Ricardo Mella
Cuestiones de enseñanza
I
Explicar y enseñar no son sinónimos, aun cuando toda enseñanza suponga previa explicación. Se explican muchas cosas sin que haya propósito de enseñarlas. Cuando se declara o da a conocer lo que uno opina, cuando se dan detalles o noticia de una doctrina, de un suceso, etc., se explica al oyente la opinión, la doctrina y el suceso para enseñarlas o para repudiarlas, según los casos.
Enseñar es algo más que explicar, puesto que es instruir o adoctrinar. El que explica una doctrina errónea a fin de hacer patente su falsedad, claro que enseña, pero no enseña la doctrina que explica, sino que la repudia.
Un ejemplo entre mil aclarará esa diferencia. Se abre un libro cualquiera de Geograña elemental, y en la parte que trata de la astronomía se halla en primer término la explicación del sistema de Tolomeo, que supone la tierra en el centro del Universo y a todos los demás cuerpos girando alrededor de ella. Viene en seguida el sistema de Copérnico, que considera el Sol fijo y los planetas girando a su alrededor. Y se agrega: este último sistema es el admitido en el día.
La cosa es clara; se explica o da a conocer el primero; se explica y se enseña el segundo. No se enseña aquél porque se le tiene por erróneo. Adviértase que si el profesor es concienzudo, ni aun el sistema de Copérnico enseñará sin reservas, porque nada nos permite asegurar que en el sistema del universo no hay algo más que la teoría heliocéntrica. Por eso se dice solamente que es el admitido en el día, en lugar de darlo dogmáticamente como verdadero.
La diferencia entre explicar y enseñar es todavía mayor cuando no hay más que hipótesis para contestar las interrogaciones del entendimiento. Tal ocurre con la constitución interna de nuestro planeta. El profesor podrá y deberá explicar las diferentes teorías que tratan de descifrar el enigma, pero no deberá enseñar ninguna como verdadera y comprobada, puesto que no sabemos que lo sean.
En cambio podrá enseñar con ejemplos y razones, empírica y racionalmente, entre cien cosas más, el llamado teorema de Pitágoras, a saber: en todo triángulo se verifica que el cuadrado construido sobre la hipotenusa es equivalente a la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos.
Y como es muy extenso el campo de los conocimientos positivos, verificados y comprobados por todo el mundo, metodizados por la ciencia; y es más extenso aún el campo de las probabilidades de conocimiento pleno de hipótesis, de opiniones, de teorías, pero falto de prueba y de certidumbre, es claro que para todo hombre de libre entendimiento la enseñanza, propiamente dicha, no deberá salirse de las verdades conquistadas indiscutibles, y, por tanto, habrá de reducirse al círculo de las explicaciones o exposiciones necesarias, todo lo que es, en el momento, materia opinable.
Cualquiera, pues, que sea la base de una doctrina política, económica o social, y por grande que sea el amor que por ella sintamos, nuestro debido respeto a la libertad mental del niño, al derecho que le asiste de formarse a sí mismo, ha de impedirnos atiborrar su cerebro de todas aquellas ideas particulares nuestras que no son verdades indiscutibles y comprobadas universalmente, aunque sí lo sean para nosotros.
Porque, en último término, de proceder en la forma opuesta vendríamos a reconocer en todo el mundo que cree estar en posesión de la verdad y no piensa como nosotros, el derecho a continuar modelando criaturas a medida de sus errores y prejuicios. Y con esto precisamente es con lo que hay que acabar.
Así es como entendemos la enseñanza, ateniéndonos a la sustancia de las cosas, y no a las palabras que pretenden representarla.
II
No nos entusiasma una criatura de doce o trece años que se pone a perorar sobre materias sociales y afirma muy seria la no necesidad del dinero o cosa análoga. Nos sabe eso a recitado de catecismo, a lección metida en el cerebro a fuerza de sugestiones. Otro profesor y otro planteamiento del problema, y la criatura afirmará muy seria todo lo contrario. Recitará otro catecismo, repetirá otra lección. Hay cosas prematuras como hay otras cosas tardías.
Una opinión personal no es necesariamente una ciencia y sólo a este título puede ser enseñada. Lo contrario equivale a secuestrar las tiernas inteligencias infantiles. Estamos por la enseñanza absolutamente libre de materia opinable.
Un ejemplo ilustrará la cuestión. Supongamos el caso de un pedagogo, resuelto adversario del dinero y de la renta. Este pedagogo proscribirá de la enseñanza de la aritmética la infame, la corruptora regla de interés. Si no recordamos mal, el caso ya se ha dado. Pues ese pedagogo hará una grandísima majadería por no saber discernir entre el interés del dinero, con el que nada tiene que ver la aritmética en sí misma, y una regla de cálculo que, sea cual fuese su nombre, sirve para deducir, ponemos por caso, las proporciones en que una materia dada ha de entrar en una mezcla, el tanto por ciento que resulta de una estadística de vitalidad o de población, el rendimiento de un producto en condiciones dadas, o bien la proporción de fertilidad creciente o decreciente de una tierra determinada, etc.
Se nos dirá que todo esto se puede explicar y enseñar sin dar al mismo tiempo la noción de la renta o rendimiento del capital; no lo negamos. Pero es que aquí está lo grave de la cuestión. Si se explica la materia dejando en libertad al alumno para que medite y decida —y para decidir necesita el conocimiento de todas esas cosas, las verdaderas y las falsas—, nada habrá que objetar. Pero si, por el contrario, interviene el profesor con sus ideas particulares e inclina la balanza del lado de su opinión, por muy hombre libre que sea, por muy anarquista que se proclame, cometerá un atentado contra la libertad intelectual del niño, que en la indefección de su falta de desarrollo intelectual, tomará como verdades inconcusas así lo cierto como lo falso. Criaturas de tal modo instruidas, recitarán sabias lecciones... por cuenta ajena. Y a nosotros nos parece preferible que las reciten por cuenta propia aunque sean algo menos sabias.
Tratárase de hombres y la cuestión sería diferente. El libre examen no ha de aplicarse sólo por oposición a las cosas teológicas, sino también como limitación necesaria a imposiciones posibles de partido, de escuela o de doctrina.
La enseñanza no puede ni debe ser una propaganda. El espíritu de proselitismo se extralimita cuando va más allá del hombre en el pleno uso de sus facultades mentales. Si hay alguna cosa en que la abstención, la neutralidad sea absolutamente exigible, ésa es en la instrucción de la infancia.
En este terreno podemos encontrarnos todos los hombres de ideas progresivas. Y deberemos encontrarnos para sustraer a la infancia del poder de los modeladores de momias humanas, de los hacedores de rebaños.
III
Un niño instruido conforme a los conocimientos verdaderamente científicos, no preguntará probablemente por la existencia de Dios, puesto que ni siquiera tendrá noticia de tal idea. Pero si lo preguntara, el profesor haría bien en demostrarle que en toda la serie de conocimientos humanos nada hay que abone semejante afirmación. Dios es materia de fe o de opinión, todo menos algo probado y que como tal debe enseñarse.
El que escribe estas líneas puede ofrecer la experiencia de once hijos, que aun no habiendo sido instruidos con el rigor científico necesario, jamás tuvieron la ocurrencia de formular la pregunta antes dicha. De pequeños, porque no tenían idea alguna de ello, y de mayores porque sin duda en el ambiente del hogar, en el ejemplo de cuanto les rodeaba y en libros de que disponían —y los había de distintas tendencias— hallaban satisfactoria respuesta a las interrogaciones de su entendimiento. Su ateísmo será, pues, el fruto de su trabajo cerebral propio, no la lección aprendida del preceptor. Sus ideas todas serán su labor propia y peculiar, no la resultante de una acción ajena ejercida deliberadamente. La diferencia es esencial y nos parece de una claridad meridiana.
Como hasta el día y tal vez por bastante tiempo perdurará el antagonismo entre la enseñanza de la calle y de la casa, lo natural será que las criaturas pregunten por muchas cosas que no tienen ni fundamento científico, y en todo caso, el profesor deberá desvanecer las dudas de sus discípulos, cuidando, no obstante, de no operar un simple cambio de opiniones. La escuela no puede ni debe ser un club.
Por algo sostenemos que, en tiempo y sazón, todo ha de ser aplicado, pero solamente enseñado aquello que tenga sanción científica, prueba universal. Una buena parte de los problemas planteados por el entendimiento humano, no tienen por solución más que hipótesis mejor o peor fundadas, y es evidente que en su exposición ha de procurarse una neutralidad absoluta, porque la solución que a uno le parece indudable y racional, a otro le parece absurda, y de aquí que el racionalismo sea insuficiente para dirigir la enseñanza. Descartada toda materia de fe, la instrucción de la juventud quedaría reducida a la enseñanza de las cosas probadas y a la explicación de los problemas cuya solución no tiene más que probabilidades de certidumbre.
Pongamos algunos ejemplos. Ante la experiencia diaria que les hace ver que cuando llueve todos nos mojamos, que nada hay que no provenga de algo o de alguien, que no hay, en fin, efecto sin causa, los pequeños hombres, si no preguntan por la existencia de Dios, seguramente preguntarán por el origen del Universo. Llegada cierta edad no hay quien no se pregunte por el principio y la causa y por la finalidad y el acabamiento de todas las cosas. Y todo esto es de una dificultad innegable. ¿Qué hará el maestro? Para unos, puesto que no hay efecto sin causa, el mundo habrá tenido un origen y un principio, tendrá una finalidad y un acabamiento. Para otros, la serie de las causas y efectos no tendrá límite anterior ni posterior y el mundo existirá de toda la eternidad en el espacio infinito. Como todo cuanto nos rodea empieza y acaba, sucede por algo y para algo, los espíritus realistas optarán por la primera hipótesis. Los capaces de abstracción se decidirán por la segunda. No valdrá invocar la ciencia porque ella no puede actualmente, acaso no pueda nunca, darnos respuestas enteramente probatorias. Los que crean que la solución categórica está en el materialismo o el evolucionismo, hablarán en nombre de una opinión o creencia (racionalismo), pero no harán sino esquivar, diferir el problema, figurándose haberlo resuelto mediante la sustitución de palabras. Lo intelectualmente honrado será, pues, que el maestro exponga con toda claridad los datos del problema y las hipótesis diferentes que tratan de aclararlo. Hacer otra cosa será siempre una imposición de doctrina.
Tyndall, cuya ciencia nadie pondrá en duda, terminaba la explicación de la teoría del calor como modo del movimiento, preguntándose de qué manera podría concebirse un movimiento sin algo que se mueva, y contestaba, con una sencillez verdaderamente sabia, que la ciencia contemporánea no podía responder a tal pregunta. ¿Y se querrá por nuestro bonísimo, pero inútil deseo, resolver de plano estas y otras cien cuestiones ofreciendo a los niños toda una ciencia acabada, fruto de la pretendida infalibilidad del racionalismo?
Poco importa que creamos que siempre ha habido una causa anterior y que la serie de las causas y efectos no tendrá término. La palabra infinito será un subterfugio de nuestro pensamiento, pero no una respuesta concluyente, y así no podremos ofrecer más que una opinión, no una certidumbre; una probabilidad, no una prueba. ¿Qué responderemos si el pequeño hombre se obstina en hallar un principio y determinar un final? Aquí del método de la libertad o si se quiere neutralidad, no del racionalismo precisamente: dejar que el pequeño hombre forme su juicio por sí mismo poniendo a su alcance cuantos conocimientos puedan ilustrar la cuestión.
Y este método de libertad, que nosotros proclamamos, es el exigible a cuantos se digan, piensen como piensen, respetuosos de la independencia intelectual del niño. Lo proclamamos, no a título de hombres de equidad y de recíproco respeto, en cuyo punto creemos que pueden coincidir gentes de todos los extremos de las ideas progresivas, si no entienden por enseñanza el adoctrinamiento de una opinión determinada.
Por eso creemos que los que se empeñan en establecer perfecta sinonimia entre el racionalismo y el anarquismo —que de ningún modo son equivalentes— harían bien en dejarse de rodeos y proclamarse abiertamente partidarios de la enseñanza anarquista, porque esto significaría los términos de la cuestión, y si no a un acuerdo, podría, sin duda, llegarse a una delimitación completa de tendencias.
Aun a estos buenos amigos que en su entusiasmo por el ideal quisieran inculcarlo, tendríamos que objetarles que en cualquier terreno, y más en el de la enseñanza, la anarquía no debe ser materia de imposición.
Dos palabras aún para terminar esta serie de artículos.
Ptolomeo Philadelfo, rey de Egipto, pidió a su maestro, el geómetra Euclides, que hiciese en su favor algo por allanar las dificultades de la demostración científica, en verdad bastante complicada en aquellos tiempos, y Euclides, le respondió: Señor, no hay en la geometría senderos especiales para los reyes.
Compañeros: en la ciencia no hay senderos especiales para los anarquistas.