociedad más de lo que produce. El mismo Federico Bastiat, el economista acérrimo adversario del socialismo, tuvo que reconocer que:
«La suma de las satisfacciones que cada miembro de la sociedad puede obtener, es de mucho superior a la que podría procurarse con sus propios esfuerzos. En otros términos: hay una desproporción evidente entre nuestro consumo y nuestro trabajo».
Este principio es la negación de la propiedad individual y es la base del comunismo, porque no pudiendo el individuo separarse de la sociedad, de la que obtiene más de lo que le da, no podría ahorrar ni devolver lo que no produciría aislado.
De otra parte, la misma naturaleza es una distribuidora exacta, porque es principio biológico elemental que las funciones sean siempre proporcionales al consumo.
Al ejercitar mayormente un músculo dámosle una mayor nutrición y se desarrolla mucho más. Ejemplo las pantorrillas de las bailarinas y el desarrollo del deltoides de los espadachines.
Tan verdadero es que el proceso nutritivo es proporcional a la función, que las células que más funcionan (glandulares, musculares y nerviosas) tienen un cambio nutritivo más activo que las células que funcionan poco (cartílagos, huesos, epiteliales).
Una hiperfunción nos da una hipernutrición y viceversa.
No es el producto donde ha de verse lo que corresponde al individuo, porque el producto, independiente de los méritos personales, puede ser vario, según las condiciones diversas, sino en la reintegración de las fuerzas gastadas en la realización del trabajo. Esto no es metafísica, es fisiología, por lo tanto: a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus fuerzas.
Pero vivir humanamente no significa tan solo nutrirse, sino desarrollar todas la facultades del hombre. Por eso nosotros queremos la instrucción integral y profesional para todos.
¡Pero la casa, el vestido! — se nos objetará. Vamos, señores, un poco de seriedad. La fisiología y la higiene nos enseñan como ha de ser el vestido y las ambiciones. El lujo, el chic, lo dejamos a los pobres de espíritu para quienes el vestuario lo es todo, porque tapa la poquedad se su cerebro.
Desde el punto de vista psicológico, el comunismo es la solución más neta, más justa de todas las más arduas cuestiones.
La psicología positiva ha demostrado hasta la evidencia que no hay tal libre albedrío, que el yo es el móvil de las acciones, hasta del altruismo, del sacrificio resolviéndose en egoísmo.
Y puesto que nuestras acciones están determinadas por motivos, puesto que la satisfacción del yo nos determina a obrar, se trata de dar a los individuos todos una suma de motivos tales que el bien de cada uno sea el de todos y viceversa. Este es el significado del comunismo; únicamente así podremos tener un verdadero organismo social, porque así obtendremos la solidaridad de cada componente del cuerpo social, porque en el fondo el concepto de organismo no es posible sin las condiciones orgánicas solidarias de los elementos que constituyen el organismo.
Absolutamente nada de común tenemos con los republicanos. Estos quieren la propiedad individual, el Estado, y, muchos, la religión. Nosotros somos comunistas, anarquistas y ateos. Ellos son patriotas y nosotros internacionalistas. ¿Sobre qué puntos, pues, podríamos andar de acuerdo?
Ni siquiera en la cuestión del matrimonio, de la familia.
Muchos de los que miran superficialmente las cosas, se escandalizan cuando nos oyen predicar la abolición de la familia, del matrimonio. A decir verdad, nosotros no queremos abolir nada, o mejor, la anarquía no prohíbe nada. Lo que la anarquía hará será abolir las ficciones legales y los absurdos morales. En anarquía nadie asumirá funciones de pontífice ordenando unirse y desunirse en tales o cuales condiciones.
¿Íbamos a ser nosotros, que amamos potentemente, que en la anarquía sólo vemos amor, los prohibidores de tal o cual amor? ¡Ah, no! Nosotros no queremos sino que los individuos se amen libremente.
¿Hay ley bastante poderosa que pueda hacerlo brotar en los corazones? Dónde hay amor, ¿para qué el matrimonio? ¿Y qué es el matrimonio sin amor, sino una prostitución? ¿Queréis que vayamos ante un tercero a confesar nuestros afectos para que los reglamente? ¿Queréis dar normas al amor? ¿Tenemos precisamente necesidad de un magistrado que nos permita desunirnos cuando dejemos de amarnos? Risible todo esto.
El matrimonio y el divorcio, es decir, la coacción para amar y no amarse, no son más que medios de prostitución.
La anarquía nos dice: no os améis, no améis a vuestros hijos. La unión de los sexos ha de ser libre y nadie puede permitirse decir: prohibido tal o cual forma de unión sexual. Si la familia no tiene base natural desaparecerá, si, la tiene continuará subsistiendo. Nosotros creemos tan sólo que cuando la ley desaparezca, al sentimiento de la familia se unirá el más amplio de solidaridad humana. Pero repitámoslo: en una sociedad anárquica, únicamente el amor ha de reinar en las relaciones.
¿Y la patria?
El concepto de patria que hoy nos formamos no es el mismo de ayer; la patria de hoy no es la de ayer. En la Edad Media cada municipio era una patria y cada municipio odiaba y combatía al vecino de igual modo que hoy una nación odia y combate a la vecina.
¿Eran patriotas los pisanos combatiendo a los genoveses? ¿Son patriotas los italianos combatiendo a los franceses?
Si bestial era el odio entre municipios, bestial es también hoy el odio entre naciones.
La patria de hoy no es la de ayer, como la de ayer no era la de anteayer. La patria de los primeros romanos no era Italia, sino Roma. Espartanos y Atenienses no tenían la misma patria.
¿Pero es que todos los pueblos actuales tienen una patria? ¿En nombre de la patria respetan acaso la patria de los demás?
¿Qué patria tienen los árabes?
¿Tienen una verdadera patria los americanos? ¿Es una patria Austria?
Fuera de Alemania, Francia, Italia, Inglaterra, Grecia y España, los demás pueblos tienen una patria tal como hoy se entiende, una patria-nación.
Nación es Turquía y nación es Austria.
Alemania, Francia, Italia e Inglaterra ¿respetan la patria de los demás?
¿Pero qué es la patria?
No es las costumbres, puesto que las de un campesino calabrés difieren de las de un torinés mucho más que las de un marsellés de las de un torinés.
No es la lengua, puesto que si oís hablar a un campesino de las Puglias y a un milanés, veréis que se entienden menos que entre torineses y marselleses. En todas las naciones se dan estos casos. Malta, ¿es más árabe, italiana o inglesa?
¿Suiza es Suiza, o es Alemania, o Francia o Italia? ¿Lugano, es suiza o italiana? ¿Ginebra, es suiza o francesa? ¿Zurich, es suiza o alemana?
Y si dividís Suiza dando a Italia la parte que habla italiano, a Francia la que habla francés, a Alemania la que habla tudesco, ¿que quedará de la Confederación helvética?
No son las tradiciones, porque también difieren de comarca a comarca. ¿Qué caracteres son, pues, los de la patria? Desafiamos al que quiera determinarlas, pero no con metafísicas, sino como se determinan los caracteres distintivos de una dada cosa, o de un organismo dado.
¿Qué es, pues, la patria? Las clases dominantes, cuya expresión es el gobierno, tenían necesidad de una idea que tapara un interés para empujar a los pueblos a defender los intereses de los gobiernos, haciéndoles creer que defendían un principio, una patria, que es un nombre abstracto. Decid al burgués que coloque sus capitales en su patria y no en otra y se os reirá en vuestras propias barbas. Los coloca donde más le fructifiquen.
El pensamiento no tiene patria. Todas las manifestaciones del pensamiento, la ciencia, las artes, no tienen patria. Tienen patria los gobiernos, la policía, los magistrados, el recaudador de contribuciones, el verdugo. Son la patria. Con el pretexto de defender la patria se defiende al gobierno.
El obrero es explotado en su patria y fuera de ella. Patrióticamente lo mismo lo explota un nacional que un extranjero.
El burgués es más afín de un burgués extranjero que de un trabajador del propio país. El obrero es más hermano del obrero de otro país, explotado como él, que de un burgués de su país. La patria del burgués es el capital. El capitalismo es internacional. La patria del trabajador no puede ser más, por lo tanto, que el trabajo, que es también internacional.
Cuando el municipio era la patria, teníamos la guerra entre municipios. Ahora que la nación es la patria, tenemos la guerra entre naciones. La patria, pues, es causante de guerras. Y de igual modo que al municipio sucedió la nación, el mundo debe subsistir a las naciones. Cuando todo el mundo sea patria no habrá más guerras.
Se nos dice, por último: es verdad que es imposible en materia de principios que andéis acordes con los republicanos, pero estos son los revolucionarios como vosotros y podéis entenderos para combatir al enemigo común. Esto parece bastante revolucionario, pero según nuestro modo de ver peca de ingenuo. ¿Es cierto que nosotros no nos hemos dado cuenta aún de cual es el enemigo común? ¿Acaso es la monarquía? No vale la pena de tomar las armas para enviar un rey a paseo. Ciertamente que no estamos por los monárquicos, pero, ¿una república no equivale una monarquía? Se dice que cuando hayamos derribado ésta entonces el pueblo pensará en lo que falta hacer y se verá que forma social desea.
La observación parece informada por principios eminentemente liberales y en cambio oculta una insidia para la libertad del pueblo. Si se nos dijera: este ministerio es reaccionario, vosotros no sois amigos suyos; pongámonos de acuerdo para derribarlo y después veremos lo que se hace. Todo esto habremos ganado. Si se nos propusiera esto nos reiríamos.
La revolución debe hacerla el pueblo; será en máxima parte el fruto de las condiciones sociales, hasta el punto de que si no hubiese revolucionarios estallaría lo mismo, aunque más tarde. Lo que podemos hacer es acelerar su advenimiento. Nosotros, como parte del pueblo, podemos, teniendo más exacta conciencia de ello, dirigir bien los golpes, pero la revolución debe venir de abajo, debe surgir de las masas, y debiendo ser así, es absurdo un acuerdo entre los revolucionarios. La revolución no es más que un medio para conseguir un fin. Por esto nosotros no podemos concebir como pueda establecerse un acuerdo, una inteligencia, entre personas que persiguen fines totalmente diferentes. El concepto que tenemos de la revolución es, por añadidura, bastante diferente del de las demás escuelas revolucionarias. La revolución no es para nosotros el simple hecho de armas que derriba la monarquía o la burguesía; no es tan sólo la destrucción del presente orden de cosas, sino que es asimismo la edificación de la nueva sociedad. No queremos solamente derribar la burguesía. La burguesía podría resurgir. La revolución no es una simple negación, es al propio tiempo una afirmación. Mucho menos queremos o deseamos que se informe en principios de una moralidad estúpida, cuando, nacida de las condiciones antagónicas de la sociedad, es necesario que se desencadenen los rencores acumulados. Nosotros queremos y creemos que la revolución tendrá un término cuando no quede en pie ni una sola piedra del presente edificio social; su término es la actuación extensa del comunismo y de la anarquía. Todo aquel que durante la revolución adopte aires de superioridad y nos hable de legalidad y moralidad revolucionarias, será nuestro enemigo. Y nuestros peores enemigos serán precisamente aquellos que pueden parecer revolucionarios y no lo son, republicanos o socialistas de Estado que sean.
No debemos repetir lo que hizo la Commune proclamando la universalización de la propiedad, del poder, de la tierra, de los talleres. No. Nosotros debemos empujar al pueblo para que tome posesión de todas las riquezas sociales. No debemos crearle obstáculos, sino desembarazarnos de nuestros enemigos, sin misericordia, en interés de la humanidad. Y cuando el campesino se haya adueñado de la tierra y el obrero de las máquinas; cuando los títulos de propiedad sean inútiles por esta toma de posesión, entonces es cuando habremos hecho que la reacción sea imposible. Entonces el pueblo ya se cuidará de conservar la realidad reivindicada.
¿Quieren todo esto los demás revolucionarios? Preguntadlo a los republicanos de Italia y de España, cuyos programas son casi iguales. Prometen, y los de buena fe creen poder mantener sus promesas, una solución del problema económico. Pero entre tanto, apenas derriba la monarquía, convocarían unas Constituyentes, matando así la revolución. Intenciones aparte, con semejante procedimiento no podría obtenerse más que una república burguesa, pues no habiéndose derribado más que la monarquía, los burgueses, con sus capitales, quedarían siendo dueños del campo.
Reconociendo nosotros, al contrario, que la causa primera de todas las opresiones radica en la dependencia económica del hombre, entendemos que el primer objetivo de la revolución ha de ser la emancipación económica del proletario, y mientras se derriba el poder político, empujar al propio tiempo al pueblo para que expropie a la burguesía y solicite todas las riquezas sociales.
No nos dejemos engañar, pues, por falsas apariencias. Con nosotros (es decir, por la anarquía y por el comunismos, objetivos inmediatos de la revolución, contra todo lo que no nos lleve a este fin, contra los medios legales y contra los programas mínimos) o contra nosotros, sea cual fuere el nombre que se tome. En el bien entendido que cuando empuñemos las armas, no andaremos en discusiones con quien esté a nuestro lado, para saber si está con nosotros, pues de hecho lo estará. Pero todo aquel que se atreva a convocar nuevas elecciones o quiera, con el pretexto de un practicismo estúpido, atenuar nuestro programa, estará contra nosotros y deberemos tratarle como el peor de los burgueses, pues de lo contrario traicionaríamos la revolución.